Clases nocturnas
Jueves, 2
Anoche me llevó mi padre a ver las clases nocturnas de nuestra sección Baretti. Estaban ya las aulas iluminadas y los obreros empezaban a entrar.
Al llegar vimos que el Director y los maestros estaban disgustados porque poco antes habían roto de una pedrada el cristal de una ventana. El bedel había salido inmediatamente, atrapando a un muchacho que pasaba; pero en el mismo momento se presentó Stardi, que vive enfrente de la escuela, diciendo:
—Éste no ha sido. El culpable es Franti, que tiró la piedra y me dijo: «¡Ay de ti como digas algo!». Pero yo no le tengo miedo.
El Director dijo que Franti quedaría definitivamente expulsado. Entretanto se iba fijando en los obreros que entraban por parejas o en grupitos de a tres, habiendo ya en las clases más de doscientos.
¡Nunca me había imaginado que fuese tan digna de verse una escuela nocturna! Había muchachos de doce años en adelante, y hombres con barba que volvían del trabajo, llevando libros y cuadernos. Eran carpinteros, fogoneros con la cara ennegrecida, albañiles con las manos blancas, mozos de panadería con el pelo enharinado; se notaba olor a barniz, a cuero, a pez, olores de todos los oficios. También entró un grupo de obreros de la Maestranza de Artillería, uniformados, mandados por el cabo. Todos ocupaban seguidamente su sitio en los bancos, quitaban el travesaño donde nosotros ponemos los pies y enseguida inclinaban su cabeza sobre el trabajo escolar. Algunos se acercaban al maestro para pedirle explicaciones, llevando los cuadernos abiertos. Vi al maestro joven y bien vestido, al que llaman «el abogadillo», con tres o cuatro obreros alrededor de su mesa, y hacía correcciones con la pluma; también estaba allí el maestro cojo, que se reía con un tintorero que le había llevado un cuaderno manchado de tinta roja y azul. Asimismo daba clase mi maestro, ya curado, que mañana volverá a encargarse de nosotros.
Las puertas de las aulas estaban abiertas. Me quedé admirado cuando empezaron las clases viendo lo atentos y quietos que estaban todos, oyendo sin pestañear las explicaciones de los maestros, a pesar de que, según nos dijo el Director, la mayoría no había ido a casa a comer algo, por lo que debían sentir hambre.
Los pequeños, al cabo de media hora de clase, daban cabezadas y algunos incluso se dormían. El maestro les despertaba haciéndoles cosquillas en las orejas. Los mayores, no; estaban muy despiertos, escuchando con la boca abierta, sin moverse lo más mínimo. Me causaba admiración ver en nuestros bancos a hombres barbudos.
Subimos al piso de arriba, corrí a la puerta de mi clase y vi sentado en mi sitio a un hombre de grandes bigotes, que llevaba una mano vendada, que tal vez se habría lastimado accionando alguna máquina o herramienta; pero con todo se esforzaba por escribir, aunque muy despacio. Lo que más me gustó ver fue que el puesto del albañilito lo ocupaba precisamente su padre, el albañil tan corpulento como un gigante, que apenas cabía sentado, con la barbilla sobre los puños y la vista en el libro, con una atención muy intensa, sin que se le oyera respirar. Y no era una casualidad que estuviese allí, puesto que ya había dicho al Director la primera noche:
—Señor Director, le agradecería que me pusiese en el mismo sitio de mi «hocico de liebre» —pues así es como siempre llama a su hijo.
Mi padre me tuvo allí hasta el final, y vimos en la calle muchas mujeres con los niños abrazados al cuello que esperaban a sus maridos, y, cuando éstos salían, se hacía el cambio: los hombres tomaban en sus brazos a las criaturas y las mujeres llevaban los libros y cuadernos hasta el propio domicilio. La calle permaneció algún tiempo llena de gente y de ruido. Después todo quedó nuevamente en silencio, y no distinguimos ya más que la figura alta y cansada del Director, que se alejaba.