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El teléfono no para de sonar y me pregunto dónde cojones está mi mujer y por qué coño no coge el teléfono que no para de sonar mientras me pregunto dónde cojones está mi mujer y por qué coño no coge el teléfono que no para de sonar y me pregunto dónde cojones está mi mujer y por qué no coge el puto teléfono que no para de sonar…
—Necesito verte.
—Te dije que no me llamaras aquí.
—¿Y adónde quieres que te llame? ¿Al trabajo?
—Ha sido un error, yo…
—Por favor, necesito…
Cuelgo. Voy al baño y me lavo las manos.
Me las lavo a conciencia.
Doy gracias a Dios por que mi mujer haya salido y los niños estén en el colegio.
Jueves, 23 de marzo de 1972.
Brotherton House, Westgate, Leeds:
En mi despacho, con la puerta cerrada con llave: Cigarrillos y un montón de periódicos:
En las portadas la bomba en la estación de Belfast y las conversaciones Heath-Faulkner.
En las páginas interiores el mayor bote de la historia en las apuestas futbolísticas de Littlewoods, el puto Jimmy Savile galardonado con la Orden del Imperio Británico.
Y por fin ella.
En la página 4:
Se amplía la búsqueda de Susan: Jack Whitehead, elegido mejor periodista de sucesos del año.
La misma foto desde hace dos días:
Con flequillo y dientes grandes.
A punto de cumplirse 72 horas.
Desaparecida.
Enciendo otro cigarrillo y descuelgo el teléfono.
—Con sucesos, por favor.
Espero.
—Jack Whitehead, por favor.
Espero.
—Jack Whitehead al habla.
—¿Jack? Soy Maurice Jobson.
—¿Maurice? ¿Y a qué debo este inesperado placer? ¿Tienes algo bueno para tu tío Jack?
—Más bien esperaba que tú tuvieras algo para mí.
—¿Ah sí?
Miro mi reloj.
—¿Dónde comes hoy?
—Donde siempre.
—¿En el Club de Prensa?
—Me han prohibido el acceso.
—¿Desde cuándo?
—Desde que tengo memoria. Ése es el problema.
—¿Y dónde te dejas la pasta entonces?
—¿Dónde me dejo la pasta? No pienso pagar por beber contigo.
—Las pintas no salen gratis, Jack. Tendrías que saberlo.
Le oigo encender un cigarrillo y soltar el humo.
—¿En el Duck and Drake?
—¿En el puto Duck and Drake? No me jodas, Jack.
—Si lo frecuentaras más a menudo, Maurice, no tendrías que arrastrarte ante mí.
—¿A las doce?
—No llegues tarde.
Cuando salgo, me paro en recepción y le pregunto a Wilson si ha visto a Bill.
—¿No está de permiso? —dice Wilson.
—¿De permiso? Sería la primera vez.
—La boda es el sábado, ¿no?
—Joder, es verdad.
—No me digas que se te había olvidado, con lo pesado que está.
—¿Tú también vas?
—Creo que ha invitado a todo el cuerpo —sonríe Wilson.
—Así es el Tejón —digo, y me voy.
—Lo echaré de menos cuando no esté.
Me paro y doy media vuelta.
—¿Qué has dicho?
El sargento Wilson y sus forúnculos se ponen rojos como la grana.
—Sólo es un rumor.
—¿Es verdad lo que dices? ¿Es verdad?
El Duck and Drake, detrás de la estación de autobuses, a un lado del mercado de Kirkgate: No es un bar agradable, ni siquiera cuando caen chuzos de punta un jueves negro del mes de marzo.
Llego cinco minutos tarde.
Jack va por la segunda pinta con whisky.
Me quito el abrigo.
—¿Te tomas otra? —pregunto.
—Eres todo un caballero —dice.
Me acerco a la barra.
El grandullón que está detrás de la barra mira a Jack y luego a mí:
—Tu amigo dice que tú pagarás las bebidas.
Asiento con la cabeza.
—Lo mismo para él y una Guinness para mí.
—Eso es lo que beben los putos irlandeses —dice un capullo de pelo largo.
Un capullo de pelo largo que está sentado delante de la barra, dándome la espalda.
Su colega me sonríe por encima del hombro del capullo.
—¿Qué has dicho? —le pregunto al cogote del capullo.
—Ya lo has oído —dice el capullo.
Sigue dándome la espalda y asintiendo con la cabeza a su colega.
Pero el colega ha dejado de sonreír.
