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Entra en el jardín y llama a la puerta.
—No está cerrado —grito desde arriba.
Abre la puerta y entra.
—Aquí arriba —digo.
Da media vuelta y empieza a subir las escaleras. Llega al final de la escalera y se detiene.
Una puerta le cierra el paso.
Ve a mi madre tumbada en el suelo del dormitorio que da al patio.
Pasa por encima de la puerta que le cierra el paso.
Salgo.
Salgo del dormitorio que da al jardín.
Le clavo el cuchillo a través del abrigo.
A través del abrigo se lo hundo en el estómago.
—Hola —digo.
Saco el cuchillo y vuelvo a clavárselo.
Se lo clavo entre las costillas.
—Hola desde el duro asiento trasero del último autobús a casa, de parte de uno que se fue y vivió para contarlo, de parte de Barry Gannon y Eddie Dunford, de Derek Box y su amigo Paul, de mi amiga Clare y su hermana Grace, de Billy Bell y su pinta derramada, de John Dawson y su hermano Richard, de Donald Foster y Johnny Kelly, de Pat al que jodieron y dejaron tirado, de Jeanette Garland y de su mamá Paula, de Susan Ridyard y Clare Kemplay, de Hazel Atkins y todas las niñas desaparecidas en este mundo de mierda, de Graham Goldthorpe y su mujer Mary, de Janice Ryan y el malo Bobby Fraser, de Eric Hall y su mujer Libby, de Peter Hunter y el malvado Keb Drury, de Steve Arton y su hermano Clive, de Keith Lee y Kenny D., de los Dos Sietes y Joseph Rose, de Ronnie Angus y George Oldman, del encantador Bill Shaw y el pobre ciego Walter, del desgraciado Jack Whitehead y Ka Su Peng, del bar Strafford y del Hotel Griffin, de las comisarías de Millgarth y Wood Street, del Gaiety y de los dos St. Mary’s, de las autopistas y los aparcamientos, de los parques y los lavabos, de los ricos ociosos y los parados, de Maggie Thatcher y Michael Foot, del Partido Socialista de los Trabajadores y del Frente Nacional, del IRA y de la Asociación para la Defensa del Ulster, de Marks&Spencer y de C&A, de Tesco y de la Cooperativa, de todos los centros comerciales de esta tierra herida, de la mierda que venden y la mierda que compramos, de mi pobre madre y la cabrona de la Reina Madre, de los niños sin madre y las madres sin hijos, de la Pantera Negra y del Destripador de Yorkshire, de Liddle Towers y de Blair Peach[11], de los cadáveres negros en el Calder y en el Aire, de toda la carne muerta y de mis amigos muertos, de los bares y los clubs, de las alcantarillas y las estrellas, de las propinas y las fulanas viejas, de las damas de la noche y los chicos en los retretes, de los faros y las luces de freno, de la buena vida y de la mala vida, de las revistas guarras y los vídeos guarros, de los pozos silenciosos y las tetas en la página tres, de los nazis y los Angel Witch, de los polis de West Yorkshire y los tarados de sus amigos, de toda la mierda y todas las cosas que tenemos que ver, de los cadáveres amontonados en el suelo de los bares, del olor a pólvora mezclado con olor a cerveza, de las sirenas que llevan aullando diez largos años de sangre y miedo, de uno que se fue y no tuvo suerte, de Dachau a Belsen, de Auschwitz a Preston, de Wakefield a Leeds, de Stanley Royd y el puto norte, del puto West Riding, de Caperucita Roja, de la solución final y de la ira de Dios, de la iglesia de Cristo Abandonado y sus veintidós discípulos, de Michael Williams y Carol, la mujer de Jack, de las fotos y las cintas, de los asesinatos y las violaciones, de los susurros y los rumores, de los cánceres y los tumores, de los tejones, y los búhos, de los lobos y los cisnes…
Retuerzo el cuchillo:
—Esto es por todo lo que me has hecho, por todo lo que me has hecho ver, por todas las pollas que he chupado y todas las noches que he pasado sin dormir, por las voces en mi cabeza y el silencio de la noche, por el agujero en mi cráneo y las cicatrices en mi espalda, por las palabras escritas en mi pecho, por el niño que fui y los niños que vi, por Michael Myshkin y Jimmy Ash, por Johnny Piggott, el gordo, y por su hermano Pete, por Leonard Marsh y su padre, George, por todos los niños a los que te has follado y por sus padres que disfrutaban mirando, por sus cámaras en la mano y sus pollas en mi culo, por tu lengua en mi boca y tus mentiras en mis oídos, tus te quiero me quieres, por sus clavos en mis manos y los tuyos en mi cabeza, por ese cuchillo en mi corazón y éste en el tuyo.
—Adiós, Dragón.
Vuelvo a sacar el cuchillo…
Lo beso por última vez…
Y lo suelto…
Hacia atrás…
Escaleras abajo.
Con el pecho desnudo y empadado de sangre.
Me vuelvo y me veo en el espejo del baño:
Un agujero en la cabeza.
Protuberancias en la espalda.
Diez letras en mi pecho:
Un solo amor.
—¡Barry! —grita ella—. ¡Barry!
Lo sigo por las escaleras hasta la puerta principal.
La abro.
Maurice se acerca por el jardín.
Enciendo una cerilla.
Se detiene y me mira.
La tiro al suelo.
Nuestra casa empieza a arder.
Paso por encima del cadáver de Martin Laws.
Salgo a la lluvia roja, los focos blancos y las luces de policía azules.
He perdido las botas. Cruzo el jardín descalzo.
Con la cabeza inclinada, coronado, tiro el cuchillo y levanto la escopeta.