10

T’hemos trincao.

Noche oscura.

11.º día:

Una de la madrugada.

Domingo, 22 de mayo de 1983:

Yorkshire.

Leeds.

Comisaría de Millgarth.

La Barriga.

Sala 4:

James Ashworth, veintidós años, con la indumentaria del detenido, camisa gris y pantalones grises, pelo largo y lacio, repanchingado en una silla al otro lado de nuestra mesa, los brazos en jarras y una colilla a punto de quemarle las uñas sucias entre los dedos amarillos…

Jimmy James Ashworth, antiguo amigo y vecino de Michael Myshkin, asesino de niñas.

Jimmy Ashworth, el chico que encontró a Clare Kemplay.

—Por enésima vez, Jimmy. ¿Qué coño hacías el jueves en Morley? —pregunté.

Y por enésima vez contestó:

—Nada.

Lo teníamos allí desde las cinco del jueves por la tarde, cuando lo trincamos dando vueltas con su moto por Morley, vestido de cuero y ropa vaquera de los pies a la cabeza, con las palabras Saxon y Angelwitch rotuladas en la espalda entre un par de alas de cisne. Lo teníamos allí desde la tarde del jueves, pero técnicamente no empezamos a interrogarlo hasta las siete de la mañana del viernes, y aunque llevábamos ya seis horas con el capullo no habíamos conseguido sacarle nada, nada más que la cazadora, las botas y la moto, la mierda de las uñas, sangre de los brazos y una muestra de semen de la polla, así que fuimos a Fitzwilliam y destrozamos su casa, el garaje y el jardín, nos llevamos la ropa del cesto de la ropa sucia y la que estaba tendida en la cuerda, tomamos muestras de polvo y de pelo del suelo, de las manchas de las sábanas, requisamos la basura de los cubos, se lo enviamos todo a los forenses y por último nos llevamos a su madre y a su padre, a toda su familia de quinquis, a los del taller donde trabajaba, a los tíos a los que llamaba sus amigos y a la tía con la que follaba, los detuvimos a todos, pero no habíamos conseguido sacarles una mierda, nada…

Todavía.

T’hemos trincao…

Una noche larga y oscura.

11.º día:

Tres de la mañana.

Sábado, 22 de mayo de 1983:

Yorkshire.

Leeds.

Comisaría de Millgarth:

En la Barriga.

Sala 4:

Abrimos la puerta y entramos:

Dick Alderman y Jim Prentice.

Uno con bigote gris, el otro calvo, con algunos mechones de pelo fino y pajizo: El Bigotes y El Pelopaja.

Y yo:

Maurice Jobson; el inspector Maurice Jobson.

Gafas gruesas de montura negra.

El Búho.

Y él:

James Ashworth, veintidós años, con la indumentaria del detenido, camisa gris y pantalones grises, pelo largo y lacio, repanchingado en una silla al otro lado de nuestra mesa, con las uñas sucias y los dedos amarillos…

Jimmy James Ashworth, el chico que encontró a Clare Kemplay.

—Siéntate derecho y extiende las manos encima de la mesa —dijo Jim Prentice.

Ashworth se sentó derecho y extendió las manos encima de la mesa.

Jim Prentice se sentó enfrente, en diagonal. Se sacó unas esposas del bolsillo de los pantalones de sport y se las pasó a Dick Alderman.

Dick se puso a dar vueltas por la sala, jugando con las esposas, y por fin se sentó enfrente de Ashworth.

Cerré la puerta de la sala 4.

Dick se puso las esposas en los nudillos del puño derecho.

Me apoyé en la puerta, me crucé de brazos y esperé a ver qué cara ponía Ashworth.

En medio del silencio:

La sala 4 en silencio, la Barriga en silencio.

La comisaría en silencio, el mercado en silencio.

Leeds dormido, Yorkshire dormido.

Dick se levantó de un salto y lanzó el puño derecho contra la mano derecha de Ashworth.

Ashworth gritó.

El grito resonó en la sala, en la Barriga.

En la estación, en el mercado.

En Leeds, en Yorkshire.

Gritó.

—Vuelve a poner las manos en la mesa —dijo Jim.

