25

Entramos en Blenheim Road, St. John’s, Wakefield.

Grandes árboles con corazones tallados en la corteza que ya están perdiendo sus hojas en julio.

Grandes casas con sus corazones atravesados por apartamentos, que están perdiendo la pintura y las tuberías.

Entramos en Blenheim Road y vuelvo a sentirme lleno de odio.

Lleno de odio por Mandy la Mística, esa médium estafadora.

De odio por el tiempo perdido con esos bichos raros en fiestas y ferias.

De odio por Wally Heywood, George Oldman y Billy el Tejón.

De odio por quienes son y por lo que son.

Por lo que saben y no harán.

Pero sobre todo por este día.

Sábado, 19 de julio de 1969.

Lleno de odio a mí mismo.

Por quien soy y por lo que soy.

Por lo que sé y no haré:

(Una canción de cuna en dialecto local). Odio.

Aparcamos en Blenheim Road.

Los árboles grandes con corazones tallados en la corteza; las casas grandes con sus corazones atravesados por apartamentos.

Aparcamos y por fin digo:

—¿De qué cojones va esto, Bill?

Apesta a comida y a culpa.

—George cree que… —empieza a decir con voz pastosa.

—¿Desde cuándo te ha importado un carajo lo que George Oldman pueda creer?

—Maurice…

—Sabemos quién ha sido.

—¿De qué hablas?

—Quién se la llevó.

—No, no lo sabemos.

—Sí lo sabemos.

—No lo sabemos.

—Claro que lo sabemos, ¡no me jodas!

—Maurice, no es momento de pantomimas.

—¡Y una mierda!

—Que te den, Maurice —dice, y abre la puerta del coche.

(Odios locales). Salgo y cierro de un portazo.

Vamos andando hasta el número 28 de Blenheim Road.

Un árbol grande con corazones tallados en la corteza; una casa grande con el corazón atravesado por apartamentos.

Entramos en el jardín lleno de agujeros y agua estancada.

Con barro en los bajos de los pantalones, en los calcetines y en los zapatos: barro en el mes de julio.

George Oldman ya ha llegado y está esperando debajo del porche con un paraguas negro. Extiende la mano con la que sostiene un cigarrillo y saluda con la cabeza.

—Caballeros —dice.

—George —dice Bill.

Yo no tengo nada que decir.

—¿Subimos? —pregunta Bill.

—Será mejor que esperemos a Jack —dice George.

—¿Jack? —pregunto.

—Jack Whitehead —dice George.

—¡Me cago en todo!

—Yo creía que era tu amigo —dice Bill.

—Lo es, pero…

—Ha sido él quien ha organizado el encuentro —dice George. Y me da el Post del día.

Una médium alerta a la policía —leo en voz alta.

Sacudo la cabeza y le devuelvo el periódico a George. Miro el reloj.

Son más de la una.

Tiempo y más tiempo perdido.

—Habla del demonio —dice Bill.

El Jensen de Jack entra en el recinto del edificio. Aparca en diagonal y baja. Tiene la cara gris y los ojos rojos; otro que está cabreado. Echando chispas. Señala con la mano en la que sostiene el cigarrillo:

—Vaya, vaya, vaya. ¡Si son los chicos de azul!

—¿Es en el número 5, Jack? —pregunta George.

Jack asiente y tropieza.

(Aquí no hay ángeles locales). Se le cae el cigarro y lo recoge. Me da una palmada en la espalda.

Entramos en Blenheim Road 28, St. John’s, Wakefield.

En la casa grande con el corazón atravesado por apartamentos, que están perdiendo la pintura y las tuberías.

Entramos y subimos las escaleras hasta el apartamento número 5.

Los cristales de las ventanas sucios.

Subimos las escaleras hasta el apartamento número 5, en el primer piso.

El aire frío y húmedo; el aire sucio.

Jack llama a la puerta con los nudillos.

—Policía, encanto. Abre en nombre de la ley.

Bill me mira. Yo miro al suelo.

La puerta se abre un palmo, con la cadena puesta.

Entre la puerta de madera y el marco de madera asoma la cara pálida de una mujer muy guapa, con la cadena de metal en la boca.

—Soy Jack Whitehead. Éstos son los oficiales de los que te hablé.

