En el campo

Lunes, 19

Mi buen padre me perdonó una vez más, y me dio permiso para ir a la excursión que habíamos proyectado hacer el miércoles con el padre de Coretti, el vendedor de leña. Todos teníamos necesidad de respirar el aire de la colina.

Fue un placer. Ayer, a las dos de la tarde, nos reunimos en la plaza de la Constitución: Derossi, Garrone, Garoffi, Precossi, padre e hijo, y yo, con nuestras respectivas provisiones de fruta, salchichas y huevos duros; también llevábamos cantimploras y vasitos de hojalata. Garrone llevaba una calabaza con vino blanco; Coretti, la cantimplora de soldado de su padre, llena de vino tinto, y el pequeño Precossi, con su inseparable blusa de herrero, tenía bajo el brazo una hogaza de pan de dos kilos.

Fuimos en autobús hasta la Gran Madre de Dios, y luego, rápidamente, a pie por las colinas. Era una delicia disfrutar de tanto verdor, de sombra y frescura… Nos revolcábamos sobre la hierba, metíamos la cara en los arroyuelos y saltábamos por los vericuetos. Coretti padre nos seguía a gran distancia, con la chaqueta al hombro, fumando en su pipa, y de vez en cuando nos hacía señas con las manos para que tuviésemos cuidado y no nos rasgásemos los pantalones. Precossi silbaba; nunca le había oído silbar, y menos de tal manera. Coretti hijo hacía de todo por el camino; es un artista con su navajita de un dedo de larga; sabe hacer ruedecitas de molino, tenedores, barquitos… No sé cómo se las arregla; además, quería ayudar a llevar cosas de otros; tan cargado iba, que sudaba de lo lindo, pero no se quedaba atrás. Derossi se detenía a cada instante para decirnos los nombres de las plantas y de los insectos que encontrábamos a nuestro paso; no me explico cómo sabe tanto. Garrone, no podía ser de otra forma, no paraba de comer, pero caminaba en silencio; desde la muerte de su madre no parece el mismo, y ya no muestra la misma fruición de antes al mordisquear el pan. Pero continúa siendo tan bueno como siempre. Cuando alguno de nosotros tomábamos carrerilla para saltar un obstáculo, él se situaba al otro lado para tendernos las manos, y como quiera que a Precossi le daban miedo las vacas, porque de pequeño le había embestido una, Garrone se le ponía delante para protegerlo.

Subimos hasta Santa Margarita, y luego bajamos por la pendiente, dando saltos y echándonos a rodar. Precossi se enredó en una aliaga, se hizo un rasgón en la blusa y se quedó avergonzado con su jirón colgando; pero Garoffi, que siempre lleva alfileres en la chaqueta, se lo arregló de manera que casi no se advertía, mientras él no cesaba de decirle:

—¡Perdona, perdóname!

Garoffi no perdía el tiempo, mientras tanto: cogía hierbas para la ensalada, caracoles y cuantas piedrecitas relucían algo; se las guardaba en el bolsillo, pensando que quizás fuesen de oro o de plata.

Corríamos, saltábamos y nos echábamos a rodar, trepábamos a la sombra y al sol por todas las elevaciones y senderos, hasta que llegamos sin podernos tener de pie a lo más alto de una colina, donde nos sentamos o tumbamos sobre la hierba para merendar.

Desde allí se divisaba una llanura inmensa, viéndose al fondo los Alpes azulados, con sus cimas siempre blancas.

Teníamos un hambre atroz y el pan desaparecía como por encanto. Coretti padre nos daba lonchas de salchichón en hojas de calabaza. Empezamos a hablar de todo: de los maestros, de los compañeros que no habían podido participar en la excursión y de los exámenes. Precossi se avergonzaba algo de comer en presencia de los demás, y Garrone le ponía en la boca lo mejor de su fiambrera, haciéndoselo comer a la fuerza. Coretti estaba sentado junto a su padre, con las piernas cruzadas; más parecían dos hermanos que padre e hijo, viéndolos tan cerca al uno del otro, ambos con buen color, sonrientes y con los dientes blancos… El padre comía con gusto y apuraba los vasos que dejábamos a medias, diciéndonos:

—A los que estudiáis seguramente os hace daño el vino, pero los vendedores de leña lo necesitamos —Luego cogía por la nariz al hijo, lo zarandeaba y decía—: Muchachos, quered mucho a éste, que es un buen chico; ¡os lo digo yo!

Y todos reíamos, a excepción de Garrone.

—¡Qué lástima! —añadió—. Ahora estáis todos vosotros reunidos aquí, como buenos camaradas; pero dentro de unos años Enrique y Derossi serán, probablemente, abogados o profesores, u otra cosa por el estilo, y los otros trabajaréis en un comercio o en un oficio o Dios sabe en qué. Y entonces, ¡adiós compañerismo!

—¿Qué dice usted? —se apresuró a decir Derossi—. Para mí Garrone será siempre Garrone; Precossi, siempre Precossi, y los demás lo mismo, aunque llegase a emperador de Rusia. Donde estén ellos, iré yo.

—¡Bendito seas! —exclamó Coretti padre alzando la cantimplora—. ¡Así se habla, qué caramba! ¡Venga esa mano! ¡Vivan los buenos compañeros y viva también la escuela, que hace una sola familia de los que tienen y de los que no tienen bienes!

Todos tocamos con nuestros vasos su cantimplora y echamos el último trago. Se puso de pie, apurando la última gota, y luego gritó:

—¡Viva el Regimiento del cuarenta y nueve! Si alguna vez tuvieseis vosotros que luchar, a ver si os mantenéis tan firmes como estuvimos nosotros, muchachos.

Ya era bastante tarde, y emprendimos el camino de regreso cantando y correteando. A trechos íbamos con los brazos entrelazados. Llegamos al Po cuando empezaba a oscurecer y cruzaban el aire millares de pequeñas luciérnagas. Nos separamos en la plaza de la Constitución, después de haber acordado reunirnos todos de nuevo el domingo para ir al teatro Víctor Manuel a presenciar el reparto de premios a los alumnos de las escuelas nocturnas.

EMPRENDIMOS EL CAMINO DE REGRESO CANTANDO

¡Qué día más delicioso pasamos! ¡Con qué muestras de contento habría entrado en mi casa de no haberme cruzado con mi pobrecita antigua maestra en la escalera, cuando se marchaba! Como la escalera estaba a oscuras, al principio no me reconoció; pero luego me tomó ambas manos y me dijo al oído:

—¡Adiós, Enrique; acuérdate de mí!

Me di cuenta que lloraba. Subí y se lo dije a mi madre, la cual me respondió:

—Va a meterse en cama. —Después dijo con tristeza y mirándome fijamente—: Tu pobre maestra… está muy mal.

Corazón
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