26
Golpes en la ventana.
Lunes, 30 de mayo de 1983.
D-10:
Está tumbada de costado, dándote la espalda, con una camiseta de tirantes negra.
Golpes de ramas en la ventana.
Estás tumbado boca arriba, en calzoncillos y calcetines.
Los golpes de las ramas en la ventana.
Tumbado boca arriba con sabor a arroz frito y a vodka en la boca.
Atento a los golpes de las ramas en la ventana.
D-10:
Lunes, 30 de mayo de 1983.
Estás atento a los golpes de las ramas en la ventana.
En la calle llueve y en el piso de arriba se están peleando otra vez.
Te sientas en la cocina y te comes unas tortitas Findus en silencio, con la radio encendida: La libra esterlina alcanza nuevos máximos ante la perspectiva de una victoria conservadora, mientras Foot intenta descalificar los últimos sondeos de opinión. El presidente del Partido Conservador, Cecil Parkinson, desmiente los rumores de que miembros de la extrema derecha procedentes del Frente Nacional y la Liga de San Jorge se hayan infiltrado masivamente en su partido; hoy se publicará un informe que revela que los centros comerciales construidos en la década de 1960…
Te levantas y cambias de emisora. Encuentras un poco de música.
Spandau Ballet.
True.
Ella entra en la cocina y apaga la radio.
Te acercas al fregadero. Enjuagas los platos y la plancha con agua fría. Te vuelves con las manos mojadas.
—¿Qué hacía Jimmy en Morley? —preguntas.
Se encoge de hombros.
—Vino a verme —dice.
—¿A ti?
—Vivo allí, ¿no lo sabías?
—No lo sabía.
—Pues ya lo sabes.
Sale de la cocina y la sigues hasta la sala de estar. Se está poniendo el abrigo.
Te quedas en la puerta.
—Morley es un sitio peligroso —dices.
Ella no contesta. Se acerca.
—Perdona —dice.
—¿Conoces a Hazel Atkins? ¿A su familia?
Niega con la cabeza y trata de apartarte para salir.
La sujetas del brazo.
—¿Y a Clare Kemplay? ¿La conocías?
—Me estás haciendo daño.
—Jimmy la conocía.
—Vete a la mierda —dice—. Está muerto.
—Michael Myshkin me lo ha dicho.
—¿Qué sabrá él?
—Conocía a Jimmy; eran amigos.
—Vete a la mierda. De eso hace años y nunca fueron «amigos»; eran unos críos.
—Michael dijo que era su mejor amigo.
—¡De eso hace años y Jimmy está muerto por culpa de ese maldito subnormal!
Y se larga.
Sin más.
Circulas por Wakefield y sales en dirección a Calder; el coche jadea y resopla en la cuesta de Barnsley Road, avanza a duras penas hasta que dejas atrás el Redbeck.
Sumas uno y uno:
Michael Myshkin y Jimmy Ashworth.
Jimmy y Michael, Michael y Jimmy.
Y el resultado da:
… y en la década de 1970 necesitan una remodelación urgente; los detectives que dirigen la búsqueda de Hazel Atkins, la niña desaparecida en Morley, volverán a Rochdale, tras haberse desmentido las informaciones que situaban a Hazel en la feria de Edimburgo el fin de semana…
Sudas y te hielas. Te pica la ropa de odio. Tienes sombras en el corazón y miedo en las tripas.
Sumas dos y dos:
Miedo y odio, odio y miedo.
Michael y Jimmy, Jimmy y Michael.
Fitzwilliam.
Otra casa silenciosa en Newstead View, Fitzwilliam.
La chimenea y la tele apagadas.
Sólo el tic-tac del reloj y el silbido de otro hervidor.
La señora Ashworth vuelve con dos tazas de té.
Te da una.
—¿Azúcar?
Asientes.
—¿Cuántas?
—Tres, por favor.
—Sírvase —te pasa la bolsa.
—Gracias.
Se sienta.
—Perdone por lo del otro día. Hoy ya estoy más tranquila, o eso creo.
—Me alegro —dices—. Piense que esto requerirá algún tiempo.
