23
Domingo, 29 de mayo de 1983.
D-11:
Llamas al portero automático y esperas en la entrada. Se oye un chasquido. El sonido de la alarma. Abres la puerta y entras en la jaula de acero. Enseñas la tarjeta de visita al funcionario que está al otro lado de los barrotes. Le dices tu nombre. Da dos golpes en los barrotes con la porra negra y reluciente. La siguiente serie de cerrojos se abre. Suena otra alarma. Entras en la zona de recepción. Otro funcionario te da un papel con tu número de turno. Señala el banco. Te acercas y te sientas al lado de una mujer vestida de gris y granate. En sus rodillas está sentado un niño pálido y silencioso. Huelen a patatas fritas y a lluvia, a gris y a humedad.
La sala sigue siendo gris y húmeda, gris y húmeda y con el mismo olor a gente que ha recorrido cientos de kilómetros por carreteras grises y húmedas, y allí siguen los mismos hombres obesos de uniforme, grises y húmedos, el mismo gobierno gris y húmedo y las mismas malas noticias grises y húmedas mientras se abren cerrojos y cerraduras y suenan alarmas y se van diciendo los números en voz alta y la gente tose y tose y los niños miran y miran hasta que la voz que está detrás del mostrador, junto a la puerta, grita:
—Treinta y seis.
El niño pálido y silencioso te está mirando.
—¡Treinta y seis!
Miras el trozo de papel que tienes en la mano.
—¡Número treinta y seis!
Te pones en pie.
—John Piggott. Vengo a ver a Michael Myshkin —dices en el mostrador.
La mujer de uniforme gris recorre con un dedo húmedo y mordido la lista escrita a bolígrafo. Sorbe por la nariz y pregunta:
—¿Motivo de la visita?
—Legal.
—¿Primera vez? —pregunta, tendiéndote el pase.
—Segunda.
—Llevarán al paciente a la sala de visitas y un miembro del personal estará presente en la visita. Las visitas tienen una duración limitada de cuarenta y cinco minutos. Se sentarán a ambos lados de una mesa y no podrán levantarse mientras dure la visita. No puede establecer contacto físico con el paciente ni darle nada. Si quiere darle algo, hágalo a través de esta oficina. Sólo podrá entregarle alguno de los objetos que figuran en esta lista.
Te da una fotocopia tamaño A-4.
—Gracias.
—Vuelva a su asiento y espere a que un miembro del personal lo escolte hasta la zona de visitas.
Cuarenta minutos y otro cisne de papel más tarde llega un funcionario corpulento, con un botón de menos en el uniforme:
—¿John Winston Piggott?— pregunta.
Te pones en pie.
—Por aquí.
Lo sigues a través de otra doble puerta y otro cerrojo, de otra alarma y otro timbre, al otro lado de la puerta por el pasillo sofocante y gris iluminado en exceso.
Se detiene en la última doble puerta.
—¿Conoce las normas?
Asientes con la cabeza.
—No se levante, no establezca contacto físico y no le dé nada.
Asientes de nuevo.
—Le avisaré cuando hayan pasado los cuarenta y cinco minutos.
—Gracias.
Introduce un código en un panel que hay en la pared.
Suena una alarma y abre la puerta.
—Usted primero —dice.
Entras en la sala pequeña con la alfombra gris y las paredes grises, las dos mesas de plástico y sus dos sillas de plástico.
—Siéntese —dice el funcionario.
Te sientas en la silla de plástico. Te inclinas hacia delante y apoyas los brazos en la mesa de plástico gris, llena de marcas, sin apartar la vista de la puerta de enfrente.
El funcionario se sienta detrás de ti.
Estás a punto de decirle algo cuando vuelve a aparecer: Como por arte de magia.
Con un mono gris y una camisa gris; enorme y con la cabeza el doble de grande de lo normal: Michael John Myshkin.
Michael John Myshkin, con babas en la barbilla.
—Hola de nuevo —dices.
—Hola de nuevo —sonríe, parpadeando.
