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—Se acabaron para nosotros los perros muertos y los cisnes degollados —susurró Dick Alderman, como si fuera una buena noticia.

No lo era. Era el segundo día:

Nueve y media de la mañana.

Viernes, 13 de mayo de 1983:

Comisaría de Policía de Millgarth, en Leeds.

Yorkshire.

Preparado para tomar el relevo.

Abrí la puerta lateral de la sala de prensa y se hizo el silencio mientras escenificaba mi entrada triunfal.

El comisario jefe Alderman y el padre; una policía y la madre; Evans, de Asuntos Internos; y yo.

El Búho.

Maurice Jobson. El inspector Maurice Jobson.

Nos sentamos a las mesas de formica, detrás de los micrófonos y los vasos de agua.

Me quité las gafas y me froté los ojos.

Ni cama ni sueño. Sólo esto:

La rueda de prensa.

Otra vez la misma sala familiar:

El infierno.

Me puse las gafas, de cristales gruesos y montura negra. Tomé asiento y miré a mi auditorio.

El mismo auditorio familiar:

Un centenar de lobos hambrientos y sudorosos bajo las luces de los focos y la presión de los plazos, el humo del tabaco y la cerveza de la noche anterior, con los músculos tensos y el culo limpio, salivando, con la lengua fuera, ávidos de huesos.

Huesos frescos.

Encendí el micrófono y rebobiné a partir del inevitable gemido.

Carraspeé dos veces para aclararme la garganta antes de decir:

—Señoras y señores, Hazel Atkins desapareció alrededor de las cuatro de la tarde de ayer cuando volvía del colegio de primaria Morley Grange. La vieron por última vez en Rooms Lane, camino de su casa en Bradstock Gardens.

Bebí un sorbo del agua caliente y sin gas.

—Al ver que Hazel no llegaba, el señor y la señora Atkins avisaron a la policía de Morley, que emprendió la búsqueda de la niña. Como algunos de ustedes ya saben, más de cien vecinos se sumaron a la batida policial. Lamentablemente, el mal tiempo obligó a interrumpir las tareas de búsqueda al caer la noche, pero se han reanudado a las seis de esta mañana. Tanto por las bajas temperaturas, impropias de esta época del año, como por el hecho de que Hazel no había desaparecido nunca, estamos muy preocupados por su seguridad y su paradero.

Otro trago de agua caliente y sin gas.

—Hazel tiene diez años, melena castaño oscuro y ojos castaños. Ayer vestía pantalones de pana beige, jersey azul marino con una H bordada y chaleco guateado de color rojo. Llevaba una bolsa de gimnasia de tela negra, ceñida con un cordón, también con una H bordada.

Mostré una foto ampliada, en color, de una niña sonriente de pelo castaño.

—En este momento se están repartiendo copias de esta fotografía reciente.

Otro trago de agua caliente y sin gas.

Miré a Dick Alderman, que le estaba tocando el brazo al padre de la niña. El padre levantó la vista y me miró.

Asentí con la cabeza.

El padre parpadeó.

—El señor Atkins va a leerles un breve comunicado, con la esperanza de que, si alguien vio a Hazel después de las cuatro de la tarde de ayer o tiene alguna información sobre su desaparición o su paradero, pueda ponerse en contacto con él y la señora Atkins y con la policía.

Empujé el micrófono por encima de la mesa para acercárselo al señor Atkins mientras los lobos se acercaban un poco más, jadeando y babeando, atraídos por el olor de los huesos.

Los huesos de su hija.

El olor intenso, cercano.

El señor Atkins estaba hecho una pena, con los ojos enrojecidos por el llanto y la falta de sueño, sin afeitar, la ropa arrugada y húmeda. Miró primero a su mujer y luego a los lobos que esperaban y observaban, esperaban y observaban…

Sus huesos.

Habló con voz fuerte:

—Me gustaría hacer un llamamiento a cualquiera que sepa dónde está nuestra hija Hazel o la haya visto después de las cuatro de la tarde de ayer. Por favor, que acuda a la policía. Por favor, si saben algo, lo que sea, avisen a la policía. Por favor…

Pausa…

—Dejen que vuelva a casa.

Pausa.

Silencio.