—Eso mismo dice el médico. Pero todo el mundo me ha ayudado mucho, todos han sido muy amables.
Sólo el tic-tac del reloj.
—He visto a Tessa —dices.
Mary Ashworth mueve los ojos cansados y suspira.
Esperas. Esperas a que diga lo que quiere decir.
Esperas a que diga:
—Es otra que tal baila.
Sacudes la cabeza.
Mary Ashworth se retuerce las manos. Se inclina y susurra:
—Otro caso perdido. Si ha habido un santo para los casos perdidos, ése era mi Jimmy, se lo aseguro.
—¿Por eso se hizo amigo de Michael Myshkin?
Niega con la cabeza.
—Su pobre madre ha sufrido mucho, lo sé. Pero, y que Dios me perdone, ojalá nunca se hubieran venido a vivir aquí, ojalá que Jimmy nunca lo hubiera conocido y…
—¿Cuándo fue eso?
—¿Cuándo se mudaron aquí?
Asientes.
—Debió de ser cuando Jimmy tenía tres o cuatro años, y él tendría unos diez. No era fácil saberlo.
—¿Se conocían desde niños?
—No —dice—. Se conocieron cuando Jimmy tenía ya diez u once, cuando empezó a salir por ahí.
—Para entonces Michael debía de ser ya un adolescente. ¿Dieciséis o diecisiete?
—Físicamente sí.
—¿Y entonces no le preocupó que se hicieran amigos?
—No. Michael era inofensivo, o al menos eso creíamos todos.
Asientes.
—Además, no iban los dos solos. Había otros chicos.
—¿Otros chicos?
—Cuatro o cinco.
—¿Siguen por aquí?
Se reclina en el asiento y se rasca la nariz.
—¿Se acuerda de ellos? —insistes.
—Kevin Madeley, debía de ser uno de ellos. El pequeño Leonard, aunque era un poco más joven y creo que se mudaron pronto. Hace mucho tiempo. Puede que Stuart, el chico de los Hinchcliffe. Y algunos más. Ya sabe cómo son los críos.
El tic-tac del reloj.
Se oyen campanas.
—¿Siguen por aquí?
—Kevin Madeley se mudó a Stanley. Creo que el chico de los Hinchcliffe se fue al sur. A Birmingham o por ahí.
Campanas lejanas.
—¿Y sus padres? ¿Siguen viviendo aquí?
—Los Madeley sí. La señora Madeley trabajaba con su madre.
—¿Con la señora Myshkin?
—Sí.
—¿Se ocupaba de las comidas?
Asiente. Termina de tomarse el té y apoya la taza en el regazo, sin soltarla.
Sacas la libreta del bolsillo. Encuentras el boli y empiezas a anotar los nombres y las fechas.
—¿Y su hermano? —pregunta.
Dejas de escribir y la miras.
—¿Qué pasa con mi hermano? —dices.
—Él también vivía aquí, ¿no?
Te encoges de hombros.
—¿Se ven poco últimamente? —sonríe—. ¿Usted y Pete?
—No nos vemos mucho.
—Le echa la culpa a usted, ¿verdad? —pregunta—. ¿Problemas con su padre y luego con su madre?
—Señora Ashworth, yo…
—A mí sí —dice, secándose las lágrimas con la punta del delantal—. A mí me echa la culpa, lo sé. Lo veo escrito en sus ojos cada vez que me mira.
—Seguro que no —mientes otra vez.
La señora Ashworth solloza y se esfuerza por sonreír.
—Quizá él sepa algo, ¿no cree? —dice.
—¿Quién?
—Su hermano. Pete.
Niegas con la cabeza y piensas en tu hermano.
Hombres que ya no están.
En tu padre.
Que ya no está.
—Quiero que hablemos de Clare Kemplay.
Te mira fijamente.
—¿Es por mi Jimmy o es por el paradero de la niña?
—Necesito preguntarle…
—No, por favor —suspira.
—Es importante.
—Ha pasado mucho tiempo.
—Pero…
—¿De qué sirve…?
—Por favor.
—Hurgar tanto…
—Señora Ashworth, por favor…
—Eso no me lo devolverá.