Ashworth volvió a poner las manos en la mesa.

—Extendidas —dijo Jim.

Ashworth intentó extenderlas.

—Qué mala pinta tienen —dijo Dick.

—Tendría que verlas el médico —dijo Jim.

Los dos sonreían a Ashworth.

Jim se levantó y se acercó a mí.

Abrí la puerta y salí al pasillo.

Volví a entrar y le di a Jim una manta.

Jim le echó la manta a Ashworth por encima de los hombros.

—Toma, chico.

Jim se recostó en la silla. Sacó un paquete de JPS del bolsillo de la cazadora. Le ofreció uno a Dick.

Dick sacó un mechero y encendieron un cigarrillo.

Le echaron el humo a Ashworth.

Ashworth tenía las manos extendidas encima de la mesa, temblorosas.

Dick se inclinó hacia delante. Dejó el cigarrillo suspendido a escasos centímetros de la mano de Ashworth y empezó a darle vueltas entre dos dedos.

Ashworth contrajo la mano derecha.

En medio del silencio:

La sala 4 en silencio, la Barriga en silencio.

La estación en silencio, el mercado en silencio.

Dick volvió a inclinarse y sujetó la muñeca derecha de Ashworth. Le obligó a apoyar la mano derecha en la mesa. Apagó el cigarrillo en el dorso de la mano magullada de Ashworth.

Ashworth gritó.

El grito resonó en la sala, en la Barriga.

En la estación, en el mercado.

En Leeds, en Yorkshire.

Gritó.

Dick le soltó la muñeca y se acomodó en su silla.

—Las manos extendidas —dijo Jim Prentice.

Ashworth extendió las manos.

Olía a piel chamuscada:

Su piel chamuscada.

—¿Otro? —dijo Jim.

—No me importaría —dijo Dick. Sacó otro JPS del paquete. Lo encendió y miró a Ashworth fijamente. Se inclinó sobre la mesa y empezó a jugar con el cigarrillo a escasos centímetros de la mano de Ashworth.

Ashworth se levantó, sujetándose la mano derecha con la izquierda.

—¿Qué quieren? —preguntó.

—Siéntate —ordenó Jim.

—Díganme qué quieren.

—Siéntate.

Ashworth se sentó.

Dick Alderman y Jim Prentice se levantaron.

—Levántate —ordenó Jim.

Ashworth se levantó.

—La vista al frente.

Ashworth llevó la vista al frente.

—No te muevas.

Dick y Jim apartaron a un lado la mesa y las tres sillas. Abrí la puerta. Salimos al pasillo. Cerré la puerta. Miré a Ashworth por el ojo de la cerradura. Seguía de pie en el centro de la sala, sin moverse y con la vista al frente.

—Lástima que el Tejón y Rudkin no estén con nosotros —dijo Jim—. Sería como en los viejos tiempos.

Los viejos tiempos.

No le hice caso.

—¿Dónde está Ellis? —le pregunté a Dick.

—Arriba.

—¿Lo tiene?

Dick asintió.

—Ve a buscarlo.

Dick se alejó por el pasillo.

—Lástima que no estén aquí —repitió Jim.

—Lástima que no esté tanta gente —dije.

Jim cerró el pico.

Dick volvió con Mike Ellis. Ellis llevaba una caja envuelta en una manta.

—Buenos días —dijo con voz pastosa. Le apestaba el aliento a whisky.

—¿Estás preparado, Michael?

Asintió con la cabeza.

Me acerqué a su boca.

—¿Has desayunado un par de lingotazos para infundirte valor?

Intentó apartar la cabeza.

Lo agarré del pescuezo.

—No vayas a joderla, Michael.

Asintió. Le di una palmadita en la cara. Sonrió. Sonreí.

—¿Listos? —preguntó Jim.

Asentimos. Ellis dejó la caja en el suelo, de momento en el pasillo. Le di un paquete envuelto en papel marrón y abrí la puerta.

Entramos…

En la sala 4.

James Ashworth, veintidós años, con la indumentaria del detenido, camisa gris y pantalones grises, pelo lacio, una quemadura de cigarro y una herida ensangrentada a juego con las uñas sucias y negras y los dedos sucios y amarillos.