La señora Atkins llora. Le tiemblan los hombros. La agente Martin la abraza…

Su marido, el padre de Hazel, se cubre la boca con una mano.

—La echamos de menos —añadió.

Pausa.

Silencio.

Un silencio prolongado.

Miré a Dick. Me pasó el micrófono.

—No tenemos más información por el momento. Dejemos descansar al señor y la señora Atkins y yo trataré de responder a sus preguntas.

Me levanté cuando la agente Martin y Dick se llevaron a los padres por la puerta lateral, bajo la atenta mirada de los lobos hambrientos.

Hambrientos de huesos…

Los míos.

Solo con Evans, frente a ellos.

—¿Caballeros? —dije.

Una selva de manos levantadas y dos palabras entre el murmullo de voces:

—Clare Kemplay…

Más huesos.

—Una coincidencia —dije, recordando…

Huesos de tiempos pasados.

—Una coincidencia —repetí, sabiendo…

No hay salvación en nadie.

En el piso de arriba, con una taza de té frío en la mano:

—¿Dónde están los padres?

—Jim los ha llevado a Morley —dijo Dick Alderman.

—Tendríamos que volver.

—¿En mi coche? —dijo Jim.

Asentí.

Dick apagó el cigarrillo y fue a por su abrigo.

—¿Dick?

Me miró.

—¿Sí?

—¿Dónde está todo lo de Kemplay?

—¿Qué?

—El expediente de Clare Kemplay.

—Es una coincidencia —suspiró—. Tú mismo acabas de decirlo. ¿Qué iba ser?

—¿Dónde está el puto expediente, Dick?

—En Wood Street, probablemente —dijo, encogiéndose de hombros.

—Gracias.

Por Dewsbury Road, por Beeston; por Elland Road hasta Victoria Road; y desde allí a Morley.

Dick al volante, yo con los ojos cerrados.

Sólo el aguanieve, los limpiaparabrisas y la radio: Se disuelven las Cámaras en un clima de expectación y alivio ante las elecciones del 9 de junio; continúa la búsqueda de la niña de diez años desaparecida en Morley; encontrado en Northampton, por un chivatazo, el cadáver de un niño de tres años; un joven de dieciocho años aparece ahorcado en una celda de la comisaría; Nilsen va a ser acusado de más asesinatos…[1]

—¿Cuántos crees que cometió? —dijo Dick.

—Ni idea —respondí, sin abrir los ojos—. Ni puta idea.

Estaba nevando a mediados de mayo y Hazel Atkins llevaba diecinueve horas desaparecida…

Perdida.

Comisaría de Morley.

Las cuatro de la tarde.

La sala de investigaciones: Mapas y una pizarra, rotuladores y tiza, gráficos y horarios.

Una fotografía.

Listas de oficiales y de sus territorios, listas de viviendas y de sus ocupantes.

Gaskins en la búsqueda, Ellis en la puerta.

Evans entra y sale con los periodistas.

Dick Alderman y Jim Prentice sentados, esperando.

Yo con la tiza en la mano y el traje manchado.

Los sándwiches de huevo envueltos en papel de aluminio, intactos.

Me quité las gafas y las limpié con el pañuelo.

No había nada más que decir.

Seguía nevando y Hazel Atkins seguía desaparecida.

Veinticuatro horas.

Sus padres sentados en un sofá, en la fría sala de estar de su casa oscura.

Las cortinas sin cerrar.

Todos perdidos.

Llamaron a la puerta.

Levanté la vista.

Era Dick Alderman.

—¿Una copita, jefe?

Negué con la cabeza. Cerré el expediente, me quité las gafas y las dejé encima de la mesa.

—¿Clare Kemplay? —preguntó Dick, mirando los papeles.

—Sí.

—Lo han mencionado en el Evening Post —murmuró.

—¿Kathryn Williams?

Asintió.

—¿Qué dijo?

—Hace nueve años, iban al mismo colegio. —Se encogió de hombros—. Dijo algo sobre Myshkin.

—¿Qué dijo?

—Las gilipolleces de siempre.

Volví a ponerme las gafas de cristales gruesos y montura negra que lo veían todo.

Sin parpadear.

Las gilipolleces de siempre.

Todo.