El guardia lo empuja hacia la silla gris de enfrente, cierra la puerta y coge la última silla para sentarse detrás de Myshkin.
—¿Cómo está, Michael? —preguntas.
—Bien —dice, tocándose el pelo rubio y sucio con la mano derecha y gorda.
—He estado trabajando en el caso, preparando los documentos para la apelación, y me gustaría repasar algunos detalles con usted.
Michael Myshkin se limpia la mano derecha en el mono y sonríe; sus ojos azules, claros, parpadean en la habitación cálida y gris.
Michael Myshkin dice que sí con la cabeza, sin dejar de sonreír, sin dejar de parpadear.
Sacas el cuaderno y el bolígrafo de tu cartera. Abres el cuaderno.
—¿Recuerda cuándo lo detuvieron?
Michael Myshkin mira al funcionario que está detrás de él y vuelve a mirarte.
—El miércoles, 18 de diciembre de 1974. A la una en punto de la madrugada —susurra.
—¿De verdad? ¿A la una en punto?
Parpadea, sonríe y vuelve a asentir.
—¿Dónde lo detuvieron?
Michael Myshkin ha dejado de sonreír, de parpadear.
—En el trabajo —dice.
Miras tus notas.
—¿En el estudio de fotografía Jenkins, en Castleford?
Asiente con la cabeza y baja los ojos.
Estás sentado en tu silla de plástico, golpeando el bolígrafo de plástico contra la mesa de plástico. Lo miras desde el otro lado de la mesa.
Se está tocando el pelo otra vez.
—¿Michael?
Levanta la mirada.
—La policía dice que lo detuvieron en Doncaster Road, tras una persecución.
—Eso no es verdad —contesta—. Pregúntele a mi madre.
Tomas nota.
—¿Adónde lo llevaron? —preguntas.
—A Wakefield.
—¿A Wood Street? ¿A Bishopgarth?
Niega con la cabeza.
—Muy bien, entonces dígame por qué —preguntas—. ¿Por qué lo detuvieron?
—Por Clare.
—¿Qué le pasó a Clare?
—Dicen que yo la maté.
—¿Y eso es cierto? ¿La mató?
Michael Myshkin vuelve a negar con la cabeza.
—No. Ya se lo dije.
—¿No qué? —preguntas, tomando nota de sus palabras literalmente.
—Yo no la maté.
—Muy bien —sonríes—. Sólo quería asegurarme.
Michael Myshkin no sonríe.
—¿Los policías que lo detuvieron? ¿Los que fueron a buscarlo a su trabajo, esa noche? ¿Recuerda sus nombres?
Niega con la cabeza.
—Michael, piense, por favor. Es muy importante.
Te mira.
—Lo sé —dice.
—Muy bien. ¿Los policías que lo detuvieron, que fueron al estudio, que lo llevaron a Wakefield, eran los mismos que luego dijeron que usted había matado a Clare?
Michael Myshkin parpadea. Niega con la cabeza.
Miras los ojos uniformados del hombre que está detrás de Michael Myshkin, consciente del otro par de ojos uniformados que están detrás de ti.
—¿La policía le obligó a decir que había matado a Clare? —preguntas.
Asiente con la cabeza.
—Pero ¿usted no la mató?
Vuelve a asentir.
—Pero ¿firmó un papel en el que reconocía haberla matado?
—Me obligaron.
—¿Quiénes?
—Los policías.
—¿Cómo?
—Dijeron que si firmaba ese papel me dejarían ver a mi madre.
—¿Y si no lo firmaba?
—Dijeron que nunca volvería a verla, ni a ella ni a mi padre.
Miras a los ojos uniformados del hombre que está detrás de Michael, consciente del otro par de ojos uniformados que están detrás de ti.
—¿Eso le dijeron?
Asiente.
—¿Quién fue su primer abogado? —preguntas.
—El señor McGuinness.
—¿Clive McGuinness?
Dice que sí con la cabeza.
—¿Cómo lo encontró?
—No lo sé.