Jimmy James Ashworth, antiguo amigo y vecino de Michael Myshkin, asesino de niñas.

Jimmy Ashworth, el chico que encontró a Clare Kemplay.

Jim Prentice y yo nos quedamos en la puerta. Dick y Ellis volvieron a colocar la mesa y las sillas en el centro de la sala.

Dick puso una silla detrás de Ashworth.

—Siéntate —le ordenó.

Ashworth se sentó enfrente de Ellis.

Dick recogió la manta del suelo y se la puso a Ashworth encima de los hombros.

Ellis encendió un cigarrillo.

—Las manos extendidas encima de la mesa —dijo.

—¿Van a decirme qué quieren? —preguntó Ashworth.

—Tú extiende las manos, Jimmy.

Ashworth extendió las manos.

Dick se puso a dar vueltas por detrás de él.

Ellis dejó el paquete marrón encima de la mesa. Lo abrió y sacó una pistola. La dejó en la mesa, entre Ashworth y él.

Le sonrió a Ashworth.

Dick dejó de dar vueltas por la sala y se detuvo detrás de Ashworth.

—La vista al frente —dijo Ellis.

Ashworth llevó la vista al frente, en silencio: La sala 4 en silencio, la Barriga en silencio.

Ellis se levantó de un salto y sujetó a Ashworth de las muñecas.

Dick cogió la manta, se la echó a Ashworth por encima de la cabeza y la retorció.

Ashworth se cayó de la silla.

Empezó a toser y a jadear; se estaba ahogando.

Ellis seguía sujetándolo de las muñecas.

Dick retorcía la manta.

Ashworth estaba de rodillas en el suelo.

Tosiendo y jadeando; ahogándose.

Ellis soltó las muñecas de Ashworth.

Ashworth dio una vuelta con la manta en la cabeza y chocó contra la pared: CRAC.

El golpe resonó en la sala, en la Barriga.

Dick le quitó la manta, lo agarró del pelo, lo levantó y lo puso contra la pared.

—Da media vuelta y mira al frente.

Ashworth dio media vuelta.

Ellis tenía la pistola en la mano derecha.

Dick tenía un puñado de balas en la mano. Las lanzó al aire y las recogió.

—¿Podemos pegarle un tiro, jefe? —preguntó Ellis.

—Pegadle un tiro —dije.

Ellis extendió los brazos y apuntó a la cabeza de Ashworth.

Ashworth cerró los ojos y empezó a llorar.

Ellis apretó el gatillo.

CLIC.

No pasó nada.

—Mierda —dijo Ellis.

Dio media vuelta y se puso a toquetear la pistola.

Ashworth se había meado encima.

—Ya está arreglada —dijo Ellis—. Esta vez no fallará.

Volvió a apuntar con la pistola.

Ashworth seguía con los ojos cerrados.

Ellis apretó el gatillo.

¡BANG!

James Ashworth, de veintidós años, creyó que estaba muerto: Abrió los ojos. Vio la pistola. Vio el humo negro que salía del cañón. Lo vio flotar y caer al suelo.

Nos vio a todos riéndonos.

—¿Qué quieren de mí? —gritó—. ¿Qué cojones quieren?

Dick dio un paso al frente y le soltó una patada en los huevos.

Ashworth cayó al suelo.

—¿Qué quieren de mí? —repitió.

—Levántate.

Se levantó.

—De puntillas —dijo Dick.

—Díganmelo, por favor.

Dick dio un paso al frente y volvió a soltarle una patada en los huevos.

Ashworth volvió a caer al suelo.

Ellis se acercó y le dio una patada en el pecho. Otra en el estómago. Le esposó las manos detrás de la espalda. Le apretó la cara contra el suelo, en un charco de su propio pis.

—¿Te gustan las ratas, Jimmy?

—¿Qué quieren de mí?

—¿Te gustan las ratas?

Dick salió al pasillo y volvió a entrar. Llevaba la caja envuelta en la manta.

Ashworth seguía tirado en el suelo. Seguía tirado en su propia meada.

Dick se acercó a Ashworth y dejó la caja en el suelo, cerca de la cara de Ashworth.

