Un calor sofocante
Viernes, 16
En los cinco días transcurridos desde la celebración de la fiesta nacional, ha ido aumentando el calor, subiendo tres grados el termómetro. Puede decirse que ya estamos en pleno verano. Todos empezamos a sentir cansancio y de las caras ha desaparecido el color sonrosado que tenían durante la primavera; se adelgazan las piernas y los cuellos, se tambalean las cabezas y se cierran los párpados. El pobre Nelli, que nota mucho el calor y está muy pálido, se queda algunas veces profundamente dormido con la cabeza sobre el cuaderno; menos mal que Garrone se ocupa de ponerle delante un libro abierto y plantado, para que no le vea el maestro. Crossi apoya su rubia cabeza en el banco, de forma que parece que está separada del cuerpo. Nobis se queja de que somos muchos en la clase y le viciamos el aire.
¡Qué fuerza hay que tener ahora para estudiar!
Cuando miro por las ventanas de mi casa la confortable sombra que proyectan los frondosos árboles, de buena gana iría a recrearme en ella, y no a encerrarme entre cuatro paredes con los bancos de la clase.
Pero luego siento nuevos ánimos, cuando mi buena mamá, al volver yo de la escuela, me mira la cara para ver si estoy o no pálido. Cuando me entrego al estudio y a los quehaceres escolares y me pregunta si todavía me siento con fuerzas, así como cuando me dice por las mañanas, al levantarme: «Resiste un poco más; sólo quedan unos días de clase; después podrás descansar y solazarte a la sombra de los árboles», quiero armarme de valor y esforzarme hasta el último día de escuela.
Tiene razón de sobra cuando me recuerda a muchachos que trabajan en el campo bajo los abrasadores rayos del sol, o en las blancas orillas de los ríos, que les ciegan y queman, o en las fábricas de cristal, donde pasan el día con la cara inclinada sobre una llama de gas, teniendo que levantarse antes que nosotros y sin vacaciones.
¡Ánimo!
Derossi es también en esto el primero: no le arredra el calor; la somnolencia no puede con él; se muestra en todo instante tan campante y contento como en el invierno, sin haberse cuidado de cortarse el pelo para ir más fresco; estudia con tesón y mantiene bien despiertos a los que están cerca de él, como si con su voz refrescase el ambiente.
Hay, asimismo, otros dos, siempre atentos y trabajadores: el incansable Stardi, que se muerde los labios para no dormirse y que cuanto más calor hace y más cansado está tanto más aprieta los dientes y abre los ojos, como si quisiera comerse al maestro; y el «negociante». Garoffi, ocupado en hacer abanicos de papel encarnado, a los que pega figuritas sacadas de las cajas de cerillas, que vende a dos céntimos cada uno.
Pero el mejor es Coretti, tiene que levantarse a las cinco para ayudar a su padre en el trajín de la leña. En clase, a las once, ya no puede tener los ojos abiertos y se le dobla la cabeza sobre el pecho; sin embargo, se esfuerza por dominarse, se da palmadas en la nuca y pide permiso para salir con el fin de mojarse la cara; también dice a los que tiene a su lado que no dejen de pellizcarle o darle codazos si le ven cabecear. Con todo, esta mañana no pudo resistir más y se quedó profundamente dormido. El maestro le llamó con voz fuerte:
—¡Coretti!
Pero él no le oyó.
—¡Coretti! —repitió el maestro, irritado.
Entonces, el hijo del carbonero, que se sienta a su lado, se levantó para decir:
—¡Es que ha estado trabajando desde las cinco de la mañana, llevando haces de leña!
El maestro le dejó dormir, y continuó explicando la lección media hora más. Luego se acercó al banco de Coretti, empezó a soplarle despacito en la cara y le despertó. Al verse delante del maestro, tuvo un movimiento de susto. Pero el maestro le cogió la cabeza entre las manos, le dio un beso y le dijo:
—No te reprendo, hijo mío. No te duermes por pereza, sino por cansancio.