40
Sábado, 14 de diciembre de 1974:
A ciento cincuenta por hora.
Por la autopista en dirección norte:
No sale de casa, no sale de casa, nunca sale de casa.
A media noche, gritando:
¡Nooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo!
8:15 h.
Millgarth, Leeds:
A mi antiguo despacho, escaleras arriba.
—¿Está ahí? —le pregunto a Julie, mi antigua secretaria.
Julie se levanta:
—Está reunido.
—¿Con quién? —pregunto, sin esperar…
—Un periodista del Post.
—¿Jack? —pregunto, con la mano en el pomo de la puerta.
—No.
Suelto el pomo.
—Tendrá que esperar —dice.
—No puedo.
Asiente. Descuelga el teléfono de la mesa y pulsa un botón. Oigo el zumbido al otro lado de la puerta.
—Gracias, guapa —digo.
—¿Qué tal por Bishopgarth? —pregunta, sonriendo.
—No lo sé. He estado en Londres hasta las tres de la madrugada.
—¿El señor Oldman sabe que ha vuelto?
—Si tiene dos dedos de frente, lo sabe.
—¿No quiere sentarse? —dice.
Miro el reloj:
—No puedo.
Vuelve a descolgar el teléfono y a pulsar el botón. Suena un zumbido al otro lado de la puerta.
—Gracias —repito.
La puerta se abre un milímetro. George está hablando con alguien:
—Usted haga sus indagaciones y yo haré las mías— le oigo decir.
Miro el reloj.
Oigo a George reírse.
—Bismarck dijo que un periodista era un hombre que no había querido oír la llamada de su vocación. Quizá usted tendría que haber sido policía, Dunstan —está diciendo.
Vuelvo a mirar mi reloj.
Julie sigue pulsando el botón.
George Oldman abre la puerta del todo y acompaña a un joven.
A un joven al que no he visto nunca.
—Ni una palabra —le dice—. Ni una puñetera palabra.
Suelta la mano del joven.
El joven sale.
George Oldman se vuelve a mí. Está cabreado.
—Maurice —suspira—. Te esperaba antes.
—He estado en Londres, en la conferencia. Nadie me ha avisado. Nadie llamó.
—Alguien se habrá…
—Duermo con la puta radio encendida, George.
—¿Y qué pasa con tus contactos paranormales?
No le hago caso y entro en mi antiguo despacho.
Me sigue.
Cierro la puerta. Quiero sentarme en mi sillón, detrás de mi escritorio, pero me abstengo.
Es él quien se sienta ahí.
—Esto es Leeds, Maurice.
—Jeanette Garland no era de Leeds. Susan Ridyard no era de Leeds.
—Eres tan torpe como ese periodista de los cojones.
—En ese caso, por una vez no estoy solo.
—Estamos empezando, Maurice. Tú lo sabes. Estamos empezando —dice.
Niego con la cabeza.
—Llevamos ya cinco años, George.
—Piensa a largo plazo. ¿Qué coño importa quién…?
—¿A largo plazo? —me río—. Soy yo quien está pensando a largo plazo, George. No tú.
Suspira, se frota los ojos y me mira desde el otro lado de mi antigua mesa.
—¿Qué quieres saber? —pregunta, con los ojos vacíos y las manos temblorosas.
—Todo.
Coge un expediente de la mesa y me lo lanza. Aterriza en el suelo.
—Ahí lo tienes —dice.
Lo recojo y lo abro. Miro la fotografía:
Clare Kemplay.
—¿Algo más? —suspira.
—Quiero participar —digo.
—Habla con Angus. Él es quien da las órdenes, no yo.
—George…
Se levanta.
—Tengo una puta rueda de prensa dentro de cinco minutos.
Me quedo en la puerta, espero y observo las caras.
Busco al hombre que estaba con George en el despacho.
Me dan un codazo en las costillas y vuelvo la cabeza.
—Jack —digo—. Eres el hombre al que quería ver.
—Eso dicen ellas —sonríe Jack. El aliento le huele a whisky.
—Creía que esta vez venía otro del Post.
Se ríe y señala a las primeras filas:
—¿Te refieres a ése?
El joven que estaba con George en el despacho está charlando y riendo con los demás.
Con el resto de la jauría.
—¿Cómo se llama?
—Primicia —se ríe Jack.
—Muy gracioso, Jack —suspiro—. ¿Me dices cómo se llama?
—Edward Dunford, corresponsal de sucesos del norte de Inglaterra.
—Yo creía que ése eras tú.
—Yo soy el mejor periodista de sucesos del año, si no te importa —dice, moviendo los ojos enrojecidos.
