14

Caía por un abismo enorme, muy lejos de aquí, con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, como un animal, la madre atrapada y forzada a presenciar el sacrificio de su hijo, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, se daba de bruces contra el suelo de linóleo a cuadros blancos y grises, entre marcas de botas y marcas de sillas, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, bajo la luz amarilla y mortecina que no paraba de parpadear y del cartel descolorido que advertía de los peligros del alcohol al volante en Navidad, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, el olor a perros sucios y a verduras recocidas, entre aullidos y alaridos mientras tú anotabas sus nombres y sus números de placa y los amenazabas con las cosas que ibas a hacerles, les decías que estaban hasta el cuello de mierda, que la habían cagado, pero ellos guardaban silencio y esperaban a que viniera un agente para llevaros a los dos al sótano, toda la comisaría en silencio menos ella, con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, a su lado un pistolero joven columpiándose en una silla, con las manos detrás de la cabeza, masticando chicle como si nada, hasta que te abalanzaste para agarrarlo del cuello y estrangularlo, pero los demás te sujetaron, te amenazaron con las cosas que iban a hacerte, dijeron que estabas hasta el cuello de mierda, que la habías cagado, ella seguía con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos se oyeron crujir sus gafas, pisoteadas por las botas de los polis, y entonces llegó un agente para llevaros al sótano, a las celdas, al pie de las escaleras, por un pasillo hasta la puerta de la sala 4, y allí estaba, con las botas puestas todavía dando vueltas mientras intentaban descolgarlo, olor a pis mezclado con olor a cerveza, el cuerpo pegado a la rejilla de ventilación y un cinturón atado al cuello, con una cazadora que llevaba rotuladas en la espalda las palabras Saxon y Angelwitch entre un par de alas de cisne, la lengua hinchada y los ojos como platos mientras seguían intentando descolgarlo para llevárselo, enterrarlo en un agujero y olvidarse de todo, pero nunca podrán olvidarse, porque ella no se lo va a permitir, con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, subiéndose por las paredes, el olor a perros recocidos y a verduras sucias, las luces amarillas y mortecinas que no paraban de parpadear, el cartel descolorido que promovía los placeres del alcohol al volante en Navidad, los cuadrados blancos y los cuadrados grises, las marcas de botas y las marcas de sillas, el linóleo y los pasos de los hombres por esas escaleras, por esos suelos de linóleo, policías de uniforme y con botas enormes, hasta que todo se esfumó, las paredes, las escaleras, el olor a perros sucios y a verduras recocidas, la luz amarilla y mortecina, el cartel descolorido que advertía de los peligros del alcohol al volante en Navidad, los cuadrados blancos y los cuadrados grises, las marcas de botas y las marcas de sillas, el linóleo y los policías de uniforme con botas nuevas, todo se esfumó mientras tú resbalabas de una silla de plástico y caías en el pozo profundo del tiempo, te alejabas de allí, de aquel suelo de linóleo podrido y repugnante, solo, aterrorizado, histérico, gritando, con la boca abierta, retorciéndote, entre aullidos y alaridos…

Con la boca abierta, retorciéndote, entre aullidos y alaridos desde el abismo…

Retorciéndote, entre aullidos y alaridos desde el abismo.

Entre aullidos y alaridos desde el abismo.

Alaridos desde el abismo.

Desde el abismo.

Desde el abismo mientras te asesinaban.

Mientras te asesinaban: El último hombre de Yorkshire.

Abres los ojos y te quedas mirando las grietas del techo, atento a los pasos en el piso de arriba, al hervidor y a la taza que se rompe, a las voces que se enzarzan en una discusión por el dinero que han perdido y a la lluvia que cae con fuerza entre las palabras.

Allí, tumbado:

Odias este país y a todos sus habitantes.

Allí, tumbado:

Gordo, calvo y lleno de agujeros.

Las ramas golpean el cristal de la ventana.

Sales de la cama y vas a la cocina.

Son las ocho.

Jueves, 26 de mayo de 1983:

Pones el hervidor al fuego y enciendes la radio: Healey acusa a Thatcher de mentir sobre las cifras del paro; Jenkins califica a Thatcher de extremista y la acusa de dividir el país; los informes sobre las acusaciones de corrupción policial relacionadas con el robo de 3,4 millones de libras en lingotes de plata en 1980 serán remitidos a la Fiscalía General; los destrozos en la cárcel de Albany ascienden a un millón de libras; los corredores de apuestas pagarán a los jugadores que acierten al elegir dos días seguidos sin lluvia…

Abres la nevera y no hay nada.

