Heridos en el trabajo
Lunes, 13
Nobis puede hacer pareja con Franti: ni uno ni otro se conmovieron esta mañana ante lo que pasó delante de nuestras narices.
Fuera ya de la escuela, estaba yo con mi padre mirando a unos pilluelos de la sección segunda que se arrodillaban para restregar el hielo con las carpetas y las gorras y poder resbalar mejor, cuando vimos venir por medio de la calle una multitud de gente con paso precipitado, serios, espantados, hablando en voz baja. En medio venían tres guardias municipales, y detrás de éstos dos hombres que llevaban una camilla. De todas partes acudieron los muchachos. La muchedumbre avanzaba hacia nosotros. Sobre la camilla venía tendido un hombre, blanco como un muerto, con la cabeza caída sobre un hombro, el pelo enmarañado y lleno de sangre, que también le salía de la boca y de los oídos. Al lado de la camilla venía una mujer con un niño en brazos; parecía loca; a cada paso gritaba:
—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!
Seguía a la muchedumbre un muchacho con su cartera bajo el brazo y sollozando.
—¿Qué ha pasado? —preguntó mi padre.
Alguien contestó que era un pobre albañil que se había caído de un cuarto piso donde estaba trabajando. Los que llevaban la camilla se detuvieron un instante. Muchos volvieron la cabeza horrorizados. Vi que la maestrita de la pluma roja sostenía a mi maestra de clase superior, casi desmayada. Al mismo tiempo sentí que me tocaban en el codo: era el pobre albañilito, pálido y tembloroso de pies a cabeza. Pensaba seguramente en su padre; también yo pensé en él. Por mi parte, tengo al menos el ánimo tranquilo cuando estoy en la escuela, porque sé que mi padre está en casa, sentado a su mesa, lejos de todo peligro; pero ¡cuántos de mis compañeros pensarán que sus padres trabajan sobre un alto puente o cerca de las ruedas de una máquina y que sólo un gesto o un paso en falso les puede costar la vida! Son como otros tantos hijos de soldados que tienen a sus padres en la guerra. El albañilito miraba y remiraba temblando cada vez más, y, al advertirlo mi padre, le dijo:
—Vete a casa, muchacho, vete a escape con tu padre, a quien encontrarás sano y tranquilo; anda.
El hijo del albañil se marchó, volviendo la cara hacia atrás a cada paso que daba. Entretanto la multitud se puso en movimiento, y la pobre mujer destrozaba el corazón gritando:
—¡Está muerto! ¡Está muerto! ¡Está muerto!
—No, no está muerto —le decían todos.
Ella no hacía caso y se arrancaba los cabellos. Oigo en esto una voz indignada que dice:
—¡Te ríes!
Era un hombre con barba que miraba cara a cara a Franti, el cual seguía sonriendo. El hombre, entonces, de un cachetazo le arrojó la gorra al suelo, diciendo:
—¡Descúbrete, mal nacido! ¡Pasa un herido del trabajo!
Toda la multitud había pasado ya, y se veía en la calle un largo reguero de sangre.