—Y ahora entiendo por qué —respondo, mirando mi reloj: Las nueve.
La puerta se abre al fondo de la sala.
Todos guardan silencio cuando Dick Alderman, Jim Prentice y Oldman entran en fila.
—¿Oye? —susurra Jack—. ¿Tu Mandy ha recibido algún mensaje para nosotros?
—Vete a la mierda.
Y paso de él.
Paso de todos.
Subo las escaleras y recorro el pasillo.
Por todas partes recibo saludos, apretones de manos y palmaditas en la espalda.
En la sala de incidentes de Leeds veo una cara conocida: John Rudkin, con una corbata naranja.
—Jefe —dice—. ¿Lo han dejado salir?
—Día libre.
—¿Cómo está?
—¿Quién sabe cómo está?
Asiente.
Nos quedamos mirando la fotografía ampliada de otra niña desaparecida.
Atrapados en las garras del tiempo…
Pegada en la pared del fondo, entre un mapa de Morley señalado con chinchetas y banderitas y una pizarra llena de letras y números escritos con tiza; sus medidas físicas y una descripción de su indumentaria: Chubasquero naranja tipo canguro; jersey de cuello alto azul marino; pantalones vaqueros azul claro con un águila dibujada en el bolsillo trasero izquierdo; botas de agua rojas…
Suena un teléfono.
Alguien contesta en otro lado de la sala y avisa a Rudkin. John descuelga el teléfono de su mesa. Escucha y me mira.
Con la cara velada de sombras.
Me pasa el teléfono.
Trago saliva.
—Maurice Jobson al habla.
—Maurice… —dice Mandy.
Todos los putos teléfonos empiezan a sonar a la vez.
—Unas alas manchadas de sangre…
Descuelgan en todas las mesas.
—La he visto.
Todos empiezan a llamar a voces a Rudkin.
—Al lado de la prisión.
Rudkin va de teléfono en teléfono.
—En una zanja…
Rudkin escucha.
—Está muerta.
Rudkin me mira.
—Maurice —dice, entre lágrimas—. Maurice…
Dejo caer el auricular.
—Tenía alas, unas alas manchadas de sangre.
La sala, el edificio, todo se cubre de sombras: La sombra de los Cuernos.
Otra vez a ciento cincuenta por la autopista.
La veo.
Luces y sirenas.
Al lado de la prisión.
Entro en Wakefield.
En una zanja.
Mi nuevo territorio.
Está muerta.
Mi puto territorio de puro infierno.
La Zanja del Diablo, Wakefield.
A la sombra de la prisión:
Un descampado junto a Dewsbury Road.
Paso St. Michael’s.
Entro en en el descampado lleno de baches. Dos coches patrulla ya están ahí.
Hay más en camino.
Abro la puerta antes de que el coche se pare.
Las botas en el barro.
George está ladrando a los agentes.
Mis agentes.
Salgo del coche y le pongo una mano en el hombro.
—Tú ya no trabajas aquí —le digo—. Ésta es mi zona.
—Vete al carajo, Maurice —grita.
Pero lo dejó atrás y agito los brazos.
—Sacadlos de aquí —les ordeno a mis hombres.
Les ladro a mis hombres.
360˚ por el descampado.
Oldman, Alderman, Prentice, Rudkin…
Todos me siguen.
La lluvia nos azota en la cara.
Fría y negra.
180˚ y por fin lo veo.
Unas letras grandes y negras aleteando bajo el viento y la lluvia: Construcciones Foster.
Frías y negras de cojones.
Otro giro de 180˚ y he llegado…
Al borde de la zanja.
Me detengo.
Me paro en seco:
El aire que respiro me ahoga.
La lluvia.
Miro a otro lado.
Miro el maldito cielo gris.
Estoy llorando.
Lágrimas, frías y negras de cojones.
El aire que respiro me mata.
Caigo de rodillas, con las manos unidas:
La veo.
POR FIN LA VEO.
De rodillas, con las manos unidas…
Rezo:
En la sombra de sus Cuernos.
Duerme, ángel callado, duerme.
Tiempos oscuros.
No hay día más oscuro…
Que este Tercer Día: Once de la mañana.
Sábado, 14 de diciembre de 1974:
Yorkshire.
Wakefield:
Comisaría de Wood Street.
Por el largo, largo pasillo.
Sala 1:
Terry Jones, de treinta y un años, con un chaquetón negro mojado, sentado a nuestra mesa.
Terry Jones, de Construcciones Foster.
Terry Jones, que estaba trabajando en Brunt Street, Castleford, en julio de 1969.
