La disputa
Lunes, 20
Puedo asegurar que no ha sido la envidia por haber recibido él un premio y yo no, el motivo de la disputa que esta mañana he tenido con Coretti. No ha sido por envidia, pero reconozco que he obrado mal.
El maestro le puso junto a mí. Yo estaba escribiendo en mi cuaderno de caligrafía; él me dio un empujoncito en el codo y me hizo echar un borrón hasta manchar el cuento mensual, Sangre romañola, que debía copiar para el albañilito, que está enfermo. Yo me enfadé y le dije una palabrota. El me contestó sonriendo:
—No lo he hecho adrede.
Debería haberle creído, pues le conozco bien; sin embargo, me desagradó que se sonriese y pensé: «Éste se siente orgulloso porque le han dado el premio»; y luego, para vengarme, le di un empujón que le estropeó la plana. Entonces, montando en cólera, me dijo:
—¡Tú sí que lo has hecho aposta! —Y levantó la mano, que retiró de inmediato porque le observaba el maestro. Pero añadió en voz baja—: ¡Te espero a la salida!
Yo me quedé mortificado, se me desvaneció la furia y me arrepentí en mi interior.
No; ciertamente no podía haberlo hecho Coretti con mala intención. Es buen muchacho, pensé. Me acordé de cómo le había visto en su casa trabajar, atender a su madre enferma y la alegría con que después le recibí en mi casa y la buena impresión que había causado a mi padre. ¡Cuánto habría dado por no haberle dicho aquella palabrota ni haberme portado tan soezmente con él! Me acordé del consejo de mi padre: «¿Has obrado mal? Pues pide perdón». Sin embargo no quería hacerlo, me avergonzaba tener que humillarme. Le miraba de reojo; veía la malla de su jersey abierta por la espalda, quizá de la mucha leña que había tenido que transportar, notaba que me inspiraba gran afecto, y decía para mí: «Ten valor»; pero la palabra «perdóname» se me quedaba en la garganta. El también me miraba de reojo, de vez en cuando, y me parecía que estaba más apesadumbrado que enfadado. Pero entonces yo le miraba con gesto adusto para darle a entender que no le tenía miedo. El me repitió:
—Nos veremos las caras cuando salgamos.
—Sí, nos las veremos —le contesté.
Pero pensaba en lo que me aconsejaba mi padre: «Si te ofenden, defiéndete; pero sin llegar nunca a pelearte». Y en conformidad con tal máxima pensaba, efectivamente, defenderme, pero sin pelearme a golpes y puñetazos. Sin embargo estaba muy nervioso y apesadumbrado, y ni siquiera seguía las explicaciones del maestro.
Por fin llegó el momento de salir. Cuando estuve solo en la calle vi que me seguía Coretti. Me detuve y le esperé con la regla en la mano. El se me acercó, yo levanté la regla en son de amenaza y él me dijo, sonriendo amablemente y apartándome la regla:
—No, Enrique; seamos tan amigos como antes.
Por un momento me quedé aturdido y sin saber qué hacer, pero luego, como si una mano me hubiese empujado por la espalda, me encontré entre sus brazos. El magnífico compañero me dio un beso y me dijo:
—Nada de enfados entre nosotros, ¿no te parece?
—Sí, tienes razón —le respondí.
Y nos separamos contentos.
Cuando llegué a casa y se lo conté todo a mi padre, creyendo que le agradaría, se enojó y me dijo:
—Tú debías haber sido el primero en tenderle la mano, puesto que habías faltado. —Luego añadió—: ¡No debiste usar la regla con un compañero mejor que tú, sobre el hijo de un antiguo soldado!
Y, tomándome la regla, la hizo dos pedazos y la tiró contra la pared.