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Va jadeando, escupiendo sangre y corriendo a ciegas.

Y otra vez el mismo hombre en el mismo coche: Joder.

BJ lo deja acercarse dos metros y vuelve a correr.

Viento, lluvia, la voz del hombre:

—¿BJ?

BJ salta la tapia de un descampado y cae al suelo al otro lado, sangrando, llorando y rezando, corre por el descampado sin parar de tropezar hasta un parque, cruza el parque, trepa otra tapia que da a unos huertos y va dejando gotas de sangre entre las hortalizas hasta que salta otra tapia que da a una calle de viviendas adosadas, baja corriendo, tuerce a la derecha, entra en otra calle de casas adosadas, vuelve a torcer a la izquierda y otra vez a la derecha.

Tiene que alejarse de las calles.

Sale de la calle y entra en el jardín de una casita tranquila.

En el jardín trasero.

Bingo.

Un cobertizo, negro bajo la lluvia, al fondo del jardín.

La puerta no está cerrada, sólo atrancada con un ladrillo.

Entra y se sienta encima de un montón de periódicos viejos, junto a una pala y un cortador de césped, una carretilla y un escardador.

Espera.

Espera a que oscurezca.

Aunque siempre está oscuro.

BJ sigue sentado y esperando en la oscuridad, en la oscuridad interminable, y llora.

Llora.

Llora por las heridas en las manos y las heridas en las piernas, por las heridas en la cara y las heridas en la cabeza.

Por el barro en los pantalones y el barro en los zapatos, en la cazadora y en la camisa.

Por el lío.

Por el lío de cojones en el que está metido.

Y BJ no es el único:

Llora por su madre.

Llora por su madre y por todas las personas a las que ha querido o ha jodido o las dos cosas.

O simplemente con las que ha follado:

Por Barry Gannon y Bill Shaw.

Hasta por Eddie Dunford y Paula Garland.

Pero sobre todo llora por Grace y por Clare: Allí, en el cobertizo de alguna persona agradable, en un jardín agradable, en Preston, a las diez y media de la mañana de un viernes lluvioso.

Viernes, 21 de noviembre de 1975.

Llora sin parar; por fin llora.

Con los nudillos rojos y los dedos azules, se muerde las manos y los puños de la camisa y desea parar.

Desea que todo pare de una puta vez.

Parar y rebobinar.

Que los muertos vivan, que los vivos nunca mueran: «¡Clare!».

BJ se saca la foto del bolsillo:

Clare, con los ojos abiertos y las piernas abiertas, acariciándose el coño.

Aunque no es ella, en realidad no es ella, y BJ estruja la foto, se la guarda en el bolsillo de la chaqueta y cierra los ojos para conseguir que todo pare y se aleje.

Pero cuando cierra los ojos vuelve a ver el cadáver de Clare.

Su cadáver tendido en una camilla y la sábana manchada de sangre levantada por el viento: Un chaquetón tres cuartos verde claro con el cuello de piel sintética, un suéter azul turquesa debajo de una camiseta de tirantes ceñida amarillo chillón, pantalones marrones y botas de ante marrón, de media caña.

Abre los ojos y mira furtivamente por la ventana sucia y mojada el agradable jardín y la agradable casita con sus agradables visillos y sus agradables adornos en la agradable repisa de la ventana, su agradable gatera y su agradable comedero para pájaros.

Pájaros con sus alas, con sus alitas de ángel para volar muy alto.

Se levanta la camisa con los dedos sucios y mojados y se palpa la espalda, entre los omóplatos, en busca de las protuberancias…

Las protuberancias de unas alas.

Pero no las encuentra.

Se baja la camisa sucia y piensa en su madre y en su agradable casita con su agradable jardín que nunca tuvo; en Clare y en sus hijas en su agradable casita con su agradable jardín que nunca tuvieron ni tendrán.

BJ espera en la oscuridad interminable y llora.

Es viernes, 21 de noviembre de 1975:

Norte de Inglaterra.

Clare está muerta.

Está oscuro cuando BJ abre la puerta del cobertizo.

Siempre oscuro.

Sigue sin haber luces en la casa, así que vuelve a salir a la calle.

Va al trote hasta el final de la calle y se asoma en la esquina: Despejado.

Zizaguea por callejuelas de casas adosadas deseando que pare de llover aunque sólo sea un puto minuto.

Llega al campo de deportes y al fondo, detrás de las casas, ve una calle de doble sentido.

Empieza a cruzar el campo de deportes y entonces los ve: Joder.

Una línea de polis con bastones, buscando algo en el campo de deportes.

El arma homicida.

A alguien.

Un niño desaparecido; yo.

Linternas y capas de agua desplegadas como un maldito ejército nocturno que avanza hacia él.

Pero no lo ven. Todavía no.

Están lejos de las farolas, en las sombras.

Se oculta en el barro, se agazapa y se arrastra por una zanja, llega a otra zanja y avanza despacio…

Muy despacio, hasta que los polis pasan de largo y se alejan por detrás, y entonces BJ vuelve a reptar.

Reptando y agazapado alcanza la calle de doble sentido que no sabe adónde conduce.

A cualquier parte menos allí.

Mira por encima del hombro a los polis con sus bastones, sus linternas y sus capas, y da las gracias al puto Dios porque esa noche no hayan sacado los perros.

Llega a los jardines de las casas que se interponen entre la carretera y él.

Merodea en busca de otra casa con las luces apagadas o al menos con las cortinas cerradas.

Encuentra una, a oscuras.

Salta la valla de madera, cae entre los arbustos, atraviesa el césped bien cuidado, rodea la casa por un costado, llega al jardín delantero y se esconde entre los ligustros para asegurarse de que puede salir sin peligro.

Como en una película de guerra.

Al cabo de un minuto sale a la calle y echa a andar por el borde de una vía amplia y muy transitada, camino del lugar donde por fin podrá salir de allí.

De la Alemania nazi.

Sigue andando, entre luces amarillas que vienen y luces rojas que van, practicando alemán mentalmente y pensando en la manera de cruzar al otro lado, donde hay más campos de deportes y zonas arboladas, pensando que allí al menos podrá huir si los teutones asoman sus caras de nazis de mierda.

Y mientras piensa adónde ir un coche se detiene.

Un coche se detiene y el conductor baja la ventanilla.

Baja la ventanilla y dice:

—Hola, Barry, estás empapado.