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Te quitan las esposas. Te quitan la venda. Abren las puertas traseras.
La furgoneta se detiene.
Te tiran a la calle y se largan.
Te quedas tirado en la calle. No sabes si está amaneciendo o anocheciendo.
Llueve.
Te incorporas y te levantas.
Hay un Viva verde aparcado en la puerta de la casa pequeña y blanca.
Las luces están apagadas. Las cortinas abiertas.
Rodeas la casa hasta el patio. Saltas el muro de piedra y sales al campo. Subes por el camino de los tractores hasta la hilera de cobertizos al final de la cuesta.
Empieza a llover a cántaros.
Te hundes hasta los tobillos en el barro y el estiércol.
Resbalas.
Caes.
Te levantas.
Miras por encima del hombre todas las casas pequeñas apiñadas que duermen a pierna suelta.
Un día sí y otro no.
Te limpias el barro de las manos y sigues andando.
Vuelves a resbalar.
Vuelves a caer.
Vuelves a levantarte.
Llegas a la hilera de cobertizos. Recorres la hilera hasta el último.
El de la puerta negra y sin ventanas.
La puerta del infierno.
Entras.
Las fotos de la pared han desaparecido.
Hay un banco de madera con herramientas, sacos de fertilizante y de cemento, tiestos y semilleros.
Hay un agujero en el suelo, rodeado de sacos. Ves una cuerda gruesa y embarrada sujeta a la tapa de la alcantarilla.
Te asomas a mirar por el agujero.
Es el conducto de ventilación de una mina.
Te cuesta entrar en el agujero.
Apoyas las manos y las botas en la escalera de metal.
Empiezas a bajar.
Todo está húmedo. Todo está frío. Todo está oscuro.
Llegas a un segundo túnel horizontal.
Ves una luz tenue al final del túnel.
Sales del conducto de ventilación y te adentras por el túnel.
Es estrecho, de ladrillo. Se aleja hacia la luz débil.
Te parece oír una música familiar a lo lejos: Lo único que aprendes en el colegio es el abecedario…
Empiezas a arrastrarte con el puto barrigón ensangrentado por los ladrillos hacia la luz.
Pero a mí sólo me importa saber de ti y de mí…
A arrastrarte con el puto barrigón ensangrentado por los ladrillos hacia la luz.
Le conté a la maestra lo que habíamos descubierto…
Con el puto barrigón ensangrentado por los ladrillos hacia la luz.
Aunque rompamos las reglas yo sólo quiero estar contigo…
Con el barrigón ensangrentado por los ladrillos hacia la luz.
Amor de colegiales…
Con el barrigón por los ladrillos hacia la luz: Tú y yo estaremos juntos.
Por los ladrillos hacia la luz:
Desde el final del curso para siempre…
Los ladrillos hacia la luz:
Amor de colegiales…
Ladrillos hacia la luz:
Amor de colegiales…
Hacia la luz:
Amor de colegiales…
La luz:
Amor…
Luz.
La música cesa. El techo se eleva. Hay vigas de madera entre los ladrillos.
Avanzas a duras penas con las piernas gordas y los pies gordos.
Entre el barro y la mugre, oyes a las ratas.
Cerca.
Tropiezas con un zapato.
Una sandalia de niña, cubierta de polvo.
Le sacudes el polvo.
Una sandalia de niña, raspada.
La tiras y sigues adelante.
Con la espalda despellejada por las vigas y los ladrillos.
Hasta que el techo vuelve a elevarse y puedes erguirte junto a un montón de piedras.
Esperas. Esperas. Esperas.
Doblas la esquina tras el montón de piedras y…
Joder.
Ves dos esqueletos acostados en una cama, entre rosas muertas y plumas viejas, con los cráneos vueltos a un cielo de ladrillos descoloridos que en su día fue azul, entre nubes negras de algodón y tenues faroles oscilantes.
Dos esqueletos enredadados en un abrazo óseo.
Su hijo negro se levanta del suelo a la tenue luz del farol.
A la luz del farol, con un martillo en la mano: Leonard Marsh.
El pequeño Leonard Marsh con un martillo en la mano.
La cabeza afeitada y el pecho desnudo. Se acerca.
Con cicatrices ensangrentadas en el pecho:
0 LUV.
No te mueves. Esperas a Leonard Marsh.
Se acerca, con un martillo en la mano.
Levantas la mano en la que llevas el ladrillo y se lo estampas en la sien.
Leonard Marsh lanza un aullido. Intenta pegarte con el martillo.
Con el martillo en la mano.
Vuelves a levantar la mano y a estamparle el ladrillo con todas tus fuerzas.
Leonard Marsh lanza un aullido e intenta levantarse.
Pero estás detrás de él, y has cogido el martillo.
—¿Te acuerdas de mí? —susurras.
Cegado por su sangre, te detienes.
En este largo túnel de odio, te ves a ti mismo.
En los diez espejos rotos.
Las cajas y los huesos.
Las sombras y las luces.
Las grabadoras y los gritos.
Las flores muertas y las plumas.
Te ves a ti mismo y ves a Leonard entre las plumas.
Entre las alas.
Tus plumas y tus alas.
Apelmazadas con su sangre.
Abre la boca y vuelve a cerrarla.
Bajas el martillo.
—Nadie vino siquiera a mirar —susurra.
—Lo sé —dices.
—Nadie.
Le secas las lágrimas de las mejillas. Le besas la cabeza.
—Lo sé —repites.
Cierra los ojos.
Le cubres la boca con tus alas.
«Los hijos de los pecadores son niños abominables…
Tus alas enormes y podridas.
Y se dejan llevar por los impíos.
Grandes y negras como cuervos.
Los hijos culparán al padre impío…
Pesadas y quemadas, le cubren la boca.
Pues por su culpa sufren la desgracia.
Intenta levantar la mano.
Pero todo lo que viene de la tierra regresa a la tierra.
Intenta detenerte.
Y así los impíos van de la maldición a la destrucción».
Detenerte.
D-1.