—¿Le dijo al señor McGuinness que usted había matado a Clare?
Niega con la cabeza.
—¿Le dijo al señor McGuinness que usted no había matado a Clare Kemplay?
Asiente.
—¿Y qué dijo el señor McGuinness?
—Dijo que era demasiado tarde. Dijo que ya había firmado ese papel. Dijo que nadie me creería. Dijo que todo el mundo creería a la policía. Dijo que si decía que yo no había sido sólo conseguiría empeorar las cosas. Dijo que nunca saldría de la cárcel. Dijo que nunca volvería a ver a mis padres. Dijo que sólo podría ayudarme si confesaba que había sido yo. Dijo que pronto podría ver a mis padres. Dijo que sólo pasaría unos meses en prisión.
Miras a los ojos uniformados del hombre que está detrás de Michael Myshkin, consciente del otro par de ojos uniformados que están detrás de ti.
—¿Cuánto tiempo lleva aquí, Michael?
—Siete años, cinco meses y once días —responde, mirándote.
Asientes.
Vuelve a tocarse el pelo.
Consultas tus notas.
—Dos niñas dijeron a la policía que lo habían visto a usted en Morley en varias ocasiones, y también la tarde de la desaparición de Clare Kemplay.
Michael Myshkin te mira de nuevo y niega con la cabeza.
—¿Qué?
—No era yo.
—¿No estuvo en Morley ese jueves?
Niega con la cabeza.
—¿Dónde estaba?
—En el trabajo.
—¿En el estudio fotográfico Jenkins, en Castleford?
Asiente.
—Pero la policía no pudo localizar al señor Jenkins, y la otra persona que trabajaba allí, una tal señorita Douglas, no estaba segura de que usted estuviera en el estudio. No le ayudó mucho, ¿verdad?
—La obligaron a decir eso.
—¿Quién la obligó?
—La policía.
—Muy bien. Esas niñas dicen que se acordaban de usted perfectamente porque en una ocasión anterior se había exhibido usted delante de ellas.
Vuelve a negar con la cabeza.
—¿Mintieron, Michael?
Asiente.
Suspiras. Te reclinas en la silla de plástico y lo miras.
Está tocándose el pelo otra vez.
—Michael, ¿se acuerda de Jimmy Ashworth?
Te mira y asiente.
—¿Qué recuerda de él?
—Era mi amigo.
—¿Su amigo?
—Mi mejor amigo.
—¿Le habló alguna vez de Clare?
Asiente.
—¿Qué le dijo?
—Que era muy guapa.
—¿Guapa? ¡Pero si estaba muerta cuando la encontró!
Michael Myshkin niega con la cabeza.
—¿Qué? —pregunto.
—La había visto antes —dice.
—¿Cuándo? ¿Dónde?
—Cuando estaban construyendo las casas.
—¿Qué casas?
—En Morley.
—Entonces, ¿Jimmy la conocía?
Michael Myshkin asiente.
—¿Y usted?
Niega con la cabeza.
—Michael, ¿fue Jimmy quien la mató?
Te mira y vuelve a negar con la cabeza.
—¿Quién fue?
Se toca el pelo. Parpadea. Sonríe.
—¿Quién?
Sigue parpadeando, sonriendo y tocándose el pelo…
Das un manotazo en la mesa con todas tus fuerzas.
—¿Quién? —repites.
Michael Myshkin te mira.
—¿El Lobo? —dice.
—Ese lobo tiene un nombre, ¿verdad?
—Pregúntele a Jimmy.
Abres el bolso y sacas un Yorkshire Post.
Hay dos fotografías en la portada.
Lanzas el periódico sobre la mesa.
—Está muerto —dices.
Señalas la otra fotografía.
La fotografía de una niña con melena castaño oscuro.
—Ha desaparecido —dices.
Michael Myshkin sigue mirando el periódico.
—La policía dijo que Jimmy se la llevó —le explicas—. Lo cogieron en Morley. Lo detuvieron. Dicen que confesó. Luego se ahorcó.
Michael Myshkin te mira.
