El incendio
Jueves, 11
Esta mañana había terminado de copiar la parte que me correspondía del cuento De los Apeninos a los Andes, y estaba buscando un tema para la redacción que el maestro nos ha encargado, cuando oí un griterío insólito por la escalera, entrando poco después en casa dos bomberos, que pidieron a mi padre permiso para examinar las estufas y las chimeneas, porque se veía humo por los tejados sin saber de dónde procedía. Mi padre les dijo que revisasen lo que creyeran necesario y, aunque no teníamos nada encendido, ellos recorrieron las habitaciones, registrando las paredes, para comprobar si el fuego hacía ruido por el interior de las subidas de los otros pisos que comunicaban con las chimeneas de la casa.
Mientras iban por las habitaciones, me dijo mi padre:
—Ahí tienes, Enrique, un buen tema para tu composición: Los bomberos. Escribe lo que voy a contarte.
«Yo los vi trabajando una noche, hace dos años, cuando salíamos del teatro Balbo. Al entrar en la calle Roma, vi un resplandor desacostumbrado y mucha gente que corría. Se había declarado un incendio en una casa. Grandes llamaradas y nubes de humo salían por las ventanas y por encima del tejado. Hombres, mujeres y niños aparecían y desaparecían de nuestra vista lanzando gritos desesperados. Delante de la puerta gritaba la gente:
—¡Que se queman vivos! ¡Socorro! ¡Los bomberos!
En aquel momento llegó un coche; de él saltaron inmediatamente cuatro bomberos, los primeros que se encontraron en el Ayuntamiento, y se precipitaron al interior del edificio siniestrado.
Apenas habían entrado, vimos algo horroroso: una mujer se asomó, gritando, por una ventana del tercer piso; se agarró al antepecho, saltó y luego quedó colgando, como suspendida en el vacío, con la espalda fuera, encorvada bajo el humo y las llamas, que, saliendo de la habitación, casi le tocaban la cabeza.
La multitud lanzó un grito de horror. Los bomberos, que por equivocación se habían detenido en el segundo piso, requeridos por los aterrorizados inquilinos, habían derribado ya una pared, introduciéndose en un apartamento, cuando cientos de gargantas les gritaban:
—¡Al tercer piso! ¡Al tercer piso!
Subieron volando al tercer piso y pudieron apreciar una devastación infernal: vigas del techo que crujían, pasillos llenos de llamas y de un humo asfixiante… Para llegar a las habitaciones en que estaban los inquilinos encerrados, no había más camino que el tejado. Se echaron para adelante y un minuto después se vio como un fantasma negro saltar por las tejas entre el espeso humo. Era el jefe, que había llegado antes. Para ir a la parte del tejado que correspondía al cuartito cerrado por el fuego, tenía que pasar por un espacio muy reducido entre un alero y la fachada; todo lo demás se encontraba en llamas, y aquel estrecho pasillo estaba cubierto de nieve y de hielo, sin lugar dónde agarrarse.
—¡Es imposible que pase! —decía la gente que había en la calle.
El jefe de bomberos avanzó por el alero, y todos temblaban mirando y conteniendo la respiración. Pasó, y se oyó una gran ovación. El jefe reanudó la marcha y, al llegar al punto amenazado, empezó a romper furiosamente con un pequeño pico tejas y viguetas, para abrir un agujero por el que colarse al interior. Entretanto la mujer continuaba suspendida fuera de la ventana y las llamas le llegaban a la cabeza. Un minuto más y habría caído a la calle. En cuanto estuvo abierto el agujero, el jefe se quitó la banderola y descendió, siguiéndole los otros bomberos. En aquel instante llegaron otros bomberos con una altísima escalera, que apoyaron en la cornisa de la casa, delante de las ventanas por donde salían las llamas y locos alaridos. Pero creíamos que ya era demasiado tarde.
—¡Ninguno se salvará! —comentaba la gente—. ¡Los bomberos arden! ¡Esto se ha acabado! ¡Han muertos todos!
Mas de pronto apareció por la ventana de la esquina la negra figura del jefe, iluminada por las llamas de arriba abajo. La mujer se inclinó hacia él cuanto pudo, y el hombre la cogió con ambos brazos por la cintura, la subió y la metió a la habitación. La multitud dio un grito que superó el crepitar del incendio. Pero, ¿y los demás? ¿Cómo podrán bajar?
La escalera, apoyada en el tejado por delante de otra ventana, distaba bastante del sitio en que se precisaba. ¿Cómo podrían utilizarla? Mientras la gente se hacía tal pregunta, uno de los bomberos salió fuera de la ventana, puso el pie derecho en el alero y el izquierdo en la escalera, y de este modo, de pie y con el cuerpo al aire, fue cogiendo con sus brazos uno a uno a todos los inquilinos, que los otros le iban dando desde el interior; después los entregaba a otro compañero que había subido desde la calle y que los iba bajando uno a uno, ayudado por otros compañeros.
Primeramente pasó la mujer que había corrido mayor peligro, luego una niña, otra mujer y un anciano. Al fin todos quedaron a salvo. Tras el anciano descendieron los bomberos que habían quedado en el interior, haciéndolo en último lugar el jefe, que fue el primero en acudir.
La multitud los acogió a todos con salvas de aplausos, pero cuando apareció el primero de los salvadores, el que había afrontado antes que todos el abismo y que habría muerto si alguien hubiese tenido que perecer, el gentío lo saludó como a un triunfador, gritando y extendiendo los brazos en señal de afectuosa admiración y de gratitud. En unos instantes, su nombre, antes desconocido, José Robbino, se repetía en millares de bocas.
Eso es valor, Enrique, el valor del corazón que no razona ni vacila, y va derecho con los ojos cerrados a donde oye el grito de quien se muere. Un día te llevaré a los ejercicios de amaestramiento que realizan los bomberos, y te presentaré al jefe Robbino, porque creo que te gustará conocerlo, ¿no es así?.
Yo respondí que sí.
—Aquí lo tienes —dijo mi padre.
Yo me volví de repente. Los dos bomberos, una vez terminada la visita de inspección, cruzaban la habitación para salir de casa.
Mi padre me señaló al más bajo, que llevaba galones, y me dijo:
—Estrecha la mano al señor Robbino.
El aludido se detuvo y me dio la mano, sonriendo; yo se la estreché; él me hizo el saludo y se marchó.
—No olvides este momento —añadió mi padre—, porque de los millares de manos que estreches en tu vida, tal vez no haya ni diez que valgan como la suya.