—Escúcheme —gritas—. Clare Kemplay es la razón por la que detuvieron a Jimmy.
Se queda callada. Cierra los ojos y aprieta con fuerza la taza entre las manos. Abre los ojos. Te mira.
—Él no tuvo nada que ver con eso y tampoco tuvo nada que ver con esto.
—Jimmy conocía a Clare Kemplay.
—No la conocía. Sólo la conocía de vista. Nada más.
—Dijo que era guapa.
—¿Quién lo dijo?
—Su Jimmy.
—No.
—Se lo dijo a Michael.
Niega con la cabeza.
—La conocía. Él la encontró.
—Por estar donde no debía.
—¿Y Hazel Atkins?
Vuelve a negar con la cabeza.
—Jimmy estuvo en Morley la semana siguiente, a la hora exacta en que ella desapareció.
—Mal momento —contesta.
—Pero ¿por qué?
Vuelve a cerrar los ojos.
—Tessa dice que fue a verla —dices.
Niega con la cabeza y abre los ojos.
—Él no… —dice.
—¿Qué?
—Él no lo hizo.
—¿Qué no hizo?
—No mató a Clare Kemplay. No se llevó a Hazel Atkins. Y tampoco se quitó la vida.
—Pero… —Te callas antes de terminar.
Te mira.
—Adelante —dice—. Dígalo.
—¿Que diga qué?
—Lo que quiere decir. Lo que piensa de verdad.
Niegas con la cabeza.
—En ese caso lo diré yo —replica—. Usted cree que él mató a Clare Kemplay y que se llevó a esa otra niña y que luego se ahorcó porque se sentía culpable. ¿No es eso lo que piensa?
—Yo…
—No. Yo se lo diré. Que hagan todas las puñeteras investigaciones internas que quieran: mi hijo no se ahorcó. Jamás. No tenía ningún motivo. No había hecho nada.
—Señora Ashworth…
—Él no haría eso ni loco. Nunca.
Cierras los ojos. Esperas. Los abres.
—Lo siento —dices.
Mary Ashworth respira hondo y asiente con la cabeza.
Mueves la cabeza y piensas en tu padre.
Hombres que ya no están.
En tu hermano.
Que ya no está.
Se seca los ojos y se incorpora.
—Eso no me lo va a devolver —dice—. Seguir así no sirve de nada. Pero, dígame, ¿qué puede hacer usted?
—Eso depende de lo que usted quiera.
Te mira.
—Quiero la verdad, John. Nada más.
Miras tus notas y cierras los ojos.
Que ya no están.
Abres los ojos, levantas la mirada y asientes.
El tic-tac del reloj.
Mary Ashworth deja la taza en la repisa de la chimenea desportillada y busca en el bolsillo del delantal. Saca un trozo de papel, lo mira y susurra:
—Dicen que se ahorcó con su cinturón. Que se suicidó.
Asientes.
—¿Lo sabía?
Vuelves a asentir.
Se levanta y se acerca a la mesa. Coge un cinturón de cuero negro y se vuelve hacia ti. Te enseña el cinturón.
—Había visto esto, ¿verdad?
Apartas la cabeza y tragas saliva.
—¿Es ése?
—Es el cinturón de Jimmy.
—¿Se lo devolvieron?
Niega con la cabeza.
El reloj se ha callado.
Vuelves a mirar el cinturón y la miras a ella.
—¿Cómo lo ha conseguido?
Mira al techo.
—Subí arriba, abrí su armario y lo encontré. Estaba en su otro par de vaqueros —responde.
La miras.
Está llorando.
Tragas saliva.
—Pero…
Niega con la cabeza.
Miras el cinturón.
—Pero… —repites.
Vuelve a negar con la cabeza.
—Jimmy sólo tenía un cinturón.
—¿Está segura?
Asiente, hecha un mar de lágrimas.
En la puerta, Mary Ashworth te coge una mano entre las suyas.
Bajas los ojos.
—Gracias —dice.
Niegas con la cabeza.
Te estrecha la mano con fuerza.
—Gracias —repite.
Asientes.
Te acaricia la mano dos veces. La estrecha por última vez y la suelta.