Terry Jones, que sigue trabajando donde acabamos de encontrar a Clare Kemplay en diciembre de 1974.
—Vuelva a contarnos qué paso, Terry —le digo a Terry Jones.
—Pregúntele a Jimmy —repite Terry Jones.
Vuelvo arriba y todos están cagados, hablan de traer polis de fuera, incluso de Scotland Yard, como si fuéramos una panda de cretinos incapaces de encontrarnos el culo sin ayuda de un puto mapa, y yo rezo para que no vengan, para que ningún capullo de la Policía Metroplitana de West Yorkshire asome las narices y…
—¿Maurice?
Ronald Angus me está mirando.
El jefe superior de Policía Ronald Angus.
Mi jefe.
—¿Sí?
—He ordenado que George se ocupe de la rueda de prensa, si no tienes ninguna objeción.
—Ninguna —digo, poniéndome en pie.
—¿Adónde vas? —pregunta Angus.
—Bueno, si no tienes ninguna objeción, creo que alguien debería tratar de pillar a ese hijo de puta —sonrío—. Si no tienes ninguna objeción, claro está.
Largos tiempos oscuros.
Un día oscuro y eterno.
El Tercer Día:
Tres y media de la tarde.
Sábado, 14 de diciembre de 1974:
Yorkshire.
Wakefield:
Comisaría de Wood Street.
Por el largo, largo pasillo.
Sala 2:
Abrimos la puerta y entramos.
Dick Alderman y Jim Prentice.
El uno con bigote, el otro con el pelo rubio y pajizo.
El Bigotes y el Pelopaja.
Y yo.
Maurice Jobson. El inspector Maurice Jobson.
Gafas gruesas de montura negra:
El Búho.
Y él:
James Ashworth, de quince años, con la indumentaria del detenido, camisa gris y pantalones grises, pelo largo y lacio, repanchingado en una silla al otro lado de nuestra mesa, con las uñas negras y los dedos amarillos.
Jimmy James Ashworth, de Construcciones Foster.
Jimmy Ashworth, el chico que encontró a Clare Kemplay.
—Ponte derecho y extiende las manos encima de la mesa —dice Jim Prentice.
Ashworth se pone derecho y extiende las manos encima de la mesa.
Jim Prentice se sienta frente a él, en diagonal. Se saca unas esposas del bolsillo de los pantalones de sport y se las pasa a Dick Alderman.
Dick Alderman se pone a dar vueltas por la sala, jugando con las esposas.
Cierro la puerta de la sala 2.
Dick Alderman se pone las esposas en los nudillos y se apoya en una de las paredes.
Me siento al lado de Jim Prentice, enfrente de Aswhorth, y lo observo…
En el silencio:
La sala 2 en silencio.
Jimmy Aswhorth levanta la mirada y sorbe por la nariz.
—¿Han hablado con Terry?
Asiento.
—¿Les ha dicho lo mismo?
Niego con la cabeza.
—Una vez más, Jimmy.
Se reclina en la silla. Suspira. Se muerde las uñas negras.
—Ponte derecho y extiende las manos encima de la mesa —dice Jim Prentice.
Ashworth se pone derecho y extiende las manos encima de la mesa.
Le paso un paquete de tabaco abierto.
—Una vez más, Jimmy —repito.
Sorbe por la nariz, se aparta el flequillo de la cara y coge un cigarrillo.
Jim Prentice le ofrece el mechero encendido.
Ashworth se inclina sobre la llama. Me mira y sonríe.
Vuelvo la cabeza y le doy la señal a Dick Alderman.
Dick da dos pasos desde la pared y le suelta un bofetón a Jimmy Ashworth.
El chico se cae de la silla.
Dick se agacha y le enseña el puño derecho, con las esposas en los nudillos:
—La próxima vez será con esto, chico.
Jim Prentice levanta del suelo al pobre capullo escuálido y lo sienta en la silla de un empujón.
—¿Estamos listos? —pregunto.
—Ya se lo he dicho —contesta.
Vuelvo la cabeza y miro a Dick Alderman.
—No, no —grita Ashworth—. No, esperen…
Esperamos:
—Ya se lo he dicho. Estábamos esperando al jefe, pero no venía y estaba lloviendo, así que estábamos allí sin hacer nada, bebiendo té y tal. Fui a la zanja a mear y entonces la vi.
—¿Dónde estaba, Jimmy?
—Cerca del borde.
—¿Y qué hiciste?
—Me quedé helado.
—¿Y entonces llegó Terry?
Asiente.
