El prisionero

Viernes, 17

He aquí el suceso quizá más extraño de todo el año.

En la mañana de ayer me llevó mi padre a los alrededores de Moncalieri para ver una casa que quería tomar en renta durante el próximo verano, porque este año no vamos a Chieri. Tenía las llaves de la finca el maestro, que, aparte de su labor escolar, llevaba la administración de los bienes del dueño. Nos hizo ver la casa y luego nos acompañó a su despacho, donde nos obsequió con unas copas.

Sobre la mesa escritorio había un tintero de madera, de forma cónica, tallado de forma singular. Viendo que mi padre lo miraba, le dijo el maestro:

—Ese tintero es algo preciado para mí. ¡Si usted supiese su historia…! —Y nos la refirió:

—Hace algunos años, siendo yo maestro en Turín, fui a dar clase todo un invierno a los presos de la cárcel. Explicaba las lecciones en la capilla del establecimiento penitenciario, una estancia redonda, de paredes altas y desnudas con muchas ventanitas cuadradas, cerradas por dos barras de hierro cruzadas, cada una de las cuales daba al interior de una reducida celda. Explicaba las lecciones paseando por la fría y oscura capilla, estando los alumnos asomados por sus correspondientes agujeros, con sus cuadernos apoyados en los hierros, sin que se les viera más que los rostros entre sombras, unas caras escuálidas y ceñudas, con barbas enmarañadas y grises, con ojos fijos de homicidas y ladrones. Entre todos, en el número 78, había uno que prestaba mayor atención, estudiaba mucho y me miraba con muestras de respeto y hasta de gratitud. Era un joven de barba negra, más desgraciado que malvado, un ebanista que, en un momento de arrebato, había dado con un cepillo a su patrón, que desde algún tiempo le perseguía de mil maneras, dejándole mortalmente herido, por lo cual le habían condenado a varios años de reclusión. En tres meses aprendió a leer y escribir, y no cesaba de leer; cuanto más aprendía tanto más parecía que se hacía mejor y se arrepentía de su delito. Un día, al terminar la clase, me hizo señas para que me acercase a su ventanita, y me dijo con tristeza que al día siguiente lo sacarían de Turín para llevarlo a Venecia a terminar de cumplir su reclusión. Después de darme el adiós de despedida me suplicó con acento sumiso y conmovido que le dejase tocar mi mano. Yo se la alargué y él me la besó. Me dio las gracias y desapareció. Cuando retiré la mano comprobé que estaba cubierta de lágrimas. Desde entonces lo perdí de vista. Pasaron seis años. Lo que menos pensaba yo era en aquel desventurado, cuando ayer por la mañana veo que se presenta en mi casa un desconocido, con gran barba negra, un poco entrecana y pobremente vestido.

—¿Es usted —me dijo— el maestro que daba clase en la cárcel de Turín?

—El mismo. Pero, ¿quién es usted? —le pregunté.

—Yo soy —me dijo— el preso del número 78. Usted me enseñó a leer y escribir hace ahora seis años. Si se acuerda, en la última lección me dio usted su mano; ahora, que he cumplido la condena, vengo a verle… y le ruego que haga el favor de aceptar un recuerdo mío, una baratija que he hecho en la cárcel. ¿Quiere recibirla como recuerdo mío, señor maestro?

Me quedé sin saber qué decir. El creyó que no quería aceptar el regalo, y me miró como queriendo decirme: «¡Seis años de padecimientos no han bastado, pues, para purificar mis manos!». Fue tal y tan vivo el dolor de su mirada, que tendí la mano y tomé inmediatamente lo que me traía. Y aquí lo tiene.

Examinamos atentamente el tintero; parecía haber sido trabajado con la punta de un clavo, a fuerza de grandísima paciencia. Tenía tallada una pluma atravesando un cuaderno y aparecía escrito a su alrededor: «A mi maestro. Recuerdo del número 78. ¡Seis años!». Y por debajo, en pequeños caracteres: «Estudio y esperanza»… El maestro no dijo nada más y nos marchamos.

En todo el trayecto, desde Moncalieri a Turín, yo no podía quitarme de la cabeza aquel preso asomado a la ventanita, el adiós de despedida, el tintero labrado en la cárcel, que tantas cosas revelaba. Por la noche soñé con él y esta mañana todavía pensaba que lo tenía delante… ¡Cuán lejos estaba de imaginar la sorpresa que me esperaba en la escuela! Entretanto apenas me había colocado en mi nuevo banco, junto a Derossi, después de copiar el problema de Matemáticas para el examen mensual, conté a mi compañero toda la historia del preso y del tintero, refiriéndole cómo estaba hecho, con la pluma atravesando el cuaderno y la inscripción grabada a su alrededor: «¡Seis años!». Derossi se sobresaltó ante semejantes palabras y empezó a mirar tan pronto a mí como a Crossi, el hijo de la verdulera, que estaba en el banco de delante, dándonos la espalda, enteramente absorto en el problema.

—¡Cállate! —me dijo en voz baja, cogiéndome un brazo—. Crossi me dijo anteayer que había visto por casualidad un tintero de madera en las manos de su padre, recién llegado de América; un tintero cónico, hecho a mano, con un cuaderno y una pluma. ¡Es el mismo del que me has hablado! «¡Seis años!». El decía que su padre estaba en América, pero lo cierto es que se hallaba en la cárcel. Crossi era muy pequeño cuando se cometió el delito; no lo recuerda. Su madre le ha venido engañando, y él no sabe nada. ¡Pero que no se te escape ni una sola palabra de esto! Yo me quedé sin habla, mirando fijamente a Crossi. Derossi resolvió el problema y lo pasó a Crossi por debajo del banco. Le entregó una hoja de papel, le quitó de las manos El enfermero del Tata, cuento mensual que el maestro le había dado a copiar, para escribirlo él; le regaló plumas, le dio unos golpecitos cariñosos en la espalda, me hizo prometer bajo palabra de honor que no diría nada a nadie y, cuando salimos de clase, me dijo apresuradamente:

—Ayer vino su padre por él; seguramente habrá venido ahora a esperarlo; tú haz lo que haga yo.

Al salir a la calle, vimos que, efectivamente, estaba el padre de Crossi en lugar algo separado. Era un hombre de barba negra, con algunas canas, mal vestido, de semblante pálido y pensativo. Derossi estrechó la mano de Crossi, para que le viese, y le dijo en voz alta:

—Hasta mañana, Crossi —y le pasó la mano por debajo de la barbilla. Yo hice lo mismo. Pero Derossi, al hacer aquello, se puso rojo como una amapola, y yo también. El padre de Crossi nos miró atentamente, con ojos de benevolencia, pero en ellos se traslucía una expresión de inquietud y de sospecha, que nos heló el corazón.

Corazón
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