Ellis lo agarró del pelo y le levantó la cabeza.

Dick quitó la manta que cubría la caja.

Era una rata gorda. Una rata sucia. Una rata que miraba fijamente entre los barrotes de la jaula. Una rata que miraba fijamente a Ashworth.

Dick inclinó la jaula.

La rata se deslizó hacia los barrotes, muy cerca de Ashworth.

—¡A por él! ¡A por él! —se rio Dick.

La rata estaba asustada. Empezó a bufar. Se agarró a los barrotes. Clavó las uñas en la cara de Ashworth.

—Está muerta de hambre —dijo Dick.

Ellis empujó la cara de Ashworth contra la jaula.

—Con cuidado —dijo.

La rata retrocedió.

Dick le dio un puntapié a la jaula y la rata volvió a acercarse a los barrotes.

Rozó con la cola la cara de Ashworth.

—Dale la vuelta, dale la vuelta —gritó Jim Prentice.

—Ábrela —dije yo.

Dick inclinó la jaula. La puerta quedó mirando hacia arriba. A continuación abrió la puerta de la jaula.

La rata estaba en un rincón, mirando la puerta abierta.

Ellis empujó la cara de Ashworth contra la puerta abierta.

Ashworth abrió unos ojos como platos.

Empezó a gritar y a llorar.

Con los ojos como platos.

Forcejeó para liberarse.

La rata gruñó. La rata se cagó. La rata miró a Ashworth.

Ellis volvió a empujar la cara de Ashworth contra la jaula abierta.

Ashworth estaba a punto de desmayarse.

—¿Qué he hecho? —preguntó a gritos.

Di la señal con la cabeza.

Ellis lo agarró del pelo y lo alejó de la jaula.

—¿Qué has dicho? —preguntó.

Ashworth estaba temblando. Llorando.

Negué con la cabeza.

Ellis volvió a empujarle la cabeza contra la jaula.

Ashworth volvió a gritar:

—¿Qué he hecho? Por favor, díganme qué he hecho.

Volví a asentir.

Ellis le apartó la cara de nuevo:

—¿Qué?

—Por favor, díganme qué he hecho.

—Repítelo.

—Por favor…

Pero Dick metió la mano en la jaula y cogió a la rata de la cola. La balanceó y la estampó contra la pared.

¡ZAS!

La sangre salpicó a Ashworth y a Ellis.

—¡Joder! —protestó Ellis—. ¿Qué coño haces?

Dick tiró a la rata agonizante al suelo de la sala 4 y se acercó a James Ashworth, de veintidós años, desmadejado en brazos de Ellis. Dick se agachó para apartarle el pelo largo y lacio de la cara. Se limpió las manos en las mejillas de Ashworth, en su camisa y en sus pantalones de detenido.

—Bien hecho, Jimmy —sonrió Dick—. Bien hecho.

—Limpia esto —le dije a Jim Prentice.

Salí al pasillo y miré el reloj.

Eran casi las diez.

11.º día.

Oí pasos en las escaleras, en el pasillo; se acercaban a la Barriga.

Miré en esa dirección.

Era John Murphy.

El detective jefe John Murphy, de la Brigada de Investigación Criminal de Manchester.

—¿John? ¿Qué cojones haces aquí?

John miró hacia la sala 4 por encima de mi hombro.

—Tenemos un problema, Maurice.

—¿Sí?

—Sí —asintió—. Un problema de la hostia, Maurice.

Rochdale…

Lancashire.

Mediodía.

Domingo, 22 de mayo de 1983:

Undécimo día.

Cuatromilésimo undécimo día: La mujer demacrada, de mediana edad, estaba sola, en la penumbra de su pareado, sentada en la penumbra y estremecida por las lágrimas: lágrimas de tristeza y de rabia, lágrimas de dolor y de…

Espanto.

Espanto y dolor, rabia y tristeza, como la lluvia entre sus dedos huesudos y blancos, como la lluvia entre sus dedos huesudos y blancos y las rodillas rotas; las rodillas rotas en las que se apoyaba…

La caja de zapatos.

