Los exámenes
Martes, 4
Por fin hemos llegado a los exámenes. En las calles junto a la escuela, los alumnos, los padres y las madres, e incluso las niñeras, hablaban de exámenes, calificaciones, temas, nota media, suspensos, promocionados… Ayer por la mañana nos examinamos de redacción y hoy de Aritmética.
Los padres que acompañaban a sus hijos a la escuela les daban los últimos consejos, y muchas madres iban con los chicos hasta dejarlos en los bancos, viendo si había tinta en los tinteros, comprobando si las plumas estaban en buenas condiciones, y, al salir, se volvían desde la puerta para recomendarles optimismo y atención.
Nuestro vigilante era el señor Coatti, el maestro de la barba negra y voz de león, que nunca castiga a nadie.
Había chicos con una cara tan blanca como el papel, de miedo que tenían.
Cuando el maestro abrió el sobre enviado por el Ayuntamiento y sacó el ejercicio de Matemáticas, todos contuvimos la respiración.
Dictó el problema con voz fuerte, mirándonos a unos y otros con ojos escrutadores y severos; pero era evidente que, de haber podido dictarnos la solución, lo habría hecho, para que todos aprobásemos y estuviésemos contentos.
Después de una hora de trabajo, no pocos empezaban a desanimarse porque el problema era difícil. Uno lloraba. Crossi se daba puñetazos en la cabeza. Muchos no tenían culpa de no saber resolverlo, por no haber tenido tiempo para estudiar lo suficiente o por no haberlos ayudado los padres en casa durante el curso.
Pero siempre se encuentra la providencia. Era un espectáculo ver cómo se las arreglaba Derossi para pasar una cifra y sugerir una operación, sin que le descubriesen; parecía nuestro maestro. También ayudaba en lo que podía Garrone, que está fuerte en Aritmética, y hasta Nobis, que, al hallarse en apuros, se había vuelto amable. Stardi estuvo inmóvil más de una hora, con los ojos fijos en el problema y los puños en las sienes; luego todo lo hizo en cinco minutos.
El maestro daba vueltas por entre los bancos y decía:
—¡Calma! ¡Calma! No os precipitéis y reflexionad un poco.
Cuando veía a alguno descorazonado, para hacerle reír e infundirle ánimos, abría la boca como para tragárselo, imitando al león.
Hacia las once, mirando a través de las persianas, vi abajo a muchos padres que se paseaban con cara de impaciencia; estaba el padre de Precossi, con su blusa azul y la cara llena de tiznajos: seguramente acabaría de salir de la fragua. También vi a la madre de Crossi, la verdulera, y la de Nelli, vestida de negro, que no podía estar un momento quieta. Poco antes del mediodía llegó mi padre y miró hacia la ventana por donde yo estaba. Pobre padre, ¡cuánto me quiere!
A las doce en punto todos habíamos terminado.
Había que ver lo que ocurrió a la salida. Los padres venían a nuestro encuentro, y no paraban de hacernos preguntas, hojear los cuadernos y comparar los trabajos de unos y de otros. Se oían estas y parecidas preguntas: «¿Cuántas operaciones?». «¿Cuál es el total?». «¿Y la substracción?». «¿Y la respuesta?». «¿Y la coma de los decimales?»…
Los maestros iban de una a otra parte, requeridos por multitud de padres.
Mi padre me tomó enseguida el borrador, miró y dijo:
—Está bien.
A nuestro lado estaba el herrero Precossi, que miraba también el trabajo de su hijo, algo inquieto, porque no se aclaraba. Dirigiéndose a mi padre, le preguntó:
—¿Tendría la bondad de decirme el resultado?
Mi padre se lo dijo. Miró el de su hijo y comprobó que era el mismo.
—¡Bravo, hijo! —exclamó muy contento. Mi padre y él se miraron con cara de satisfacción, como dos buenos amigos, y el herrero estrechó la mano que le tendió mi padre. Se separaron diciendo:
—Hasta el examen oral.
Poco después oímos una voz de falsete, que nos hizo volver la cabeza. Era el herrero, que se alejaba cantando.