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Se acercan sirenas y luces azules.

Me aparto de la ventana.

—Ya están aquí —digo.

Está arrodillada delante de la butaca, sollozando, con un rosario en la mano.

La levanto, le paso el brazo izquierdo alrededor del cuello y empuño la escopeta con la mano derecha.

Avanzo con ella hasta la puerta.

Abro bruscamente justo cuando dos agentes de uniforme entran por la cancela y se acercan por el jardín.

—¡Váyanse! —grito—. ¡Váyanse o le vuelo la puta cabeza!

Ella grita y patalea.

Los polis retroceden por el jardín, salen por la cancela y se esconden detrás del coche.

Bajo el arma y aprieto el gatillo.

¡BANG!

La bala atraviesa el seto y da en un costado del coche.

Las luces se apagan.

La arrastro por el jardín hasta la casa y cierro de un portazo.

La empujo hasta el cuarto de estar. Le ato las manos y los pies.

Abro la cortina. Rompo el cristal y vuelvo a disparar a la noche.

¡BANG!

Recargo:

Esto no ha hecho más que empezar.

Voy a la cocina. Muevo un armario y la nevera para bloquear la puerta trasera.

Rompo botellas de leche. Rompo su mejor porcelana. Desperdigo los fragmentos por la barricada.

Vuelvo al cuarto de estar y empiezo a poner muebles delante de la ventana.

Está tumbada en el suelo; le castañetean los dientes.

Rompo la tele de una patada. Saco la gasolina. La derramo por todas partes.

Por la cocina y la sala de estar.

—Muy bien —digo—. Es hora de irse a la cama.

La arrastro escaleras arriba hasta el dormitorio que da al patio.

La tiro encima de la cama y voy corriendo al dormitorio que da al jardín.

Levanto el colchón y la cama, lo pongo delante de la ventana y lo sujeto con el armario.

Oigo sonar el teléfono en el piso de abajo.

Desmonto las puertas del baño y el dormitorio principal. Cubro con una puerta la ventana del baño y con otra las escaleras.

Vuelvo al dormitorio de atrás. La tiro de la cama al suelo. Me aseguro de que está segura. Levanto la cama para cubrir la ventana.

El teléfono sigue sonando.

Bajo al vestíbulo despacio. No hay luces encendidas: El dolor se lleva dentro.

Descuelgo el teléfono. No digo nada.

Escucho.

—Quiero hablar con Maurice Jobson —digo—. Dígale que necesito un amigo.

Cuelgo.

Me siento a esperar en las escaleras.

Vuelve a sonar el teléfono.

Los veo moverse por el jardín.

Me quito una bota y la lanzo contra el teléfono para descolgar el auricular.

Los oigo gritar:

—¡Adelante!

Apunto a la puerta con la escopeta. Justo cuando se abre…

¡BANG!

—¡JODER! ¡JODER!

Dos cañones:

¡BANG!

—¡JODEEEEEEEEEEEEEEEEEEEEER!

Vuelvo al piso de arriba. Bloqueo las escaleras con la puerta y entro en el dormitorio.

Está tumbada en el suelo, tapándose los oídos con la falda, tan jodida como siempre.

Gritando, llorando.

Oigo más sirenas.

Miro las paredes.

Hay pósters de Karen y Richard.

Vuelve a ser ayer.

—¿Dónde está Barry? —le grito—. ¿Qué coño has hecho con él?