Ultimo día de carnaval

Martes, 21

¡Qué escena más impresionante presenciamos hoy en el desfile de las máscaras! Terminó bien, pero podía haber ocurrido una desgracia. En la plaza de san Carlos, decorada con banderolas y festones amarillos, rojos y blancos, se apiñaba una gran multitud; daban vueltas máscaras de todo color; pasaban carrozas doradas y aguirnaldadas, llenas de colgaduras, en forma de escenarios y de barcas, ocupadas por arlequines y guerreros, cocineros, marineros y pastorcillas; entre tanta confusión no se sabía a dónde mirar; un estrépito ensordecedor de trompetas, cuernos y platillos; las máscaras de las carrozas bebían y cantaban, apostrofando a la gente de la calle y a la de las ventanas, que respondían hasta desgañitarse, y se tiraban con furia naranjas, confetti y serpentinas. Por encima de las carrozas y de la multitud, hasta donde alcanzaba la vista, se veían ondear banderolas, brillar cascos, tremolar penachos, agitarse cabezudos de cartón piedra, gorros gigantescos, trompas enormes, armas extravagantes, tambores, castañuelas, gorros rojos y botellas; todos parecían locos.

Cuando nuestro carruaje entró en la plaza iba delante de nosotros una magnífica carroza, tirada por cuatro caballos con gualdrapas bordadas de oro, llena de guirnaldas de rosas artificiales, y en la que iban catorce o quince jóvenes disfrazados de caballeros de la corte de Francia, con brillantes trajes de seda, peluca blanca rizada, sombrero de pluma bajo el brazo y espadín, luciendo en el pecho muchos lazos y encajes.

Todos cantaban a coro una cancioncilla francesa, arrojaban dulces, confetti y serpentinas a la gente, y ésta aplaudía y lanzaba exclamaciones jubilosas. De pronto vimos que un hombre, situado a nuestra izquierda, levantaba sobre las cabezas de la multitud a una niña de cinco o seis años, que lloraba desconsoladamente, agitando los brazos como acometida por ataques convulsivos.

El hombre se abrió paso hacia la carroza; uno de los que iban en ella se inclinó, y el hombre dijo en voz alta:

—Tome a esta niña, que ha perdido a su madre entre la gente; téngala en brazos; su madre no debe estar lejos, y la verá; creo que es lo mejor que puede hacerse.

El de la carroza tomó a la niña en brazos; todos los demás dejaron de cantar; la niña chillaba y manoteaba; el joven se quitó la careta y la carroza prosiguió su marcha con lentitud.

Mientras tanto, según nos dijeron después, en el extremo opuesto de la plaza, una afligida mujer, medio enloquecida, se abría paso entre la multitud a codazos y empellones, gritando:

—¡María! ¡María! ¡María! ¿Dónde está mi hijita? ¡Me la han robado! ¡Habrá muerto pisoteada!

Hacía un cuarto de hora que se hallaba en aquel estado de desesperación, yendo hacia un lado y otro, apretujada por la gente, que, a duras penas, lograba abrirle paso.

El de la carroza, entretanto, no cesaba de estrechar contra las cintas y los bordados de su pecho a la desconsolada niña, girando su mirada por la plaza y tratando de aquietar a la pobre criatura, que se tapaba la cara con las manos, sin saber dónde se hallaba y sin parar de llorar.

El que la llevaba estaba desconcertado; aquellos gritos le llegaban al alma; los otros ofrecían a la niña naranjas y dulces; pero ella todo lo rechazaba, cada vez más asustada y convulsa.

—¡Busquen a su madre! —gritaba el de la carroza a la multitud—. ¡Busquen a su madre!

Todos se volvían a derecha e izquierda, pero la madre no aparecía. Por fin a unos pasos de la entrada de la calle de Roma, una mujer se lanzaba hacia la carroza… ¡Jamás la olvidaré! No parecía persona humana: tenía la cabellera suelta, la cara desfigurada y el vestido roto. Se lanzó hacia adelante, dando un grito que no se sabía si era de gozo, de angustia o de rabia, y alzó las manos como dos garras para asir a su hijita. La carroza se detuvo.

—¡Aquí la tiene! —dijo el que la llevaba, entregándole la niña, después de haberle dado un beso; y la puso en los brazos de su madre que la apretó fuertemente contra su pecho… Pero una de las manecitas quedó por unos segundos entre las manos del joven, y éste, sacándose de la mano derecha un anillo de oro con un grueso diamante, lo puso con rapidez en un dedo de la niña.

—Toma —le dijo—, guárdate esto que podrá ser tu dote de esposa.

La madre se puso muy contenta, la gente prorrumpió en aplausos; el de la carroza y sus compañeros reanudaron el canto, y el vehículo prosiguió lentamente en medio de una tempestad de aplausos y de vítores.

Corazón
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