Seis

Salceda arranca la Harley de un violento pedalazo y emprende el regreso a su casa. Lo hace con dificultad, abriéndose paso por calles repletas de carruajes de caballos, peatones, trajinantes, indios con bultos a la espalda, carretas de bueyes y uno que otro automóvil.

La angustia ha desbordado su habitual serenidad. El cerebro le suscita macabras imágenes de Alma, traspasada por los hierros del aeroplano o enterrada viva entre tendales, adobes y tejas. Sabe de primera mano cuán horrible puede ser un escenario así. Presenció docenas de ellos atendiendo heridos atrapados en situación parecida cuando los terremotos devastaron la ciudad. Pero ahora el siniestro ha venido del cielo, no de las entrañas de la tierra. Y solo imaginar que Alma haya perdido la vida le hace sentir a un tiempo el miedo de la niñez y la inseguridad de la adolescencia.

Al llegar al Club Alemán, detiene la Harley. Una abigarrada multitud rebosa el Callejón de Dolores y bloquea la avenida. Salceda surca el maremágnum de gente haciendo sonar la bocina de la moto, gritando y dando acelerones.

La respuesta a sus urgencias es una galería de malas caras y una letanía de insultos. Nadie quiere perder la posición que ha tomado para observar al metálico avechucho que se ha ido contra el callejón.

En la esquina de la Novena calle, dirige la mirada a su casa y el corazón le da un vuelco. Desde esa perspectiva, y por las personas que ve en los tejados, pareciera que, en efecto, el avión ha caído justo en su casa. Al doblar la intersección, no obstante, comprueba que la vivienda está intacta. Solo entonces deja ir suavemente la moto, se detiene frente a la puerta, hunde la barbilla en el esternón y deja escapar un gemido.

Rosita y Graciela, sus dos hijas salen al oír la Harley.

—Vinimos en cuanto nos enteramos —dicen, abrazando a su padre.

Salceda vuelve la mirada hacia la vivienda. En el vano de la puerta está Alma, su esposa.

—¿Estás bien, estás bien? —le dice, ansioso, saltando de la motocicleta.

—Sí, mi amor, estoy bien. Ya pasó todo. Fue solo el susto.

Salceda estrecha a su esposa, la besa. Se separa para verla mejor, la vuelve a abrazar, la acaricia y cuanto más se pierde en el fondo de sus ojos, más hermosa le parece.

—Si te hubiese pasado algo, creo que habría enloquecido —le dice—. No eres parte de mí, lo eres todo.

—¿Cómo te enteraste?

—Estaba en casa del licenciado Henríquez. Me avisó doña Engracia, su esposa.

—Pensé que había sido un temblor. El avión venía hacia nosotros, pero chocó contra el muro medianero de la vivienda del cónsul y ahí quedó, tal como lo puedes ver. Un milagro. Ni una grieta en nuestro muro ni un quiebracajete roto.

—Voy a sacarte de aquí. Te llevaré a casa de tus papás. O a la de Rosi o Graciela.

—Prefiero estar aquí contigo, en casa. Es donde mejor me siento.

Salceda abre el maletín y saca un tubo de vidrio con tabletas blancas.

—Vas a tomar este calmante. Gracielita, por favor, trae a tu mamá un vaso de agua.

—Me parece que quien necesita el calmante eres tú —dice Alma—. Voy a hacer café. Te vendrá bien con un piquete de brandy.

Salceda deja el maletín en el consultorio y sube a la alcoba. Desde allí, el Ryan parece un insecto exánime en torno al cual trajinaran docenas de hormigas. Hay gente en las azoteas, las cornisas, las cumbreras de los tejados. Los tres patios contiguos han salido indemnes, pero las viviendas, sus enredaderas y tejados, están cubiertos de polvo.

En el callejón, la Policía contiene con dificultad el oleaje de curiosos que cerca la residencia del cónsul mexicano. Y un escalofrío estremece a Salceda al pensar cuál sería su ánimo ahora si el avión hubiese caído solo unos metros más acá. La casa arrasada, Alma sin vida...

Se dice entonces que el azar es un dios ciego que entra y sale de la vida de las personas cuando menos se espera. Y no una vez, sino cientos. Amante de la mudanza, enemigo de la rutina, el azar conspira en las sombras y es brutalmente injusto. Trae la desgracia a los más y la fortuna a los menos. Y no queda en eso su saña. A menudo pareciera divertirse reuniendo en un solo lugar todos los azotes, todos los desastres y todos los infortunios, para ahogar sin piedad el flujo de la vida.

El azar, el prodigioso e intempestivo azar, suspira Salceda. Somos engendrados por él, vivimos sometidos a él, estamos desarmados frente a él, morimos heridos por él. Suya es la fuerza que mueve los sucesos y la historia. El azar induce a que un hombre y una mujer se encuentren, se conozcan y se amen. O se odien. O a que dos hombres se maten a causa de un incidente casual. Nuestras vidas se entrelazan por su designio y nadie sabe cuándo va a provocar un brusco giro que te cambie la existencia: un viaje funesto, un imprevisto embarazo, una muerte súbita, un hijo sordomudo, un incendio ruinoso, un terremoto asesino. Lo que decía el Brujo Henríquez: la inesperada curva en el camino de la vida.

Salceda observa con la mirada ida los movimientos de los socorristas en torno al Ryan. ¿Había sido una leve ráfaga de viento, el milimétrico desliz de una palanca o un hipo inoportuno del motor el motivo de que el avión cayera en la casa vecina y no en la suya?

No podría asegurarlo. Nadie entiende los mecanismos del azar ni cómo encadena los hechos, pero es fácil conocer su origen. La vida es una sucesión de pequeñas casualidades que la naturaleza y los hombres van trenzando de modo inconsciente hasta dar pie a un acontecimiento imprevisto. Si es bueno, lo llamamos milagro. Si malo, fatalidad. ¿Qué rosario de sucesos habían tenido que darse para que las personas que iban en el Ryan tomaran el avión esa mañana y perdieran en él la vida? ¿Y qué cadena de hechos tenían que haber ocurrido para que otras no se subieran al aeroplano y se salvaran?

Ah, el azar, siempre el azar, ese perverso bufón que aparece un día por tu casa sin llamar ni ser llamado, sea para alegrarte la vida, sea para hacer de ella un revoltijo.