El capullo de pelo largo se vuelve despacio. Se saca el cigarrillo de la boca y se aparta el pelo de los ojos.
El camarero deja la Guinness en la barra.
—Bébetela —le digo al capullo.
—¿Qué?
—Ya lo has oído. Bébetela.
—Vete al carajo —dice, enderezándose.
Me saco la placa del bolsillo y la dejo al lado de la pinta de Guinness.
El capullo se levanta y mira la placa parpadeando.
—Bébetela —repito.
El capullo mira a su colega y al camarero. Coge la Guinness y se la bebe de un trago. Vuelve a dejar el vaso en la barra al lado de la placa. Se limpia los labios con la manga y sonríe.
—Muchas gracias, oficial —dice.
—Y ahora paga —le ordeno—. Y no vuelvas a llamar irlandés a quien no lo es, gitano de mierda.
El gitano de mierda vuelve a mirar a su colega y al camarero y se encoge de hombros. Saca un billete de una libra del bolsillo de los vaqueros y se lo da al camarero.
—Y éstas también —digo, señalando el whisky y las Tetley que están encima de la barra.
El camarero ya me está sirviendo otra Guinness.
—¿Qué?
—Ya me has oído.
—No puedes hacer eso —dice el capullo.
Cojo la placa y la bandeja con las bebidas.
—Ya lo he hecho.
—Me cago en la hostia —empieza a decir el capullo antes de que su colega le ponga una mano en el brazo.
—Déjalo, Donny —dice el amigo—. No vale la pena.
—Un hombre sabio —señalo.
—Vete a la mierda.
Cruzo el salón hasta la mesa donde está Jack.
—¿Haciendo amigos? —pregunta, guiñando un ojo.
—¿Cómo está tu mujer, Jack?
—Exmujer —sonríe—. Ha vuelto a casarse con un constructor y vive en el soleado Osett. ¿Y la tuya?
—¿Mi qué?
—Tu mujer. Tu familia.
—Ni puta idea.
Jack levanta su vaso.
—Eso no es verdad, Maurice.
—Eso sí que tiene gracia —digo, levantando mi vaso—. ¿La verdad?
—¿Qué pasa con la verdad? —se ríe Jack.
—Bueno, yo esperaba que tú pudieras darme un poco.
—¿Un poco de qué? ¿De verdad? ¿No debería ser al revés, oficial?
—Eso sería en un mundo perfecto —sonrío.
Jack me ofrece un cigarrillo.
Me inclino sobre la mesa mientras me da fuego.
—¡Cerdo cabrón de mierda! —grita alguien en la puerta.
—¡Gilipollas! —grita otro.
Doy media vuelta con intención de levantar el vaso, pero el capullo y su colega ya se han ido.
—¿En un mundo perfecto, eh? —dice Jack.
Sacudo la cabeza.
—Me gustaría saber cómo sería.
Jack apaga el cigarrillo.
—¿Qué quieres, Maurice?
Me inclino sobre la mesa:
—Susan Louise Ridyard.
—¿Qué pasa con ella? —pregunta Jack, encogiéndose de hombros.
—He leído tus artículos.
—Son refritos del Manchester Evening News, amigo.
—¿No has ido por allí?
—¿Por Rochdale? No, ¿por qué lo preguntas?
—George Oldman sí ha ido.
—Y tu jefe —asiente Jack.
—¿No te parece que todo esto tiene un aire muy familiar?
Jack se reclina en la silla y niega con la cabeza. Saca otro cigarrillo:
—¿Y a ti?— pregunta.
—¿Qué? ¿Alguien más te ha hablado de esto?
—Sí —asiente.
—¿Quién?
—Tu amiguita.
—¿Qué quieres decir con «mi amiguita»?
—Mandy la Mística.
—Vete a la mierda.
—Vamos, Maurice —vuelve a guiñarme un ojo—. Todo el mundo lo sabe.
—¿Qué coño sabe?
—Que te ha estado echando las cartas, ¿qué coño iba a ser?
Me quedó mirando mi media pinta de Guinness y oigo pasar camiones y autobuses bajo la lluvia.
Jack se levanta.
—Éstas las pago yo —dice.
—Nunca dejarán de ocurrir milagros —digo. Saco mis cigarrillos y enciendo uno. La tragaperras y la máquina de discos sintonizan su melodía.
Jack vuelve con dos pintas y dos chupitos.
—Pon un poco de whisky en tu Guinness, a ver si sonríes un poco.