Se aferraba con los dedos huesudos y blancos a la caja de zapatos apoyada en las rodillas rotas; a la caja de zapatos mojada por las lágrimas de tristeza y de rabia, por las lágrimas de espanto y de dolor; a la caja de zapatos en la que estaba escrito: Susan Ridyard.

Me fijé en las dos fotografías que estaban encima del televisor: una de una niña sola y sonriente junto a otra de la misma niña con su hermano y su hermana, los tres sentados, con el uniforme escolar.

Dos niñas y un niño.

La fotografía de dos niñas y un niño que en el aparador, en el pasillo, en las paredes, se convertían en fotografías de una niña y un niño que iban creciendo con el paso del tiempo.

Siempre crecían, pero nunca sonreían.

Nunca sonreían, porque la niña que aparecía sola y sonriente encima del televisor ya no estaba.

No crecía, pero seguía sonriendo.

Susan Ridyard.

Ya no estaba:

Susan Louise Ridyard, de diez años, desaparecida.

Vista por última vez el 20 de marzo de 1972 a las 15:55 h.

Alumna del colegio de primaria Holy Trinity de Rochdale.

Miré por la ventana las casas de la acera de enfrente y vi a los vecinos detrás de las cortinas, los coches de policía y la ambulancia, la lluvia en las dobles ventanas.

A mi lado, en la ventana, el médico daba vueltas a un frasco de pastillas: las pastillas que sedarían a la señora Ridyard, las pastillas que necesitaba desesperadamente para sedarla y poder salir de aquella casa, de aquel horror.

De aquel horror y de la caja de zapatos que la mujer agarraba con los dedos huesudos y blancos, apoyada en las rodillas y mojada, en la que estaba escrito, con letra infantil: Susan Ridyard.

—¿Alguien quiere una taza de té? —preguntó el señor Ridyard, entrando con una bandeja.

—Gracias —dije. Vi que su mujer lo miraba con odio mientras servía la leche y el té en sus cuatro mejores tazas.

Derek Ridyard nos pasó la taza al médico y a mí.

—¿Cariño? —se volvió a su mujer.

Pero antes de que pudiera levantarme para impedírselo, antes de que el médico o yo pudiéramos evitarlo, ella le tiró la taza de té de las manos con la caja de zapatos.

—¿Cómo puedes? —gritó.

Y, agarrada a la caja de zapatos, volvió a gritar.

—¡Esto es tu hija! ¡Esto es Susan!

Entre el médico y yo la sentamos en el sofá, mientras su marido chorreaba té ardiendo. El médico le metió las pastillas en la boca y pidió agua. Llegaron los agentes, los oficiales y la ambulancia. Le quitaron la caja de zapatos de las manos.

Se la quitaron y me la dieron.

Me quedé con la caja de zapatos en la mano, la caja de zapatos rotulada con letra infantil, una letra que me gritaba entre los dedos, que llevaba casi diez años gritándome.

Que gritaba y lloraba con su madre:

Susan Ridyard.

En el cuarto de baño, abrí el grifo de agua fría y me lavé las manos.

Me acuerdo de vosotros a todas horas…

De la gente a la que había querido y a la que no: desperdigada o muerta; no sabía dónde están ni cómo están.

Bajo el castaño frondoso…

El agua seguía corriendo y yo lavándome las manos.

En el árbol, en sus ramas.

Lavándome las manos sin parar.

Donde yo te vendí y tú me vendiste.

El Búho.

Te espero en el árbol…

Seguía oyendo los sollozos de la madre, atroces, leves. La caja de zapatos estaba a mi lado, en la alfombrilla rosa del cuarto de baño que olía a pino, a pis y a excrementos.

En sus ramas.

El señor Ridyard y yo nos quedamos en la puerta de la casa mirando las nubes negras.

—Esa lluvia hace milagros en mi huerto —dijo.

—Ya lo supongo —asentí. Y en las manos…

En mis manos sucias…

Los huesitos de su hija.

El señor Ridyard y yo nos quedamos en la puerta del jardín mirando las casas de enfrente.

—Milagros —gritó.

—Sí —musité, cayendo en el pozo del pasado…

En el pasado oscuro.

En la sombra de los Cuernos.