—¿Cuando tú estabas helado?
Jimmy Ashworth sorbe por la nariz.
—Sí —dice.
Vuelvo la cabeza y doy la señal.
Dick da dos pasos desde la pared y le suelta un bofetón en la cara.
Aswhorth vuelve a caerse de la silla.
Dick se agacha y le enseña el puño, con las esposas en los nudillos.
—Ésta ha sido la última con la izquierda. Te lo prometo.
Jim Prentice levanta del suelo al pobre capullo escuálido y vuelve a sentarlo en la silla de un empujón.
—La verdad, Jimmy, por favor.
—Creo que me alejé de allí —dice con un gemido—. No lo recuerdo exactamente.
—¿Quieres que ese caballero que está ahí te refresque un poco la memoria, Jimmy?
—No, no —vuelve a gritar—. No, escuchen, por favor…
Escuchamos.
—Tienen razón. Volví a la caseta. Lamenté que el jefe no estuviera, porque él habría sabido qué hacer. Pero sólo estaba Terry.
—¿Y los demás?
—Se habían ido con la furgoneta a no sé dónde.
—Entonces ¿Terry Jones y tú volvisteis a la zanja?
Niega con la cabeza.
—No, Terry me dijo que llamara a la policía.
—¿Y llamaste?
—Sí.
—¿Desde qué cabina?
—Una de Dewsbury Road.
—Sabes que lo comprobaremos, ¿verdad?
Asiente.
—¿Nada más, Jimmy?
Asiente de nuevo.
Miro a Dick.
Dick se encoge de hombros.
—Gracias, Jimmy —digo.
Dick se quita las esposas de los nudillos y sale al pasillo.
Jim Prentice se levanta.
—Buen chico, Jimmy —dice.
Espero hasta que sale al pasillo con Dick. Me inclino sobre la mesa, le sujeto de la cabeza y lo acerco a mí.
—Una última pregunta —le susurro al oído.
Ashworth me mira por debajo del flequillo, con la cara hinchada.
—¿Cómo se llama tu jefe?
—Es el señor Marsh —murmura.
—¿George Marsh?
Asiente.
Asiente y el corazón empieza a latirme con fuerza.
El corazón empieza a latirme con fuerza y aprieto los puños.
Aprieto los puños y la boca me sabe a sangre.
Le aparto el pelo lacio de la cara y le pellizco en la mejilla:
—Buen chico, Jimmy.
Asiente.
—Ni una palabra —le digo—. Ni una palabra.
Asiente de nuevo.
Me levanto y salgo al pasillo.
Dick y Jim me están esperando.
Miro el reloj.
Son casi las cinco:
Deben de estar terminando la autopsia.
Han cortado en pedazos a la pobre niña por segunda vez.
George Marsh se habrá sentado a cenar.
Levanto la vista. Oigo pasos que se acercan por el pasillo.
Pisadas familiares.
Bill Molloy se acerca a mí.
El inspector jefe retirado, Bill Molloy, el Tejón.
El pelo negro se ha vuelto gris y la piel amarilla.
Cierro la puerta de la sala 2.
—¿Bill? ¿Qué haces aquí?
Bill Molloy intenta mirar por encima de mi hombro.
—He venido a echar una mano —dice, guiñándome un ojo.
Cierro la puerta con llave y llamo a Netherton 3657.
Oigo sonar el teléfono.
—Netherton 3657, dígame.
—¿Está tu papá?
—No, está…
—¿Dónde está?
—Está en el hospital.
—¿En el hospital? ¿Qué le pasa?
—No lo sé.
—¿En qué hospital?
—No lo sé.
—¿Puedo hablar con tu mamá?
—No está.
—¿Dónde está?
—Ha ido a ver a papá.
—Cuando vuelva, dile que…
Llaman a la puerta. Cuelgo.
Vuelvo arriba, con la flamante Policía Metropolitana de West Yorkshire, la flamante Policía Metropolitana de West Yorkshire con sus trajes nuevos, sus zapatos relucientes y sus abrigos caros de piel de cordero colgados junto a sus trofeos y sus jarras de cerveza, la Policía Metropolitana de West Yorkshire con la tripa llena de cerveza y las carteras abultadas bajo los trajes tan bonitos y nuevos, la flamante Policía Metropolitana de West Yorkshire y un ex poli: Bill Molloy, el Tejón.
El que ha venido a echar una mano.
Y un poli invitado:
El inspector jefe Peter Noble.
El hombre que trincó a Raymond Morris.
Ronald Angus forma una cúpula con los dedos debajo de la barbilla.
