Primer día de clase

Lunes, 17

Hoy hemos empezado el nuevo curso. Han pasado como un sueño los tres meses de vacaciones transcurridos en el campo. Mi madre me llevó esta mañana al grupo escolar «Baretti» para matricularme como alumno de tercero. Mientras tanto pensaba en el campo e iba de bastante mala gana. Las calles adyacentes eran un hervidero de chiquillos, y las dos librerías próximas al grupo estaban llenas de padres y de madres que compraban carteras, cartillas, libros, estuches o plumieres con útiles de trabajo y cuadernos. Delante de la escuela se agolpaba tanta gente, que el bedel hubo de pedir la presencia de guardias municipales para que mantuviesen el orden y quedase expedita la entrada.

Cerca de la puerta sentí unos golpecitos en el hombro. Me los dio mi anterior maestro de segundo, alegre, jovial, de pelo rubio, rizoso y encrespado, que me dijo:

—¿Qué, Enrique? ¿Nos separamos para siempre?

Demasiado lo sabía yo, pero sus palabras me apenaron mucho. Entramos, por fin, a empellones. Señoras, caballeros, mujeres del pueblo, obreros, militares, abuelas, criadas, todos con chicos de una mano y el material escolar en la otra, llenaban el vestíbulo y las escaleras, produciendo un rumor como al entrar al teatro después de una larga espera en la cola.

Volví a ver con alegría el amplio zaguán de la planta baja al que dan las puertas de siete aulas, por donde había pasado casi todos los días durante tres años. Estaba repleto de gente. Las maestras de los pequeños iban y venían en todas direcciones. La que había sido mi profesora dos años antes me saludó desde la puerta de su clase, añadiéndome: —Enrique, este año vas al piso de arriba, y ni siquiera te veré pasar. Habló mirándome con aire entristecido.

El Director estaba rodeado por mujeres que le instaban a que admitiera a sus hijos, no matriculados por falta de espacio. Me pareció que tenía la barba algo más canosa que el año pasado. Encontré a algunos chicos más altos y fuertes que al terminar el curso.

En la planta baja ya se había hecho la distribución de los escolares; había pequeñines que no querían entrar en el aula y se encabritaban como potrillos, debiéndoseles forzar para que pasasen al interior; pero algunos se escapaban de los bancos que les habían asignado y otros rompían a llorar en cuanto sus padres o acompañantes se marchaban, quienes volvían para consolarlos o hacerlos sentar nuevamente. Con esto las maestras se desesperaban. Mi hermanito se quedó en la clase de la maestra Delcati, y yo en la del maestro Perboni, situada en el piso principal.

A las diez todos estábamos en nuestros sitios respectivos. En mi clase éramos cincuenta y cuatro, pero apenas quince o dieciséis habían sido compañeros míos el curso anterior, figurando entre ellos Derossi, el que siempre obtenía las mejores notas y acaparaba el primer premio.

Pensando en los bosques y en las montañas por donde me había solazado el verano, me parecía muy pequeño y triste el recinto escolar. También me acordaba con pena de mi anterior maestro, tan bueno y alegre y tan bajo que casi parecía uno de nosotros; sentía no verlo delante de mí con su cabeza rubia de pelo enmarañado.

Nuestro actual maestro es alto. No se deja la barba; tiene el pelo bastante largo y gris, aunque bien peinado, y una arruga recta en la frente; su voz es algo ronca. Nos mira fijamente uno a uno, como queriendo leer en nuestro interior. En ningún momento le he visto reír.

Esta mañana decía para mí: «Es el primer día. Tengo nueve meses por delante. ¡Cuántos trabajos, cuántos exámenes mensuales he de realizar!». Sentía verdadera necesidad de ver a mi madre y, al salir, he corrido a besarla. Ella, para tranquilizarme, me ha dicho:

—No te apures, Enrique. Estudiaremos los dos juntos.

Al entrar en casa ya estaba mucho más contento. Pero no tengo el mismo maestro, ese tan buenazo y siempre sonriente. Por eso no me ha gustado, de primeras, la escuela tanto como antes. Veremos lo que ocurre este año.

Corazón
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