Poesía
Viernes, 26
Comienzas a entender la poesía de la escuela, Enrique; pero por ahora no ves la escuela más que por dentro: te parecerá mucho más hermosa y poética dentro de treinta años, cuando vengas a acompañar a tus hijos y la veas por fuera como yo la veo. Esperando la hora de salida, voy y vuelvo por las calles silenciosas que hay en derredor del edificio, y acerco mi oído a las ventanas de la planta baja, cerradas con persianas. En una ventana oigo la voz de una maestra que dice:
—¡Eh! ¡El rasgo de la ‘te’ no está bien, hijo mío! ¿Qué diría de él tu padre?…
En la ventana siguiente se oye la gruesa voz de un maestro que dicta con lentitud:
—Compró cincuenta metros de tela… a cuatro liras cincuenta centavos el metro…, los volvió a vender…
Más allá, la maestrita de la pluma roja lee en alta voz:
—Entonces, Pedro Micca, con la mecha encendida…
De la clase cercana sale como un gorjeo de cien pájaros, lo cual quiere decir que el maestro ha salido fuera un momento. Voy más adelante, y a la vuelta de la esquina oigo que llora un alumno, y la voz de la maestra que lo reprende y consuela. Por otras ventanas llegan a mis oídos versos, nombres de grandes hombres, fragmentos de sentencias que aconsejan la virtud, el amor a la patria, el valor. Siguen después instantes de silencio, en los cuales se diría que el edificio estaba vacío; parece imposible que allí dentro haya setecientos muchachos; de pronto se oyen estrepitosas risas, provocadas por una broma de algún maestro de buen humor… La gente que pasa se detiene a escuchar, y todos vuelven una mirada de simpatía hacia aquel hermoso edificio que encierra tanta juventud y tantas esperanzas.
Se oye luego de repente un ruido sordo, un golpear de libros y de carteles, un roce de pisadas, un zumbido que se propaga de clase en clase, y de arriba a abajo, como al difundirse de improviso una buena noticia: es el bedel que va a anunciar la hora. A este murmullo, una multitud de mujeres, hombres, chicas y chicos se aprieta a uno y otro lado de la salida para esperar a los hijos, a los hermanos, a los nietecillos; entretanto, de las puertas de las clases se deslizan en el salón de espera, como a borbotones, grupos de muchachos pequeños, que van a recoger sus capotitos y sombreros, haciendo con ellos revoltijos en el suelo, y brincando alrededor, hasta que el bedel los vuelve a hacer entrar uno por uno en clase. Finalmente, salen en largas filas y marcando el paso. Entonces comienza de parte de los padres una lluvia de preguntas: «¿Has sabido la lección?». «¿Cuánto trabajo te ha puesto?». «¿Qué tenéis para mañana?». «¿Cuándo es el examen mensual?».
Y hasta las pobres madres que no saben leer abren los cuadernos mirando los problemas y preguntan las notas que han tenido. «¿Solamente ocho?». «¿Diez, sobresaliente?». «¿Nueve, de lección?». Y se inquietan, y se alegran, y preguntan a los maestros, y hablan de programas y de exámenes. ¡Qué hermoso es todo esto; cuán grande y qué inmensa promesa para el mundo!
TU PADRE.