—El campamento de gitanos de Hunslet… —dice.
Joder, pienso.
—George —dice Angus—. ¿Quieres hacer el favor de informarnos de los últimos acontecimientos?
Allá vamos otra vez:
—Un testigo vio una furgoneta blanca Ford Transit en Morley el jueves por la noche. Enseñamos al testigo las fotos de una furgoneta similar tomadas por una patrulla de vigilancia en el campamento de Hunslet, y la identificación ha sido positiva. He enviado a varios agentes a Rochdale en busca de los Lambert, que también declararon haber visto una furgoneta blanca y a varios gitanos a la hora de la desaparición de Susan Ridyard— dice Oldman sin resuello.
—¿Cúando vamos a por esos cabrones? —pregunta Dick.
—A media noche —dice Oldman.
—¿Los traemos aquí? —pregunta Prentice.
—Repartidlos. Unos aquí y otros a Queen’s.
—Informaremos abajo a las diez —dice Angus—. ¿Algo más?
Bill Molloy me mira desde el otro lado de la mesa.
—Estás muy callado, Maurice —dice.
—No como tú —sonríe Oldman.
—¿Es un delito? —pregunto.
—Es una coincidencia, Maurice —dice Bill.
—¿Qué otra cosa podía ser? —replico.
Con mi traje nuevo, mis zapatos relucientes y mi abrigo caro de piel de cordero en la pared, con la tripa llena de cerveza y la cartera abultada debajo del traje tan bonito y nuevo.
Asiento porque no hay nada más que decir.
Van a morir en este infierno.
Todos vamos a morir.
Salgo de Wakefield.
Subo por Netherton.
Aparco al final de Maple Well Drive.
Ya es de noche.
Todas las casas menos una tienen las luces encendidas.
Todas las casas menos el número 16.
Bajo del coche.
Echo a andar por la acera.
La casa está oscura.
No hay ninguna furgoneta en la puerta.
Entro en el jardín.
En el césped hay un puto comedero de pájaros.
Llamo al timbre:
No contestan.
Vuelvo a llamar.
No contestan.
Rodeo la casa.
Las cortinas están abiertas.
La chimenea apagada.
Nada.
Vuelvo a la entrada.
Vuelvo al coche.
Subo y espero.
Espero y vigilo.
Espera y vigilancia.
Nada.
Son más de las nueve cuando vuelvo a Blenheim.
Corazones tallados, hojas caídas.
Aparco. Abro la puerta del coche y escupo.
Otra vez el mismo sabor en la boca.
Bajo del coche y echo a andar entre los charcos de agua estancada.
La luz de la luna fea y la lluvia negra.
Los bajos de los pantalones, los calcetines y los zapatos llenos de barro.
La Zanja del Diablo.
Entro en el portal. Subo las escaleras y llamo a la puerta del apartamento 5.
—¿Maurice?
—Sí. Soy yo, cariño.
La puerta se abre sin la cadena echada y allí está…
Guapa de verdad.
—La he visto —dice.
Asiento con la cabeza.
Me da la mano y me acerca.
—No puedo —digo.
Me mira.
—Tengo que volver.
—Tenía alas, Maurice. Alas manchadas de sangre.
Asiento.
—La he visto.
—Lo sé.
Me aprieta la mano.
—Volveré en seguida —digo.
—¿Lo prometes?
—Te lo juro.
Vuelve a apretarme la mano.
—Cierra con llave —le digo.
Hay tres sobres encima de mi mesa. Me siento con un cigarrillo sin encender. Abro el sobre de arriba. Saco dos folios escritos a máquina y tres fotos ampliadas, en blanco y negro.
El examen postmórtem.
Me seco los ojos y miro el reloj:
Las once y media.
Sábado, 14 de diciembre de 1974.
Cojo la agenda y paso las páginas. Encuentro el número que quiero. Acerco el teléfono. Marco y cubro el micrófono con un pañuelo.
El teléfono suena.
—Ossett 256199. Dígame —contesta una mujer.
—¿Está Edward?
—Un momento, por favor.
Una pausa.
Beethoven al otro lado de la línea.
—Edward Dunford al habla.
—¿Un sábado por la noche es buen momento para dar un paseo? —digo.
—¿Quién es?
Espero.
—¿Quién es?
—No le hace falta saberlo.
—¿Qué quiere?
—¿Le interesa el mundo de los gitanos?
—¿Qué?
—¿Furgonetas blancas y gitanos?
—¿Dónde?
—La salida Hunslet Beeston de la M1.
—¿Cuándo?
—Ya llega tarde. —Y cuelgo.
4LUV.