Ni leche, ni pan.

El armario y no hay nada.

Apagas el gas y la radio.

D-14.

El Partenón, Wood Street, Wakefield.

Dentro café con leche, con espuma, y tostada.

Fuera lluvia y paraguas.

Los periódicos, tu periódico, el periódico de todos.

Thatcher, Thatcher, Thatcher.

Que les den por culo a todos y vean cómo arde su Roma.

Ni una puta palabra de Jimmy Ashworth.

Ni una palabra de Hazel Atkins.

Ni una.

Miras el reloj.

Casi las diez, casi la hora.

En el coche bajo la lluvia.

Las calles desiertas tan deprimentes como las casas y los edificios.

Jimmy Young le está besando el culo a la Thatcher en la radio; se corre de gusto mientras recibe las llamadas de la Gran Ciudadanía Británica.

—¿Wurzel Gummidge?[6] —repite Jimmy con una risita—. Eso no es muy agradable.

—No, Jimmy, no lo es —le contestas a voz en grito, solo, en tu coche—. Y tú tampoco, gordo chupapollas de mierda. Pero no nos olvidaremos de ti ni de tu crueldad cuando rodeemos tu casa y te colguemos como a Mussolini.

Solo en tu coche, de camino para ver a otro Jimmy.

A un Jimmy muy distinto.

Jimmy Ashworth.

Solo en tu coche, camino de su funeral.

El funeral de un suicida.

El tercero en tu vida.

El segundo en dos semanas.

El mismo olor:

Las flores que apestan a pis y a sudor.

El crematorio de Wakefield, en Kettlethorpe.

Una cortina de lluvia azota los azafranes de primavera bajo la tierra, decapita los narcisos, los pétalos se pegan a las suelas de los zapatos con las collillas y los paquetes de patatas fritas.

Te sientas al fondo, detrás de otras siete personas: La señora Ashworth, su marido y su otro hijo.

Dos chicos con cazadora vaquera y dos chicas con el pelo peinado hacia atrás.

El párroco perora y los demás lloran. Lo incineran y derraman más lágrimas. Luego salen todos a fumar un cigarrillo, a mear, a tomar un sándwich y una pinta.

Hay tres polis en la puerta; uno de ellos es Maurice Jobson.

En la entrada hay un Rover nuevo.

Tiene las ventanillas bajadas y el conductor se está mirando en el retrovisor lateral.

Un capullo petulante, mirándose en el espejo.

—¿Quieres que te lleve, John? —pregunta Clive McGuinness.

—No —contestas, y enciendes un cigarro.

—Cinco minutos, John —insiste—. No te pido nada más.

—¿Tuviste tú cinco putos minutos el lunes por la noche?

—John —suspira—. Lo siento mucho.

Tiras el cigarro en la alcantarilla cubierta de pétalos amarillos y de paquetes de patatas fritas. Rodeas el Rover mientras él abre la puerta desde dentro. Subes al coche. Se inclina por delante de ti para cerrar la puerta.

—Gracias, John —dice McGuinness.

Lo miras.

El capullo petulante, impecable como siempre: Vestido de Jaeger y Austin Reed de la cabeza a los pies; apesta a loción de afeitar.

El gordo vestido de C&A dice:

—Soy todo oídos, Clive.

—Van a abrir una investigación, John.

—Una investigación interna.

—Jimmy confesó.

—Y una mierda.

—No pudo soportarlo, John.

—¿Qué? ¿La tortura? ¿La paliza? ¿A su puto abogado?

—La culpa, John. La culpa.

—¿Por qué?

—John, John…

Se abre la puerta trasera.

Miras por el retrovisor.

Es Maurice Jobson.

El inspector Maurice Jobson.

El Búho.

—Buenas tardes —dice.

No te vuelves a mirarlo.

—¿Conoces al jefe, John?

Dices que sí con la cabeza.

—Nos ha jodido que me conoce —dice Jobson—. Trabajé con su padre.

—¿Tu padre era poli? —pregunta McGuinness—. No sabía eso, John.

—Lo fue —dices, mientras abres la puerta—. Hasta que se suicidó.

No te gusta el Inns, pero te apetece una copa, así que atajas por detrás de Wood Street Nick y entras en el Jockey.

Son las dos y sólo tienes una hora.