Das media vuelta y te quedas mirando la calle. Te vuelves a mirar por encima del hombro.
Te está mirando. Observando.
—¿Usted cree que Michael Myshkin mató a Clare Kemplay? —preguntas.
Te mira fijamente. Traga saliva y aparta la mirada.
—¿Lo cree? —repites.
Te mira. Dice que no con la cabeza y cierra la puerta.
Echas a andar por Newstead View.
Entre bolsas de plástico y cagadas de perro.
Llamas a la puerta del número 54.
No contestan.
Vuelves a llamar.
—Ha salido.
—Se ha ido en su escoba.
Das media vuelta.
En la puerta del jardín hay un grupo de chavales montados en bicis enormes. Tienen las caras menudas y afiladas y los ojos fríos y azules. Van vestidos de gris y granate. Calzan botas de boxeo.
—Ha ido a la cárcel.
—A ver a su hijo.
—El que está en el loquero.
—A su hijo Michael Myshkin.
Asientes con la cabeza y te acercas a ellos.
Mueven las bicis adelante y atrás. Se inclinan sobre los manillares. Escupen.
—Es el que mató a las niñas.
—Las violó.
—Les cosió alas de pájaros.
—Les arrancó el corazón y se lo comió.
Pasas entre los chicos y sus bicis.
No se mueven.
—Mi padre dice que habría que ahorcarlo.
—Mi madre dice que lo matarán en cuanto salga a la calle.
—Mi padre dice que a ella también la matarán, y a todos.
—Mi madre dice que su madre es una bruja.
Giras en redondo y le sueltas una bofetada al chaval que tienes más cerca.
Se cae de la bici contra una valla y un seto.
Se ha hecho un corte. Tiene sangre en la cara menuda y afilada. Los ojos azules y fríos se llenan de lágrimas.
Los otros tres maniobran con las bicis para dar media vuelta.
—¿Por qué coño has hecho eso, gordo de mierda?
—Eres un gordo cabrón.
—Se lo voy a decir a mi padre.
—Mi padre te matará, cabrón.
Vuelves al coche y abres la puerta.
—Te matará, cabrón.
Entras en el coche y cierras las puertas por dentro.
Empiezan a dar golpes en el coche.
—Estás muerto, cabrón. Estás muerto, gordo de mierda.
En la radio, camino de Leeds, están poniendo otra vez el programa de los espíritus. Aparcas pasado el Redbeck. Apagas la radio. Respiras hondo y te secas los ojos.
—Quisiera ver al sargento que estaba de guardia la noche en que James Ashworth se suicidó.
—¿Y usted es?
—John Piggott, su abogado.
El policía que está detrás del mostrador te indica que te sientes en las sillas de plástico.
—Siéntese, señor, por favor.
Te acercas a las sillas de plástico y te sientas debajo de las luces amarillas y mortecinas que siguen parpadeando, debajo del cartel descolorido que sigue advirtiendo de los peligros del alcohol al volante en Navidad…
Todavía no es Navidad.
El policía que está detrás del mostrador hace varias llamadas.
Miras el suelo de linóleo, los cuadrados blancos y grises, las marcas de botas y de sillas. El olor a desinfectante de pino ha sustituido al olor a perros sucios y verduras recocidas.
Han estado limpiando.
—¿Señor Piggott?
Te levantas y te acercas al mostrador.
—Me temo que el sargento está de vacaciones —dice el policía.
—¿Cuándo volverá?
—Eso no lo sé.
—¿Puede darme su nombre?
El policía niega con la cabeza:
—No puedo, lo siento.
—¿Normas?
Asiente.
—En ese caso, tal vez pueda ayudarme.
Deja de asentir.
—Verá, represento a Mary Ashworth. Como seguramente sabe, es la madre del pobre James Ashworth, que se ahorcó en una de sus celdas. A las ocho menos cinco de la mañana del 24 de mayo, para ser exactos. Supongo que estará al corriente, ¿verdad?
—¿En qué cree que yo podría ayudarlo, señor?
—A la señora Ashworth le gustaría mucho recuperar la ropa de Jimmy, y cualquier objeto que pudiera llevar encima cuando lo detuvieron. Y por supuesto su moto, que es bastante cara. Ya sabe usted que la gente a veces se pone sentimental.
