El rey Humberto
Lunes, 3
A las diez en punto vio mi padre desde la ventana a Coretti, el vendedor de leña, y a su hijo, esperándome en la plaza, y me dijo:
—Ahí están, Enrique; vete a ver al Rey.
Bajé como un cohete. Padre e hijo estaban más alegres que de ordinario y nunca como esta mañana había notado su gran parecido; el padre llevaba en la chaqueta la medalla al valor entre otras dos conmemorativas; las puntas del bigote retorcidas y puntiagudas como alfileres. Inmediatamente nos pusimos en camino hacia la estación del ferrocarril, donde el Rey debía llegar a las diez y media. Coretti padre fumaba su pipa y se frotaba las manos.
—¿Sabéis —decía— que no le he vuelto a ver desde la guerra del sesenta y seis? La friolera de quince años y seis meses. Primeramente tres años en Francia; luego en Mondoví; y aquí que le habría podido ver, nunca se ha dado la maldita casualidad que me encontrase en la ciudad cuando venía él. ¡Lo que son las circunstancias!
Llamaba al Rey simplemente Humberto, como si fuera un camarada: «Humberto mandaba la 16ª división». «Humberto tenía veintidós años y tantos días». «Humberto montaba un caballo así y así…».
—¡Quince años! —decía con voz fuerte, alargando el paso.
—¡Ya tengo ganas de volverlo a ver! Lo dejé príncipe, y lo encuentro rey. También he cambiado yo: de soldado he pasado a ser vendedor de leña —y se reía.
Su hijo le preguntó:
—¿Te conocería, si te viese?
El hombre se echó a reír.
—Estás loco —contestó—. Eso es imposible. Él, Humberto, era uno solo, y nosotros éramos como las moscas. ¿Tú crees que se detuvo a mirarnos uno por uno?
Desembocamos en la avenida de Víctor Manuel. Mucha gente se dirigía, como nosotros, a la estación. Pasaba una compañía de alpinos con la banda de trompetas abriendo la marcha. Dos carabineros a caballo iban al galope.
—¡Sí! —exclamó Coretti padre, animándose—; tengo mucho gusto en volver a ver a mi general de división. ¡Lástima que haya envejecido tan pronto! Me parece que era ayer cuando llevaba la mochila a la espalda y el fusil en las manos en medio de una enorme confusión, aquella mañana del 24 de junio, cuando íbamos a entrar en combate. Humberto iba y venía con sus oficiales mientras a lo lejos retumbaba el cañón. Todos lo mirábamos y decíamos: «Con tal de que no le toquen las…». Estaba a mil leguas de pensar que poco después lo iba a tener tan cerca de las lanzas de los ulanos austríacos, precisamente a cuatro pasos el uno del otro, hijitos. Hacía un tiempo magnífico y el cielo parecía un espejo. Veamos si se puede entrar.
Habíamos llegado a la estación. Había un gentío inmenso, coches, guardias, carabineros, representantes de entidades con banderas. Tocaba la banda de un regimiento.
Coretti padre intentó entrar bajo un pórtico, pero se lo impidieron. Entonces pensó situarse en primera fila, entre la multitud que se agrupaba a la salida, y, abriéndose paso a codazos, logró su propósito; nosotros le seguimos. Pero el gentío, en sus movimientos de vaivén, nos llevaba de un lado a otro. El vendedor de leña se colocó junto a la primera columna del pórtico, donde los guardias no dejaban estar a nadie.
—Venid conmigo —dijo de repente, y, llevándonos de la mano, cruzamos rápidamente el espacio libre situándonos de espaldas a la pared.
Enseguida se presentó un oficial de Seguridad, que le dijo:
—Aquí no se puede estar.
—Yo soy del cuarto batallón del 49 —le respondió Coretti, señalándole la medalla.
El policía le miró y dijo:
—¡Quédese!
—¿No digo yo? —exclamó muy ufano Coretti—; el cuarto del cuarenta y nueve es una palabra mágica. ¿No tengo derecho a ver con cierta comodidad a mi general, después de haber formado el cuadro? Si entonces lo vi tan de cerca, justo es, creo yo, que lo vea también ahora de cerca. ¡Y qué digo general! ¡Si durante media hora fue el comandante de mi batallón, porque en aquellos momentos él era quien lo mandaba estando en medio de nosotros, y no el mayor Ulrich, qué diablos!
En la sala de espera y en sus proximidades se veía, entretanto, a muchos señores y militares; delante de la puerta se alineaban los coches con los criados vestidos de rojo.
Coretti preguntó a su padre si el príncipe Humberto tenía en su mano la espada cuando estaba en el batallón.