Tiene lágrimas en las mejillas.
—Ha vuelto —dice.
—¿Quién?
Michael Myshkin se vuelve al funcionario que está detrás de él.
—Me gustaría volver a mi habitación, por favor —dice.
Te pones en pie.
—¿Quién? —repites.
El funcionario que está detrás de ti te pone una mano en el hombro.
—Siéntese —te ordena.
—¿Quién, Michael? —preguntas a voces—. Dígame, ¿quién cojones?
—Siéntese.
Michael Myshkin se ha levantado y el funcionario está abriendo la otra puerta.
—¿Quién?
—¡Siéntese!
Michael Myshkin vuelve la cabeza.
Con babas en la barbilla y lágrimas en las mejillas.
Da media vuelta y grita:
—¡El Lobo!
Con las puertas cerradas por dentro, arrancas el motor y enciendes la radio para oír las noticias mientras te fumas un cigarrillo, y otro y otro: Thatcher rechaza el debate televisivo con Frost; Foot señala que el titular del Times es malintencionado; Hume preocupado por la Campaña de Desarme Nuclear lanzada por Kent; Hess tiene la clave de los Diarios de Hitler; un niño de once años estrangulado por la red de una pista de tenis…
Ni palabra de Hazel.
No está.
Apagas la radio, enciendes otro cigarrillo y oyes el ruido incansable de la lluvia en el techo con los ojos cerrados.
Joder, joder, joder, joder, joder, joder, joder, joder.
Abres los ojos:
Joder.
Vuelves a sentir náuseas y a quemarte los dedos.
Apagas el cigarrillo y toqueteas los botones hasta que encuentras un poco de música: Simple Minds.
—¿Señora Myshkin? Soy John Piggott.
Otra vez en una cabina de teléfono de Merseyside, oyendo la voz de la señora Myshkin y el ruido incansable de la lluvia en el techo.
—Sí, está bien —dices.
Llueve a cántaros y los coches circulan con las luces encendidas un domingo por la tarde del mes de mayo.
—¿Dónde detuvieron a Michael?
Una lluviosa tarde de domingo como las que pasabas refugiado bajo la marquesina de un autobús, apiñado entre diez cigarrillos con miedo…
—¿Está segura?
Sentado bajo la marquesina, oyendo el ruido incansable de la lluvia en el techo de uralita, el mundo exterior tan sórdido y lleno de dolor, oyendo el ruido incansable de la lluvia en el techo y sin querer volver a casa, con miedo de volver…
—Tendría que habérselo preguntado antes, pero ¿cómo llegó Clive McGuinness a representar a Michael?
Ese vago temor ya entonces…
—Una última pregunta. ¿A quién llamaba Michael «el Lobo»?
Ese temor real y presente…
—¿Está segura?
El mismo temor ahora.
Cuelga y te quedas en la cabina, oyendo el pitido de la línea.
El pitido de la línea y el sonido incansable de la lluvia en el techo de la cabina, sin querer volver a casa, con miedo de volver.
El miedo ahora:
Domingo, 29 de mayo de 1983.
D-11:
El temor aquí.
Ladridos de perros.
Cerca.
Lobos.
Vuelves en el coche de Merseyside a Wakefield.
Se cree que un comando activo del IRA, integrado por cuatro o seis hombres, planeó poner una bomba o asesinar a un destacado político británico durante la campaña electoral.
Las carreteras tranquilas.
El presidente de la corporación del gobierno del condado, John Gunnell, ha confirmado la existencia de nuevas fotografías que demuestran de manera concluyente que la enfermera británica Helen Smith fue asesinada en Arabia Saudí.
Muertos en todas partes.
La ves sentada en las escaleras. Te está esperando. Ha traído comida china fría y alcohol caliente. Te oye en las escaleras y levanta los ojos. Está mojada. Sonríe.
—Pensé que podrías tener hambre —dice.
—La tengo —mientes, y abres la puerta.
Suena el teléfono y las ramas de los árboles dan golpes en el cristal de la ventana.