No será suficiente pero bastará para empezar, llevarte unas cuantas para pasar el resto de la tarde y aprovechar luego la hora feliz en algún garito para estar inconsciente a eso de las ocho.

Te llevas la pinta, el chupito y la botella de cerveza de cebada a la sala de billar, que está al fondo.

Estudiantes y ciclistas, Vardis en la máquina de discos: Let’s Go.

Te tomas primero el whisky y luego la cerveza.

Hay cuatro personas al otro lado de la mesa de billar. Te miran fijamente. Una de las chicas se levanta y se acerca. Lleva una estrella de David de oro en el pecho, el pelo negro y peinado hacia atrás, el maquillaje muy cargado y corrido.

—Yo era la novia de Jimmy —dice.

—Yo era casi su abogado —respondes.

—Jimmy no se suicidó; él nunca haría eso.

Asientes.

—Y tampoco mató a una niña; sería incapaz.

Asientes de nuevo.

—¿Cómo te llamas? —preguntas.

—Tessa.

—John Piggott —le tiendes la mano.

—Lo sé —te da la mano.

—¿Quieres tomar algo?

—Acabo de tomarme una, gracias.

—¿Quieres otra?

—Convénceme.

—¿Sidra y negra?

Dice que sí con la cabeza.

Vas a la barra, pides las bebidas y vuelves con dos pintas.

Tessa no está en la mesa y tampoco en la sala de billar.

Los dos chicos y la otra chica siguen mirándote, y esta vez sonríen.

Miras hacia la puerta del baño y vuelves a mirarlos. Niegan con la cabeza y se echan a reír.

Te acercas a ellos con las dos pintas.

Dejan de reírse.

—¿Dónde está Tessa?

Se encogen de hombros y juegan con los posavasos.

—¿La quieres? —le ofreces la pinta a la chica.

—Muchas gracias.

Dejas el vaso en la mesa.

—¿Erais colegas de Jimmy?

Todos asienten. No sonríen, no se ríen.

Sacas un boli y un papel. Anotas tu nombre y tu número de teléfono y lo dejas en la mesa.

—¿Podéis dárselo a Tessa?

—¿Por qué? —pregunta uno de los chicos.

—Nunca se sabe cuándo se puede necesitar un abogado, ¿no?

La chica mira a sus amigos y coge el papel.

Vacías la pinta de un trago, eructas y dejas el vaso encima de la mesa. Sacas dos billetes de dos libras y los dejas al lado del vaso vacío.

—¿Para qué es eso? —dice uno de los chicos.

—Tomaos una a mi salud —contestas. Y vuelves a la barra. Compras un par de botellas y sales.

Está lloviendo otra vez. Entras en el Chinky a por comida para llevar. Te sale barata, porque una vez defendiste a uno de los empleados en un caso de agresión.

Sales y ves a Tessa agazapada en la acera de enfrente, en la puerta de la Oficina de Reclutamiento, con la cabeza en las rodillas.

Cruzas la calle.

—¿No estarás pensando en enrolarte? —le preguntas.

—¿Qué? —Tessa levanta la cabeza.

—¿Quieres viajar gratis a las Malvinas? ¿Ver mundo?

—¿A las qué?

Señalas con la cabeza la foto que hay en el escaparate.

—A las Falkland.

—No jodas —dice, jugueteando con una de sus chapas.

—¿O un corte de pelo? —dices, señalando las escaleras de la peluquería de al lado.

—Vete a la mierda.

—Vale. Hasta otra.

—Espera —dice de pronto—. ¿Adónde vas?

—A casa.

—¿Dónde está eso?

—Ahí mismo —señalas más allá del bar College.

—¿Qué llevas ahí? —pregunta, mirando las bolsas.

—Comida.

Sonríe.

—¿Te apetece?

Dice que sí con la cabeza y extiende una mano.

La ayudas a levantarse.

—¿Te la han mamado alguna vez? —pregunta.

—Podría ser.

Vuelve a sonreír:

—Entonces, ¿a qué esperamos?

Echáis a andar por la calle, dejando atrás el College y el colegio de primaria.

—Seguro que estudiaste aquí —dice.

—Para nada.

—¿Dónde, entonces?

—En Hemsworth, hace mucho tiempo. ¿Y tú?

—En Thornes.

Torcéis en Blenheim Road y seguís andando, protegidos de la lluvia por los árboles grandes.

A la altura del número 28 Tessa pregunta:

—¿No fue aquí donde mataron a esa mujer? ¿A la vidente?

—Hace siglos.

—¿Estás de coña?

