El número 78
Miércoles, 8
Ayer tarde estuve presenciando una escena conmovedora. Hacía algún tiempo que la verdulera miraba a Derossi con expresión de singular afecto cada vez que pasaba cerca de él, y todo porque el muchacho demuestra mayor cariño a su hijo después de haberse enterado de la procedencia del tintero de madera y de lo ocurrido con su marido, el preso número 78. Derossi ayuda, efectivamente, a Crossi, el pelirrojo del brazo inmóvil, en los trabajos de escuela le apunta las respuestas, le da papel, pluma y lápices, en suma, se porta con él como un buen hermano para compensarlo, quizá, de la desgracia de su padre, que ha repercutido en él, aunque sin percatarse de tan triste realidad. De tal modo le miraba la verdulera de un tiempo a esta parte, que parecía querer dejar los ojos en él, por lo agradecida que le está. Y es que la buena mujer vive pendiente de su infortunado hijito y se siente la mar de reconocida a Derossi. Mas como quiera que éste es de familia acomodada y el primero de la clase, lo considera poco menos que como a un rey y a un santo, sintiendo por eso cierto reparo en hablarle.
Pero ayer por la mañana por fin se decidió, le detuvo delante de una puerta y le dijo:
—Discúlpeme, señorito. Usted, que es tan bueno y que tanto quiere a mi hijo, tenga la bondad de aceptar este pequeño obsequio de una madre infortunada.
Y, acto seguido, sacó de la cesta de las verduras una cajita de cartón, blanca y dorada. Derossi se puso rojo y rehusó el presente, diciendo con resolución:
—Désela a su hijo; no quiero nada.
La mujer quedó mortificada y pidió perdón, balbuceando:
—No creía que podía ofenderle… Es una cajita de caramelos.
Derossi repitió su negativa moviendo la cabeza. Entonces ella sacó con timidez de la cesta un manojo de rabanitos, y le dijo:
—Acepte por lo menos esto. Son unos rabanitos muy frescos, que seguramente le gustarán a su mamá.
Derossi se sonrió y repuso:
—Muchas gracias, señora; pero ya le he dicho que no quiero recibir nada. Continuaré haciendo lo que pueda por Crossi, sin que usted tenga que darme cosa alguna por ello.
—¿No se habrá ofendido usted? —le preguntó la verdulera con ansiedad.
—¡Qué va, buena mujer! —le contestó sonriéndo, mientras ella exclamaba con alegría:
—¡Qué muchacho más bueno!
Con esto parecía haber terminado el asunto. Sin embargo, por la tarde, a las cuatro, en vez de la madre, se acercó a Derossi el padre de Crossi, con su cara tristona y melancólica. Por la forma que le miró comprendí enseguida que sospechaba que Derossi estaba enterado de su secreto, y le dijo con voz triste y afectuosa:
—Usted quiere mucho a mi hijo… ¿puedo saber por qué?
Derossi se ruborizó. Habría querido responderle: «Le quiero por lo desventurado que es, porque usted mismo ha sido más desgraciado que culpable; ha expiado cumplidamente su delito y es un hombre de buen corazón». Pero le faltó valor, porque en el fondo sentía temor y casi repugnancia ante aquel hombre que había atacado a otro y pasado seis años en presidio. El lo adivinó todo y, bajando la voz, dijo al oído, y casi temblando, a Derossi:
—Quieres a mi hijo… No desprecias a su padre, ¿no es verdad?
—¡Ah, no, no! ¡Todo lo contrario! —exclamó Derossi en un arranque de su buen corazón.
El hombre tuvo entonces la intención de darle un abrazo; pero no se atrevió, limitándose a tomar entre sus dedos uno de los dorados rizos del chico, acariciándolo. Luego se alejó, mas en cuanto hubo dado unos pasos se volvió, se llevó la mano a la boca y la besó mirando a Derossi con los ojos humedecidos, para expresarle que le enviaba aquel beso. Después tomó de la mano a su hijito y ambos desaparecieron con rapidez.