El pequeño patriota paduano

CUENTO MENSUAL

Sábado, 29

No seré un soldado cobarde, no; pero iría con más gusto a la escuela si el maestro nos refiriese todos los días un cuento como el de esta mañana. Dice que todos los meses nos contará uno; nos lo dará escrito, y siempre se tratará de una acción buena y verdadera realizada por un chico.

El de hoy se titula El pequeño patriota paduano, y dice así:

Del puerto de la ciudad de Barcelona salió para Génova un barco de carga y pasaje francés, llevando a bordo franceses, españoles y suizos. Había entre otros un chico de once años, solo, mal vestido, que siempre estaba aislado y miraba a todos con recelo. Y tenía razón para hacerlo así. Dos años antes le habían entregado al jefe de una compañía de titiriteros sus desconsiderados padres, campesinos de los alrededores de Padua. Dicho jefe, después de haberle enseñado a hacer diversos ejercicios, a fuerza de puñetazos, puntapiés y ayunos, se lo había llevado a través de Francia y de España, sin parar de pegarle ni acallar nunca su hambre.

Una vez en Barcelona, no pudiendo soportar ya los golpes y el hambre, reducido a un estado que daba compasión, se escapó de su verdugo y corrió a pedir protección al cónsul de Italia, que, apiadándose del muchacho, lo había embarcado en aquel navío, entregándole una carta para el jefe de policía de Génova, que se encargaría de devolverlo a sus padres, a los mismos que le habían entregado por poco dinero, como se hace con los animales.

El pobre chico iba vestido de harapos y enfermo. Le habían dado billete de segunda clase. Todos lo miraban con cierta curiosidad y algunos le hacían preguntas; pero él no respondía, pareciendo que desconfiaba de todos, por lo mucho que le habían exasperado y hecho sufrir las privaciones y los malos tratos.

Sin embargo, tres viajeros, a fuerza de insistir en sus preguntas, consiguieron hacerle hablar y en pocas palabras, toscamente dichas, mezcla de español, francés e italiano, les contó su triste historia.

No eran italianos aquellos tres pasajeros, pero lo comprendieron, y parte por compasión y parte por la excitación del vino, le dieron algunas monedas, estimulándole para que les refiriese otros particulares de su vida. Habiendo entrado en la sala en aquel momento unas señoras, los tres, por darse postín, le entregaron más dinero, diciéndole: «Toma, toma más». Y hacían sonar las monedas en la mesa.

El muchacho se las fue metiendo en el bolsillo dando gracias a regañadientes, con aire malhumorado, pero con una mirada por primera vez sonriente y cariñosa. Después subió a cubierta y se acomodó en su litera, donde siguió pensando en su vida. Con aquel dinero podía tomar algún buen bocado a bordo, después de dos años que sólo comía pan y poco; podía comprarse una chaqueta en cuanto desembarcara en Génova, al cabo de dos años de ir vestido con andrajos; y también podía, llevando algo a casa, ser acogido por su padre y su madre más humanamente que yendo con los bolsillos vacíos. Aquel dinero representaba para él casi una fortuna, y en esto pensaba, consolándose, bajo el toldo del puente, mientras que los tres pasajeros charlaban, sentados a la mesa, en medio de la sala de segunda clase.

Bebían y hablaban de sus viajes y de los países que habían visitado y, de conversación en conversación, llegaron a dar su parecer sobre Italia. Uno comenzó quejándose de sus fondas; otro, de sus ferrocarriles, y todos juntos, animándose, hablaron mal de todo. Uno decía que habría preferido viajar por Laponia; otro aseguraba que en Italia tan sólo había encontrado estafadores y bandidos; el tercero afirmaba que los empleados italianos eran analfabetos. «Un pueblo ignorante», dijo el primero. «Sucio», añadió el segundo. «La …», exclamó el tercero, queriendo decir «ladrón», pero no pudo acabar la palabra, porque sobre sus cabezas y espaldas cayó una tempestad de monedas, que rebotaban en la mesa e iban a parar al suelo haciendo ruido.

Los tres hombres se levantaron furiosos mirando hacia arriba, y aun recibieron en la cara un puñado de monedas.

—¡Tomad vuestro dinero! —decía con desprecio el muchacho, asomado a la claraboya—; yo no acepto limosna de quienes insultan a mi patria.

Corazón
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