Cinco

Los jovencitos abandonan Entre jazmines cabizbajos y en silencio. Varios policías esperan en la puerta para llevárselos a la Demarcación de La Merced.

A distancia discreta, dos envarados caballeros observan la escena con semblante adusto. Son los padres de dos de los juerguistas.

Hay también algunos curiosos, agentes de la Policía de Sanidad, reporteros, fotógrafos. Los muchachos tienen mal aspecto. Están despeinados y sucios y muestran gestos de pesar, salvo el que parece haber dirigido la fiesta, quien, deteniéndose ante Villagrés, le espeta muy resentido:

—Usted prometió no avisar a la prensa ni a mi padre.

—Mentí —responde Villagrés, ahogando un bostezo.

—¡Chonte de mierda!

Villagrés no se inmuta por ello. Únicamente piensa en el pan dulce y el café caliente que se va a tomar antes de irse a dormir. Así que se limita a contestar:

—Barajo, seño.

El insulto a la virilidad del jovencito hace reír a los policías e incluso a los otros pollos.

Las cosas no han ido a más y Villagrés se siente satisfecho. Solo madame ha perdido los papeles. Sacando a relucir una violencia impensable en señora tan señoreada, y un lenguaje que desdice su, en apariencia, refinada urbanidad, ha estado a punto de encasquetarle al cabecilla una maceta de las que adornan el salón y le ha llamado hijo de la gran puta. Por suerte, Rosalío le detuvo el brazo cuando madame, hecha una furia, enarbolaba el tiesto.

Villagrés se dirige al inspector González, su relevo, con el fin de despedirse, pero justo en ese momento divisa a otro agente que, tras doblar la esquina de la Cuarta calle, se acerca al burdel en bicicleta.

El inspector lo reconoce enseguida. Se trata de Píoquinto Zaldaña, ordenanza del comisario Landero, jefe directo de Villagrés. Píoquinto se ocupa de menesteres menudos, como escribir cartas a máquina, servir café y hacer mandados.

Lo raro es que, siendo de carácter apático, llegue sofocado por el sprint.

—El comisario Landero ordena que se presente de inmediato —le dice a Villagrés de sopetón.

—¿Ahorita?

—En el término de la distancia.

—Estuve toda la noche en vela. Es mi día libre, Píoquinto. Y hay otros inspectores. ¿No podría ir González? Este asunto de aquí —dice señalando al burdel— ya está resuelto.

—El señor comisario dice que vaya usted. Y yo cumplo con mis órdenes. Si no quiere obedecer, es cosa suya.

—¿Y qué puede ser tan importante para que haya sido yo el elegido?

—Parece ser que se ha caído un avión.

—¿Cómo que parece ser? O se ha caído o no se ha caído.

—Bueno, pues sí, se ha caído —refunfuña Píoquinto, a quien no le entusiasma dar su brazo a torcer.

Villagrés asiente con el resignado gesto de quien había barruntado que algo grave estaba por ocurrir esa mañana. Su oído no le mentía cuando detectó el runrún del avión.

—¿Y dónde fue a estrellarse?

—En el Callejón de Dolores.

—¿Y ha habido muertos?

—Sí cuatro. Parece que cayeron en el patio de los escusados.

—No le creo —dice Villagrés con gesto de sorpresa.

—¿Qué cosa no puede creer?

—Nada. Son asuntos míos. ¿Me decía?

—Le decía que en callejón está el comisario haciendo pesquisas. Por lo visto hay otros problemas.

—Qué clase de problemas, Píoquinto. ¿O no le parece bastante problema que un aeroplano haya caído sobre la ciudad?

Píoquinto baja la voz.

—Faltan algunas cosas —dice.

—¿De dónde? ¿Del aparato?

—No lo sé, Bonifacio. Solo sé que tiene que irse ahoritita.

—Entonces présteme la bicicleta.

—Eso sí no se va a poder.

Villagrés pone cara de San Lorenzo a punto de ser asado. Todo lo quieren con urgencia, pero nadie ayuda con el flete.

Uno de los jóvenes, el más asustado del grupo, toca la espalda de Villagrés y le dice en tono de súplica:

—¿Qué van a hacer con mi carro, inspector?

A pocos pasos de él está el lujoso Dodge Hudson, de neumáticos aureolados y guardafangos como alas de gaviota. Al rostro de Villagrés acude un gesto de voluptuosidad. Y sin pensarlo siquiera, se estira la casaca, se acomoda el correaje y el revólver, se ajusta la gorra de plato y, adoptando el tono de voz, la pose y el aire de un mariscal, responde:

—No lo sé, muchachito. Eso será cosa del juez. Pero, de momento, me ha dado usted una idea.