El policía te mira y baja los ojos. Se saca el bolígrafo de la boca.
—Siéntese, por favor —dice.
Vuelves a las sillas de plástico, bajo las luces amarillas y mortecinas y el cartel descolorido que advierte de los peligros del alcohol al volante en Navidad.
No es Navidad.
El policía hace más llamadas.
Vuelves a mirar el suelo de linóleo, los cuadrados blancos y grises, las marcas de botas y de sillas. El olor a desinfectante de pino es muy intenso.
—¿Señor Piggott?
Te levantas y vuelves al mostrador.
—Me temo que hoy están todos en Rochdale, así que tendrá que pedir cita para otro día.
—¿Cuándo?
Mira el cuaderno grande abierto sobre la mesa. Empieza a pasar hojas. Se detiene y te mira.
—¿El miércoles?
Te encoges de hombros.
—¿Eso es un sí?
—¿A qué hora?
—A las diez.
—Gracias.
Cruzas el mercado vacío camino del Duck and Drake. Entras y pides una pinta. Te acercas al teléfono. Sacas la agenda roja y marcas.
El teléfono empieza a sonar al otro lado.
Suena y suena y suena.
Miras el reloj.
Las seis.
Cuelgas y dejas la pinta encima del teléfono. Vuelves al mercado vacío bajo la lluvia.
Es fiesta.
Lunes festivo.
Todo está muerto.
En la carretera, de vuelta a Wakefield, circulas por el carril lento y no enciendes la radio.
AL OTRO LADO DE LOS PEPINOS
Kathryn Williams
El detective que dirige la búsqueda de Hazel Atkins, la niña desaparecida en Morley, ha desmentido hoy que la policía estuviera investigando una posible relación entre la desaparición de Hazel y la de Susan Ridyard, que desapareció en Rochdale en 1972, a la salida del colegio.
Susan Ridyard tenía diez años en marzo de 1972. Su desaparición se relacionó en algún momento con el secuestro y el asesinato de Clare Kemplay en 1974, una niña de la misma edad de cuya muerte se acusó a Michael Myshkin, condenado a cadena perpetua en 1975.
Aunque Myshkin confesó en un primer momento haberse llevado a Susan y a Jeanette Garland de Castleford en 1969, más adelante negó su participación en los hechos y no llegó a ser acusado formalmente de ninguna de estas dos desapariciones. Michael Myshkin ha iniciado en fechas recientes los trámites necesarios para presentar un recurso de apelación contra la sentencia por el asesinato de Clare Kemplay.
No obstante, a mediodía de hoy, el oficial que dirige la búsqueda de Hazel, Maurice Jobson, ha calificado de «simple rutina» la presencia de detectives de West Yorkshire en Rochdale y ha negado que existiera ninguna relación entre ambas desapariciones, al tiempo que tachaba de «muy perjudiciales para la investigación policial» ciertas informaciones periodísticas.
James Ashworth, un joven de Fitzwilliam que colaboró en las pesquisas policiales, fue hallado muerto la semana pasada en una celda de la comisaría de Millgarth.
Dejas el periódico en el asiento del copiloto y arrancas el motor. Sigues hasta Blenheim y aparcas en la avenida. Bajas del coche y cierras las puertas. Entras en el edificio y subes las escaleras. Sacas la llave y te detienes…
La puerta está entornada.
Te quedas mirando, con la llave en la mano. Te cagas en tu alma. Avanzas un paso y empujas la puerta.
Se abre.
Te detienes y te cagas en tu alma.
—¿Hola?
Nada.
Te detienes, te cagas en tu alma y avanzas otro paso.
—¿Hola?
Nada.
Avanzas otro paso, entras y echas a andar despacio por el pasillo.
—¿Hola?
Nadie.
Miras en el dormitorio. En el baño. En la sala de estar. En la cocina…
Te cagas mil veces en tu alma:
Todo está revuelto.
Todo destrozado. Todo roto.
Todo.
Todo menos el espejo del baño.
Lo rozas con los dedos.
Escrito con pintalabios:
D-10.