Sacrificio
Martes, 9
Mi madre es buena y mi hermana Silvia se le parece en bondad y grandeza de corazón.
Ayer por la noche estaba escribiendo una parte del cuento mensual De los Apeninos a los Andes, que el maestro nos ha dado a copiar a todos por trozos, pues es muy largo, cuando entró mi hermana Silvia de puntillas y me dijo deprisa y bajito:
—Ven conmigo a ver a mamá. Esta mañana les he oído hablar preocupados. A papá le ha debido salir mal algún asunto; estaba afligido, y mamá le decía palabras de aliento. Seguramente estamos pasando momentos de apuros, ¿comprendes? No hay dinero, y papá decía que es preciso hacer sacrificios para salvar la situación. ¿No te parece que nosotros debemos ayudarles en la medida de nuestras posibilidades? ¿Tú estás dispuesto? Bueno, pues cuando yo hable a mamá, no tienes más que asentir a lo que diga y prometerle, como hombre, que se hará lo que acordemos.
Dicho esto, me tomó de la mano y me llevó al salón, donde mamá cosía con cara preocupada. Yo me senté a un lado del sofá y Silvia a la otra parte, diciendo seguidamente:
—Mamá, tengo que hablar contigo. Bueno, venimos los dos a hablar contigo.
Mamá nos miró extrañada, y Silvia empezó:
—Papá no tiene dinero, ¿no es así?
—¿Qué dices, criatura? —replicó con viveza mamá—. ¿Qué sabes tú de eso? No es verdad. ¿Quién te ha dicho eso?
—Yo que lo sé —respondió Silvia—. Mira, mamá, nosotros estamos también dispuestos a hacer sacrificios. Tú me habías prometido un abanico para finales de mayo y Enrique esperaba su caja de pinturas; no queremos nada, no gastéis dinero con nosotros, y estaremos muy contentos, ¿sabes?
Mamá intentó hablas, pero Silvia añadió:
—Tiene que ser así. Lo hemos decidido. Hasta que papá no se reponga, suprimiremos los postres y cuanto sea necesario. Nos bastará con un plato de sopa al mediodía, y para desayunar nos contentaremos con un pedazo de pan. Así se gastará menos para comer, que ya se gasta bastante entre unas cosas y otras. Y te prometemos que nos verás siempre tan alegres como antes. ¿No es así, Enrique?
Yo respondí que sí.
—Siempre tan contentos como antes —repitió Silvia, tapando la boca a mamá con una mano—, y si hay que hacer algún otro sacrificio en el vestir o en lo que sea, lo haremos con mucho gusto. También venderemos nuestros regalos; estoy dispuesta a desprenderme de cuanto posea de valor. Te haré de camarera, no mandaremos a hacer nada fuera de casa, trabajaré todo el día contigo y haré cuanto quieras, pues estoy dispuesta a todo. ¡A todo! —exclamó echando los brazos al cuello de mamá—, para que nuestros queridos papá y mamá no sufran y estén tan tranquilos y contentos como siempre con su Silvia y su Enrique, que os quieren muchísimo y darían la vida por vosotros.
Jamás había visto a mi madre tan contenta como al oír tales palabras, ni nunca nos había besado en la frente de modo semejante, llorando y riendo a la vez, sin poder hablar. Después aseguró a Silvia que había entendido mal, que no estábamos tan apurados como se figuraba y nos dio mil veces las gracias. Estuvo muy contenta hasta que llegó papá, a quien le contó todo. Él no replicó. ¡Pobre papá! Pero este mediodía, cuando nos sentamos a comer, experimenté un gran placer y profundo disgusto a la vez, pues debajo de mi servilleta encontré mi caja de pinturas y Silvia, su abanico.