Medalla bien concedida
Sábado, 4
Esta mañana vino a repartir los premios el Inspector, un señor de barba blanca y vestido de negro. Entró con el Director poco antes de terminar las clases y tomó asiento al lado del maestro. Hizo algunas preguntas y luego entregó la primera medalla a Derossi. Antes de dar la segunda, estuvo oyendo al Director y al maestro, que le hablaban en voz baja. Todos nos preguntábamos para quién sería la segunda.
El Inspector dijo en voz alta:
—Esta vez se ha hecho merecedor de la segunda medalla el alumno Pedro Precossi por lo que ha trabajado en su casa, por las lecciones, la caligrafía, el comportamiento y todo en general.
Todos miramos a Precossi, pudiéndose apreciar que aprobábamos tal distinción en la expresión de nuestros rostros. Precossi se levantó, pero estaba tan confuso que no sabía a dónde ir. El Inspector lo llamó y él salió del banco, yendo a situarse al lado del maestro.
El Inspector se fijó en la cara color de cera, en el desmedrado cuerpo enfundado en ropa no hecha a su medida de nuestro ejemplar compañero, así como en sus bondadosos y tristones ojos que rehuían enfrentarse con los suyos, dejando adivinar una historia de grandes sufrimientos. Al prenderle después la medalla en el pecho, le dijo con voz llena de cariño:
—Precossi, te concedo la medalla. Nadie más digno que tú para llevarla, no sólo por tu clara inteligencia y la buena voluntad de que has dado pruebas, sino también por tu corazón, por tu valor, por ser un hijo magnífico. ¿No es verdad —añadió, dirigiéndose a nosotros— que también la merece por eso?
—Sí, sí —respondimos a coro.
Precossi movió su garganta como para tragar algo, y giró la mirada por los bancos para expresarnos su gratitud.
—Puedes retirarte, querido muchacho —le dijo el Inspector—, y que Dios te proteja.
Era la hora de salir, y los de mi clase fuimos los primeros. Apenas salimos, ¡quién lo dijera!, vimos en el gran zaguán, precisamente junto a la puerta, al padre de Precossi, el herrero, pálido como de costumbre, con su torva mirada, con el pelo hasta los ojos, la gorra ladeada y tambaleándose.
El maestro lo reconoció enseguida y dijo unas palabras al oído del Inspector, quien se fue presuroso en busca de Precossi, le tomó de la mano y lo llevó a su padre. El chico temblaba. También se acercaron el maestro y el Director, y muchos niños les hicieron corro.
—Usted es el padre de este chico, ¿no es verdad? —preguntó el Inspector al herrero con aire jovial, como si hubiesen sido amigos. Sin esperar la respuesta, añadió:
—Le felicito. Mire, ha ganado la segunda medalla a cincuenta y cuatro de sus compañeros; se la ha merecido por la Redacción, la Aritmética y por todo. Es un muchacho de inteligencia despierta y de gran voluntad, que, sin duda, hará carrera; todos lo aprecian; le aseguro que puede usted estar orgulloso de él.
El herrero, que había permanecido escuchando con la boca abierta, miró fijamente al Inspector y al Director, y luego a su hijo, que estaba delante de él con la vista baja, sin parar de temblar; y como si recordase o comprendiese entonces por primera vez lo que había hecho padecer a su hijo, así como la bondad y la heroica perseverancia con que le había aguantado, se le advirtió de pronto en su cara cierta estupefacta admiración, luego una amarga pena, y por fin, una ternura violenta y triste; agarró con rápido gesto al muchacho por la cabeza y lo estrechó fuertemente contra su pecho. Todos nosotros pasamos por delante de él. Yo le invité a que viniese a casa el jueves con Garrone y Crossi: otros le saludaron; unos le daban golpecitos cariñosos, otros se limitaban a tocar la medalla; todos le decían algo. El padre nos miraba con cara de asombro, apretando contra su pecho la cabeza del hijo, que no paraba de sollozar.