—¡Ya lo creo! —respondió—; para poder parar una lanzada, que podía tocarle como a cualquier otro. ¡Los demonios desencadenados se nos echaron encima! Corrían por entre los grupos, los escuadrones y los cañones, pareciendo remolinos de un huracán, rompiéndolo y destrozándolo todo. Era una confusión de coraceros de Alejandría, lanceros de Foggia, de infantes, ulanos, bersalleros, un infierno en el que nadie se entendía. Yo oí gritar: «¡Alteza! ¡Alteza!», viendo venir seguidamente las lanzas enemigas; disparamos los fusiles y una nube de pólvora lo ocultó todo… Luego se disipó el humo… El suelo estaba cubierto de caballos y de ulanos heridos y muertos. Yo volví hacia atrás y vi en medio de nosotros a Humberto, montado a caballo que miraba a su alrededor, tranquilo, como con deseos de preguntar: «¿Ha recibido arañazos alguno de mis valientes?». Y nosotros le vitoreamos en su misma cara como locos. ¡Qué momentos, santo Dios!… Ya llega el tren real.
La banda tocó; acudieron los oficiales y la multitud se apoyó en la punta de los pies.
—¡Habrá que esperar un poco! —dijo un guardia—. Ahora está oyendo un discurso.
Coretti padre no cabía en sí de gozo.
—¡Ah! Cuando pienso en él, me parece verlo allá. Bien está que acuda a visitar a los atacados por el cólera y que se halle entre los damnificados por los terremotos, para darles ánimo, eso es meritorio; pero yo siempre lo tengo presente en mi recuerdo como lo vi entonces, en medio de nosotros, con asombrosa serenidad. Y estoy seguro de que también se acordará él del cuarto del 49, aun ahora que es rey, y le gustaría reunirse con todos nosotros en alguna ocasión, con los que tenía a su alrededor en aquellos instantes. Ahora le rodean generales y señores encopetados; entonces no tenía cerca de sí más que pobres soldados. ¡Si yo pudiera cruzar con él unas cuantas palabras! ¡Casi nada, nuestro general de veintidós años, nuestro augusto príncipe, confiado a nuestras bayonetas…! ¡Quince años que no lo veo…! ¡Nuestro Humberto…! ¡Esa música me hace hervir la sangre, palabra de honor!
Gritos frenéticos le interrumpieron; millares de sombreros se agitaron al viento; cuatro señores vestidos de etiqueta subieron al primer carruaje.
—¡Es él! —gritó Coretti, permaneciendo como encantado. Después prosiguió por lo bajo—: ¡Virgen mía, qué canoso está!
Los tres nos descubrimos. El coche real avanzaba con lentitud, entre los vítores de la multitud, que gritaba y le saludaba con los sombreros en la mano. Yo miraba a Coretti padre. Me pareció otro, como si de pronto se hubiese hecho más alto, pálido, rígido, apoyándose en la columna.
El coche real llegó delante de nosotros, a un paso de la pilastra.
—¡Viva! —gritaron muchas voces a una.
—¡Viva! —gritó Coretti después de los demás.
El Rey se fijó en él y se detuvo durante unos instantes en las tres medallas.
Coretti perdió entonces la cabeza y exclamó: —¡Cuarto batallón del cuarenta y nueve!
El Rey, que ya estaba mirando a otra parte, se volvió hacia nosotros y, fijándose más en Coretti, sacó la mano fuera del coche.
Coretti dio un salto adelante y se la estrechó.
El carruaje pasó, se interpuso el gentío y nos separó, perdiendo de vista a Coretti padre. Fue tan sólo un instante. Enseguida se puso anhelante, con los ojos humedecidos, y llamó a voces a su hijo, teniendo la mano en alto. El hijo corrió hacia él.
—¡Ven acá, hijo mío —le dijo— que todavía tengo caliente la mano! —Y se la pasó por la cara, añadiendo—: Esta es la caricia del Rey.
Allí se quedó, como si despertara de un sueño, con los ojos fijos sobre la lejana carroza real, sonriendo, con la pipa en las manos, en medio de un grupo de curiosos que le miraban.
—Es uno del cuarto del 49 —decían—, es un antiguo soldado que conoce al Rey. El Rey lo ha reconocido y le ha estrechado la mano.
—Ha entregado un memorial al Rey —añadió otro en tono más alto.
—¡Eso no es cierto! —rebatió Coretti volviéndose con brusquedad—; no le he pedido ningún favor. Otra cosa le daría si me la pidiese… —Todos le miraron con cierto asombro. Y él añadió sin inmutarse—: ¡Mi sangre!