Coretti, un compañero de clase
Domingo, 13
Mi padre me perdonó, aunque yo me quedé bastante triste, y mi madre me mandó a dar un paseo con el hijo mayor del portero. A mitad del paseo, cuando estábamos cerca de un carro parado delante de una tienda, oigo que me llaman por mi nombre, y me vuelvo.
Era Coretti, mi compañero de clase, con su jersey color chocolate y su gorra de piel, sudando y alegre, que llevaba un gran haz de leña al hombro. Un hombre subido al carro le echaba un brazado de leña vez por vez; él lo cogía y lo llevaba a la tienda de su padre, donde los iba amontonando de prisa y corriendo.
—¿Qué haces, Coretti? —le pregunté.
—Pues ya lo ves —respondió, tendiendo los brazos para recibir la carga—; repaso la lección.
Me hizo reír. Pero hablaba en serio, y después de coger la leña, empezó a decir corriendo:
—Llámense accidentes del verbo… sus variaciones según el número…, según el número y la persona —luego, echando y amontonando la leña— …según el tiempo…, según el tiempo al que se refiere la acción.
Y volviendo hacia el carro para recibir otro brazado:
—… según el modo con que se enuncia la acción.
Era nuestra lección de Gramática para el día siguiente.
—¿Qué quieres que haga? —me dijo—. Aprovecho el tiempo. Mi padre ha salido con el dependiente para cierto asunto; mi madre está enferma, y tengo que ocuparme de la descarga. Mientras tanto repaso la lección para mañana. Mi padre me ha dicho que estará aquí a las siete para pagarle a usted —dijo después al hombre del carro.
Al marcharse el carro, me dijo Coretti:
—Entra un momento al almacén.
Era un local bastante amplio, con montones de haces de leña recia y gavillas para encender. A un lado vi una romana.
—Hoy es día de mucho trabajo, te lo aseguro —añadió Coretti—; por eso tengo que hacer los deberes de clase a ratos y como pueda. Estaba escribiendo las oraciones gramaticales que nos ha mandado cuando tuve que parar para despachar lo que me pedía la gente. Al reanudar el trabajo, se ha presentado el carro. Esta mañana ya he ido dos veces al mercado de leña, que está en la plaza de Venecia. Tengo las piernas que no me las siento, y las manos hinchadas. Menos mal que no he de hacer ningún dibujo. ¡Para eso estoy yo ahora! —y mientras hablaba iba barriendo las hojas secas y las pajillas que rodeaban el montón.
—¿Y dónde haces los deberes, Coretti? —le pregunté.
—Aquí no, desde luego —respondió—; ven a verlo.
Enseguida me llevó a una habitación en el interior del almacén, que servía de cocina y de comedor, con una mesa a un lado, donde había libros y cuadernos y estaba el trabajo empezado.
—Precisamente aquí —dijo— he dejado en el aire la segunda respuesta: con el cuero se hacen zapatos, cinturones…; ahora añadiré maletas. —Y, tomando la pluma, se puso a escribir con su buena caligrafía.
—¿No hay nadie? —se oyó gritar en aquel instante a la entrada del almacén.
—Allá voy —respondió Coretti. Y saltó de allí. Pesó la leña, la cobró y corrió a un lado para apuntar la venta en un cuaderno. Después volvió a su trabajo escolar, diciendo:
—A ver si me dejan acabar el período. —Y escribió: bolsas de viaje y mochilas para los soldados.
—¡Ay! ¡Se me está saliendo el café! —gritó de pronto y corrió al fogón para apartar la cafetera del fuego. Luego añadió—: Es el café para mamá; he tenido que aprender a hacerlo. Espera un poco y se lo llevaremos; así te verá y se alegrará. Hace siete días que está en cama. ¡Accidentes del verbo! Siempre me quemo los dedos con esta dichosa cafetera. ¿Qué he de poner después de las mochilas para los soldados? Hace falta más, pero no se me ocurre de momento. Ven a ver a mamá.
Abrió una puerta y entramos en otro aposento pequeño, donde estaba la madre de Coretti en una cama grande, con un pañuelo blanco en la cabeza.
—Aquí tienes tu café, mamá —dijo Coretti, ofreciéndole la taza—. Este chico es un compañero mío de la escuela.
—¡Cuánto me alegro! —me dijo la mujer—; acostumbras a visitar a los enfermos, ¿no es verdad?
Entretanto Coretti arreglaba las almohadas que tenía su madre por detrás, componía la ropa de la cama, atizaba el fuego y echaba al gato de la cómoda.
—¿Quieres algo más, mamá? —preguntó después, al retirar la taza—. ¿Te has tomado las dos cucharaditas de jarabe? Cuando no quede, haré una escapada a la farmacia. La leña ya está descargada. A las cuatro pondré la carne a cocer, como me has dicho, y, cuando pase la mujer de la mantequilla, le daré su dinero. Todo se hará: Tú no tienes que preocuparte.
—Gracias, hijo mío —respondió la mujer—; mi pobre hijo —añadió— está en todo.
Quiso que tomara un terrón de azúcar, y luego Coretti me enseñó el retrato de su padre en una foto colocada en un cuadrito con marco, ostentando en el pecho la medalla al mérito, que ganó en 1866, sirviendo en la división del príncipe Humberto. Tenía la misma cara del hijo, con sus ojos vivarachos y su sonrisa tan simpática.
Volvimos a la cocina.
—Ya me acuerdo de otra cosa que faltaba —dijo Coretti, y añadió en el cuaderno: también se hacen guarniciones para los caballos—. Lo demás lo haré esta noche; me acostaré algo tarde. ¡Dichoso tú que dispones de todo el tiempo que quieres para estudiar, y aún te sobra para ir de paseo!
Siempre está contento y dispuesto para el trabajo. En cuanto entramos en la tienda-almacén, empezó a poner trozos de leña gruesa en el caballete y a serrarlos por la mitad, diciendo entretanto:
—¡Esto sí que es gimnasia y no los movimientos de brazos que hacemos en la escuela! Quiero que cuando regrese mi padre encuentre toda esta leña serrada; se alegrará. Lo malo es que, después de este trabajo, hago unas tes y unas eles que, como dice nuestro maestro, parecen serpientes. ¿Qué quieres? Le diré que he tenido que mover los brazos. Lo importante es que mi madre se ponga bien pronto, eso sí. Hoy, gracias a Dios, está bastante mejor. La Gramática la estudiaré mañana al levantarme. ¡Ah, ahora viene el carro con los troncos! ¡Al trabajo!
Un carro cargado de troncos se detuvo ante el almacén. Coretti salió para hablar con el hombre que lo conducía y luego volvió.
—Ahora no puedo hacerte compañía —me dijo—, así es que hasta mañana. Has hecho bien en venir a verme. ¡Buen paseo, Enrique! ¡Dichoso tú!
Nos estrechamos las manos, corrió a cargar el primer tronco y empezó a hacer viajes del carro al almacén y viceversa, con su cara sonrosada, su gorrita de piel en la cabeza, siempre tan vivo que da gusto verlo.
«¡Dichoso tú!», me había dicho. Ah, no, Coretti, tú tienes mayor dicha, porque eres más útil a tu padre y a tu madre, cien veces mejor que yo, y un chico de mucho valor, querido compañero mío.