Nuestro maestro
Martes, 18
También me gusta desde esta mañana mi nuevo maestro.
Al entrar, estando él sentado en su sillón, se asomaban de vez en cuando a la puerta de la clase algunos alumnos suyos del curso anterior para saludarle.
—Buenos días, señor maestro.
—Buenos días, señor Perboni.
Algunos entraban, le estrechaban la mano y se marchaban de prisa. Se notaba que le querían y que gustosamente habrían continuado en su clase. El maestro les respondía:
—Buenos días.
Y les apretaba la mano que le ofrecían, pero sin fijarse en ninguno; a cada saludo permanecía serio y vuelto hacia la ventana, con la arruga de la frente más pronunciada, mirando al tejado de una casa próxima. En lugar de alegrarse por los saludos, parecía que le causaban pena. Luego nos miraba uno a uno detenidamente.
Para el dictado, bajó del estrado e iba pasando por entre los bancos. Viendo que un chico tenía la cara enrojecida y llena de granitos paró de dictar, se le acercó, le empinó un poco la cara y lo observó atentamente; después le preguntó qué le ocurría y le puso la mano en la frente para saber si la tenía caliente. Mientras tanto, un chico se puso de pie por detrás en su banco y empezó a hacer muecas y tonterías con las manos. El maestro se volvió de repente y el chiquillo se sentó instantáneamente permaneciendo con la cabeza gacha en espera de la merecida reprimenda. Pero el señor Perboni sólo le puso una mano en la cabeza y le dijo:
—No lo vuelvas a hacer.
Y nada más. Volvió a la mesa y acabó de dictar.
Al concluir, nos miró unos instantes en silencio y a continuación, con su robusta, pero agradable voz, empezó a decirnos:
—Escuchad: hemos de pasar juntos casi un año. Procuraremos pasarlo lo mejor posible. Aplicaos y sed buenos chicos. Yo no tengo familia. Vosotros constituís la mía. El año pasado todavía tenía a mi madre, pero ha muerto y he quedado solo. Ahora solamente os tengo a vosotros, que sois el centro de mis afectos y de mis pensamientos. Debéis ser como hijos míos. Os quiero y creo tener derecho a que me queráis, pagándome con la misma moneda. No deseo castigar a ninguno. Demostradme que sois chicos de buen corazón; nuestra clase será una familia y vosotros, mi consuelo y mi orgullo. No os pido promesas de palabra, porque estoy seguro que ya lo habéis prometido en el fondo de vuestro corazón. Y os lo agradezco sinceramente.
En aquel momento entró el bedel a dar la hora y todos salimos de los bancos muy silenciosos. El chico que se había levantado en el banco se acercó al maestro y le dijo con voz temblorosa:
—¡Perdóneme!
El maestro le dio un beso en la frente y le contestó:
—Está bien; vete, hijo mío.