Abres la puerta.

—Todos vivimos en casas de muertos —dices.

—No jodas —dice—. ¿Dónde fue?

—En mi casa.

—Espero que estés de coña —dice.

—La he redecorado.

Se echa a temblar y te mira. La lluvia cae del canalón.

—Tú misma —dices, encogiéndote de hombros—. Haz lo que quieras.

Mira la lluvia y entra.

—Mientras no se te ocurra hacer una sesión de espiritismo.

—Yo creía que eso se hacía en tu calle.

—¿Qué chorradas dices? —Te sigue escaleras arriba.

Abres la puerta del apartamento. Entras y vas encendiendo las luces.

—Pasa —dices.

Cruza el pasillo hasta el cuarto de estar.

—Siéntate.

Se sienta en el sofá.

—¿Qué quieres beber?

—¿Qué tienes?

—Yo creo que empezaré con una birra.

—A la mía ponle un poco de limón, ¿vale?

Vas a la cocina y abres la nevera. No hay limonada.

—Tienes mogollón de discos —dice desde el cuarto de estar.

—Pero no tengo limonada —contestas.

—Da igual.

Lavas los vasos, encuentras una bandeja y vuelves con la comida china. En una bolsa, colgada del brazo, llevas tres latas.

—En seguida vuelvo —dices.

—¿Adónde vas? —pregunta. Se levanta.

—Voy arriba un momento.

—¿No irás a dejarme aquí sola?

—Serán dos minutos —dices—. ¿O no te apetece una caladita?

—¿Dos minutos?

—Pon un disco —dices—. El interruptor está en la pared.

—Dos minutos…

—Dos minutos. Que me muera aquí mismo.

Llamas dos veces a la puerta de Stopper y Norm. Esperas y vuelves a llamar.

—¿Quién es? —susurra Norman.

Tapas la cerradura con los dedos.

—JP —dices.

Se retiran tres cerrojos. Giran dos llaves. La puerta se abre unos centímetros.

—¿La contraseña? —dice Norm, por encima de la cadena.

—Que te den por culo.

—¿Qué día es hoy?

—Vete a la mierda, Norm. Es jueves —protestas—. Déjame entrar, ¿vale?

Quita la cadena y abre la puerta.

—Gracias —dices.

Echa las llaves. Cierra los cerrojos. Pone la cadena.

Te dejas llevar hasta el cuarto de estar por la música de Tomita.

Stoppers está en el sofá, viendo una partida de billar.

—Hola, Peter —saludas.

Se pone las gafas de sol en el pelo y parpadea.

—¿Cuánto quieres? —pregunta Norm.

Dejas un billete de una libra y las latas encima de la mesa.

—Una barrita y un par de papelillos.

Norm coge una de las latas y sale de la habitación.

Abres las otras dos latas y le pasas una a Stopper.

—Gracias —dice—. ¿Vas a salir esta noche?

—Puede ser —contestas, mirando el reloj—. ¿Y tú?

Niega con la cabeza:

—Mañana.

Norm vuelve y te da un sobre.

—Gracias.

—¿Te quedas? —pregunta.

—No puedo. Pero nos vemos mañana, ¿eh?

—Muy bien —dice Norm.

—Hasta luego, Peter —le dices a Stopper.

—Hasta luego, John.

Recorres el pasillo hasta la puerta.

Norm corre los cerrojos, gira las llaves y quita la cadena.

—¿No estarás con una tía ahí abajo?

—¿Por qué?

Se lleva una mano al oído:

—¿Eso que suena es Ziggy?

Sonríes.

—¡Qué cabronazo! —dice, guiñando un ojo.

—Sólo es una amiga.

Borrachos y colocados, dormís vestidos en la misma cama y soñáis con el rey Herodes y los niños muertos, con san Juan Bautista y Salomé.

Juan y Salomé, las heridas de Cristo y la Lanza del Destino.

Adolf Hitler y Benito Mussolini, Jimmy Young y Jimmy Ashworth.

Las bocas abiertas, retorcidas, entre aullidos y alaridos: ¡Hazel!

Te despiertas, la abrazas y la sobas.

La abrazas, la sobas y te la follas.

Te la follas, con resaca y empalmado.

Se la clavas igual que ella te clava las uñas en la espalda: ¡Mátame!

Sangre en las sábanas, sangre en las paredes.

Abre los ojos y te mira.

—Esto apesta —dice.

—Lo siento…

—A recuerdos —susurra—. A malos recuerdos.