El taller

Sábado, 18

Ayer vino Precossi a recordarme que tenía que ir a ver su taller, que está en lo último de la calle, y esta mañana, al salir con mi padre, hice que me llevase allí un momento. Según nos íbamos acercando al taller, vi que salía de allí Garoffi corriendo con un paquete en la mano, haciendo ondear su gran capa, que tapaba las mercancías. ¡Ah! ¡Ahora ya sé dónde atrapa las limaduras de hierro, que vende luego por periódicos atrasados, ese traficante de Garoffi! Asomándonos a la puerta vimos a Precossi sentado en un montón de ladrillos: estaba estudiando la lección con el libro sobre las rodillas. Se levantó inmediatamente y nos hizo pasar; era un cuarto grande, lleno de polvo de carbón, con las paredes cubiertas de martillos, tenazas, barras, hierros de todas formas; en un rincón ardía el fuego de la fragua, en la que soplaba el fuelle tirado por un muchacho. Precossi padre estaba cerca del yunque, y el aprendiz tenía una barra de hierro metida en el fuego.

—¡Ah! ¡Aquí tenemos —dijo el herrero, apenas nos vio, quitándose la gorra— al guapo muchacho que regala ferrocarriles! Ha venido a ver trabajar un rato, ¿no es verdad? Será usted servido. —Y diciendo así, sonreía; no tenía ya aquella cara torva, aquellos ojos atravesados de otras veces. El aprendiz le presentó una larga barra de hierro enrojecida por la punta y el herrero la apoyó sobre el yunque. Iba a hacer una de las barras con voluta que se usan en los antepechos de los balcones. Levantó un gran martillo y comenzó a golpear, moviendo la parte enrojecida para ponerla, ora de un lado, ora de otro, sacándola a la orilla del yunque, o introduciéndola hacia el medio, dándole siempre muchas vueltas; y causaba maravilla ver cómo, bajo los golpes veloces, precisos del martillo, el hierro se encorvaba, se retorcía y tomaba poco a poco la forma graciosa de la hoja rizada de una flor, cual si fuera canuto de pasta modelada con la mano.

El hijo entretanto nos miraba con cierto aire orgulloso, como diciendo: «¡Mirad cómo trabaja mi padre!».

—¿Ha visto cómo se hace, señorito? —me preguntó el herrero, una vez terminado y poniéndome delante la barra, que parecía el báculo de un obispo. La colocó a un lado y metió otra en el fuego.

—En verdad que está bien hecha —le dijo mi padre; y prosiguió—: ¡Vamos!… Ya veo que se trabaja, ¿eh? ¿Ha vuelto la gana?

—Ha vuelto, sí —respondió el obrero limpiándose el sudor y poniéndose algo encendido—. ¿Y sabe quién la ha hecho volver? —Mi padre se hizo el desentendido—. Aquel guapo muchacho —dijo el herrero, señalando a su hijo con el dedo—; aquel buen hijo que está allí, que estudiaba y honraba a su padre, mientras que su padre andaba de pirotecnia y lo trataba como a una bestia. Cuando he visto aquella medalla… ¡Ah, chiquitín mío, alto como un cañamón, ven acá que te mire un poco esa cara! —El muchacho se precipitó hacia su padre; y éste le asió y le puso en pie sobre el yunque y sosteniéndole por debajo de los brazos, le dijo—: Limpia un poco el frontispicio a este animalón de papá.

Entonces Precossi cubrió de besos la cara ennegrecida de su padre hasta ponerse también él enteramente negro.

—Así me gusta —dijo el herrero y lo puso en tierra.

—¡Así me gusta, Precossi! —exclamó mi padre con alegría.

Y habiéndonos despedido del herrero y de su hijo, salimos. Al retirarnos, Precossi me dijo:

—Dispénsame —y me metió en el bolsillo un paquete de clavos; le invité para que fuera a ver las máscaras a casa.

—Tú le has regalado tu tren —me dijo mi padre por el camino—; pero aún cuando hubiese estado lleno de oro y perlas, hubiera sido pequeño regalo para aquel hijo que ha rehecho el corazón de su padre.

Corazón
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