La cara pálida y guapa asiente entre madera y madera.

La puerta se cierra un momento y vuelve a abrirse sin la cadena.

La mujer tiene poco más de treinta años. Lleva una blusa de seda blanca y una falda de lana oscura.

Es guapa de verdad.

(Belleza local). —Pasen, por favor— dice.

Entramos en el apartamento número 5 de Blenheim Road.

Un apartamento sin corazón.

Seguimos a la mujer por el pasillo en penumbra, decorado con cuadros oscuros, y entramos en una sala de estar amplia, con tapices persas en las paredes y telas persas en los asientos.

Apesta a pis de gato y a petunias.

Jack hace las presentaciones.

—Estos dos caballeros son los inspectores George Oldman y Bill Molloy, y éste es el inspector Maurice Jobson.

—Caballeros, ésta es la señorita Mandy Denizili, o…

—Mandy Wymer —sonríe la mujer mientras nos da la mano.

—Mandy la Mística —asiente Jack—. Como se la conoce profesionalmente.

La mujer mira a Jack. Suspira y señala el sofá y la butaca.

—Siéntense, por favor.

George se sienta en la butaca. Jack en un cojín, en el suelo. Bill y yo en el sofá.

La mesa baja, de madera tallada, se nos clava en las espinillas.

—¿Un té? —ofrece.

—Eso sería estupendo —sonríe George, mientras Bill y yo asentimos.

—Para mí no, guapa —dice Jack—. Yo no bebo de eso.

—Discúlpenme un minuto —dice. Y sale por otra puerta.

—¿Denizili? —le pregunta Bill a Jack.

—Su marido era turco.

Levanto la vista de las velas apagadas que hay sobre la mesa:

—¿Era?

—No en ese sentido —dice Jack.

Bill se ríe.

—¿Crees que sabrá quién va a ganar la carrera de las dos y media en York? —pregunta.

—Soy vidente, señor Molloy, no adivina —dice Mandy Wymer. Está en la puerta, con una bandeja en las manos.

—Perdone —dice Bill, levantando una mano con gesto de disculpa—. No pretendía ofender.

Mandy Wymer trae una tetera y unas tazas en la bandeja. La deja en la mesita y le sonríe a Bill:

—No me ha ofendido.

Tiene una sonrisa verdaderamente deliciosa.

George se sienta en el borde de la butaca.

—Jack nos ha dicho que tiene usted cierta información sobre la niña desaparecida en Castleford.

—Así es —responde, mientras le pasa su taza de té.

—¿Qué clase de información?

—Estamos desesperados —añado.

Me mira y sonríe. Nos pasa a Bill y a mí las tazas de té y se arrodilla al otro lado de la mesa de madera tallada.

—Soy vidente, caballeros —repite—. Y a veces oigo, veo y siento cosas que los demás no perciben.

Asentimos.

Tres polis observan a la mujer guapa arrodillada y Jack lucha para que no se le cierren los ojos. Bill sonríe de oreja a oreja.

—A veces también se da el caso de que el difunto habla a través de mí.

—¿Cree que Jeanette está muerta? —pregunta George.

Mandy Wymer no responde. Enciende una de las velas blancas y gruesas que hay encima de la mesa. Se levanta, se acerca a las grandes ventanas y cierra las cortinas color burdeos.

La habitación queda iluminada sólo por la luz de la vela. Vuelve a la mesa.

—Señorita Denizili… —dice Bill.

Ella levanta la mano en la penumbra.

—Por favor, señor Molloy…

—Pero…

Le pongo una mano a Bill en el brazo.

Mandy Wymer enciende otra vela. Y otra. Y otra.

—Ahora, por favor den la mano a la persona que está a su izquierda y cierren los ojos —dice.

Le da la mano derecha a George. George se la da a Bill. Bill a mí. Yo a Jack.

Jack se despierta sobresaltado y le da la mano a Mandy Wymer.

Los cinco nos inclinamos formando un círculo alrededor de la mesa y las velas, los números en un reloj.

(Hora local).

Es sábado, 19 de julio de 1969.

Blenheim Road, St. John’s, Wakefield.

Árboles grandes con corazones tallados en la corteza, que están perdiendo las hojas en julio.

Blenheim Road 28, St. John’s, Wakefield.