—No es nada serio.
—No te preocupes, joder —sonríe Jack—. Es una mujer muy guapa.
—¿Te ha llamado?
—Esta mañana.
—A mí también. ¿Qué te ha dicho?
—Lo mismo que a ti, supongo.
—A mí no me dijo nada.
—Pues a mí me dijo que estaba percibiendo alguna «conexión» entre Susan Ridyard y Jeanette Garland —se ríe Jack—. Ya sabes cómo habla.
Asiento con la cabeza y vierto el chupito de whisky encima de la Guinness.
—Le pregunté qué clase de «conexión» y me habló de unos sueños que había tenido. Aunque si te soy sincero desconecté.
—¿Le dijiste que ibas a escribir algo?
Niega con la cabeza.
—Le dije que a lo mejor pasaba a verla esta tarde, si tenía tiempo.
—¿Y tienes?
—¿Qué?
—Tiempo.
—No —dice Jack.
Cojo la pinta y me la bebo de un trago.
—¿Y tú? —me guiña un ojo.
De Millgarth y Leeds a Wakefield y St. John’s.
Árboles grandes con corazones tallados.
En Blenheim Road.
Casas grandes con los corazones atravesados.
Blenheim Road 28, St. John’s, Wakefield.
Árboles grandes con corazones tallados en la corteza; una casa grande con el corazón atravesado por apartamentos.
Aparco en la puerta, con mal sabor en la boca.
Me llevo un dedo a los labios y al retirarlo veo que está manchado de sangre. Me limpio los labios con el pañuelo. Se llena de manchas marrones.
Bajo del coche. Entro en el jardín lleno de charcos con agua estancada.
Sigue lloviendo y las ramas de los árboles arañan el cielo gris.
Abro la puerta principal. Subo las escaleras y llamo a la puerta del apartamento 5.
—¿Quién es?
—La policía, encanto.
La puerta se abre al instante, sin cadena, y allí está ella, en el umbral.
La cara pálida entre la puerta y el marco. Esa cara preciosa.
Preciosa de verdad.
—Hola, Mandy.
—Sabía que vendrías —sonríe.
—Yo creía que no eras adivina.
—Y no lo soy —se ríe.
Me da la mano. Me lleva por el pasillo en penumbra decorado con óleos oscuros hasta la sala de estar.
Huele a pis de gato y a petunias.
Nos sentamos en el sofá, entre cojines y telas persas.
Con la mesa baja de madera tallada en las espinillas.
Sigue dándome la mano y nos rozamos los codos y las rodillas.
—Perdona por lo de esta mañana —digo.
Me aprieta la mano con fuerza.
—No, no debería llamarte allí.
—No había nadie en casa…
—Pero ¿verdad que tú también lo has sentido?
—Yo…
—Tienes que ir a verla.
—¿A quién?
—A la señora Ridyard.
—¿Por qué?
—Ella lo sabe, Maurice. Lo sabe.
—¿Qué sabe?
—Dónde está su hija.
—¿Cómo va a saberlo?
—La ve.
—En ese caso ya se lo habrá dicho a George Oldman o…
—No, Maurice. Te está esperando a ti.
Le apoyo la cabeza en mi pecho y le acaricio el pelo.
—No puedo —digo.
Mandy levanta la cabeza y los labios. Me besa en la mejilla y en la oreja.
—Tienes que ir —susurra—. Tienes que hacerlo.
Las velas blancas encendidas y las cortinas burdeos cerradas. No hay ventanas en la amplia sala de estar.
Caminos oscuros y corazones perdidos.
Debajo de sus sombras…
Mandy solloza, llora.
Huele a pis de gato y a petunia y follamos con desesperación en el sofá viejo, entre telas y cojines persas.
Tiene la cabeza en mi pecho y le acaricio el pelo, su precioso pelo.
Al otro lado de las cortinas burdeos las ramas del árbol dan golpes en el cristal de la enorme ventana.
Quieren entrar.
Sollozan y lloran.
Quieren entrar.
Me besa las yemas de los dedos, se detiene y acerca mis dedos a la luz de las velas.
Levanta la cabeza:
—Tienes sangre en las manos —dice.
—Lo siento —digo, pero a la luz de la vela veo que se ha puesto muy pálida, que ya está muerta.
Las ramas del árbol dan golpes en el cristal de la enorme ventana.
Corazones…
Sollozan y lloran…
Oscuros…
Suplican que los dejen entrar.