Una casa grande con el corazón atravesado por apartamentos, que están perdiendo la pintura y las tuberías.

Apartamento 5, Blenheim Road 28, en St. John’s, Wakefield.

Una sala grande con corazones oscuros que pierden el camino y la cabeza.

Cuadros oscuros y tapices persas en las paredes.

El olor a pis de gato y a petunias, al aliento de Bill y de Jack.

Tengo los ojos abiertos.

Veo subir y bajar los pechos de Mandy Wymer por debajo de la blusa de seda blanca.

Entre las sombras…

Sollozos leves, sollozos ahogados; está llorando…

Sus pechos suben y bajan entre…

Sus sombras…

Me mira a los ojos…

Suben y bajan…

Entre sus sombras…

Gruñe y enseña los colmillos de un carnívoro:

No hay peor sitio debajo de la tierra.

Los cadáveres y las ratas…

El dragón y el búho…

Los lobos también están allí, y un cisne…

El cisne muerto.

Eterno, este lugar es eterno;

Bajo la hierba que crece…

Entre las grietas y las piedras…

Esas alfombras tan bonitas…

Esperando a las demás debajo de la tierra.

Silencio.

Silencio y el círculo intacto:

No suelta la mano derecha de George, ni George la de Bill, ni Bill la mía, ni yo la de Jack.

Ni Jack la suya:

Blenheim Road, St. John’s Wakefield.

Árboles grandes con corazones tallados en la corteza, que están perdiendo las hojas en julio.

Blenheim Road 28, St. John’s, Wakefield.

Una casa grande con el corazón atravesado por apartamentos, que están perdiendo la pintura y las tuberías.

La sala grande, los corazones y los caminos perdidos, las cabezas perdidas.

Mis ojos abiertos.

Sollozos leves, sollozos ahogados; está llorando.

Me mira a los ojos.

Llorando.

El pecho agitado…

Entre sus sombras.

No es la primera vez que ocurre.

Lágrimas cavernosas.

Y está volviendo a ocurrir.

Lágrimas y luego…

Silencio.

El silencio, pero en la calle.

En la calle, detrás de las cortinas burdeos, de las ramas del árbol que dan golpes en el cristal de la ventana, sin hojas en julio.

Quieren entrar.

La quieren a ella.

La miro a los ojos.

Quiero soltarme de la mano de Bill y de la mano de Jack.

Inclinarme sobre la mesa.

Liberarla de las cadenas.

De las cárceles:

De la muerte inevitable que veo allí.

De esa voz terrible, atroz, que proclama, se jacta: NO SOY UN ÁNGEL

—¡NO SOY UN PUTO ÁNGEL!

Me mira a los ojos.

Llorando.

El pecho agitado…

Entre sus sombras.

En la época de la peste, la carne…

Dos cuervos negros comen en cubos de basura negros, arrancan la dulce carne de la mujer guapa…

Gritos que resuenan en la oscuridad mientras ella se arrastra con el culo por el pasillo, las piernas y los brazos extendidos, la falda levantada; sollozos asustados desde detrás de una puerta, ruido de muebles desplazados, de cómodas y armarios arrastrados hasta la puerta…

Una voz muy débil llega entre muchas capas de madera, una niña susurrándole a una amiga debajo las sábanas: «Háblales de las demás…».

Me levanto y me inclino sobre la mesa.

Tiro al suelo las tazas y la tetera…

La zarandeo.

—¿Quiénes son las demás? —grito.

Abre los ojos y me mira.

—Todas los demás, debajo de esas alfombras tan bonitas.

—¿Quién coño son las demás?

Bill y George se ponen en pie.

Apagan las velas.

Abren las cortinas. Jack escupe en la palma de la mano.

Yo grito.

Grito para traerla del abismo, del reino de los muertos: Un diciembre oscuro y frío abro la puerta de su dormitorio y la encuentro tirada en el suelo, fría, sin moverse.

Bill y George me sujetan.

Me alejan de ella.

Ella me empuja.

Me empuja y susurra:

—Por favor, dígales dónde están.

—¿Qué? —pregunto.

Estoy de pie, bajo la luz.

Pero a la luz…

A la luz muerta del día…

Veo que tengo heridas en el dorso de las manos.

(Heridas locales). Heridas que nunca se curarán.