17
Ella se va. Tú vomitas. Te vistes. Vuelves a vomitar. Te lavas los dientes. Cierras la puerta. Te entra una arcada. Bajas las escaleras. Otra arcada más fuerte. Vuelves a subir corriendo las escaleras. Vomitas en las manos. Abres la puerta. Vomitas en el suelo. Escupes. Y vuelta a empezar.
Es viernes, 27 de mayo de 1983.
D-13.
Un cambio de ropa, un cambio de ánimo…
En Newstead View 54, Fitzwilliam.
Pasándolo en grande…
La alfombra de flores y los muebles desparejados, el olor a ambientador y la calefacción a tope; las fotos y los cuadros, las fotos y los cuadros de hombres que ya no están.
En el 69 de la misma calle otro hombre se ha ido, un hombre joven: Jimmy Ashworth.
Ya no está.
El tic-tac del reloj y el silbido del hervidor.
La señora Myshkin vuelve con las dos tazas de té en una bandeja.
Te pasa la tuya.
—¿Tres de azúcar?
—Gracias.
—Lo siento mucho; cuando empiezo ya no puedo parar —dice.
Murmuras unas palabras inconexas y sin sentido.
—¡Pobre chico! —repite la señora Myshkin—. Y su pobre madre…
Murmuras de nuevo. Bebes un sorbo de té.
—De todos modos, me alegro mucho de que haya cambiado de opinión —dice—. Mi hermana confiaba en que lo haría.
Sentado en su butaca, otra vez estás sudando, abrasándote, derritiéndote.
—Yo…
—Señor Piggott. Haga lo que pueda por él; con eso bastará. Sé que pondrá usted todo de su parte.
Estás a punto de soltar otra incoherencia cuando…
Por el rabillo del ojo ves algo, algo que se acerca.
Estalla contra la ventana:
¡CRAC!
La señora Myshkin se levanta.
Se cubre la boca con las manos y mueve la cabeza.
Y entonces lo oyes, una y otra vez.
Retorciéndose, entre aullidos y alaridos…
Lo oyes fuera, sin parar:
—¡Tú tienes la culpa de todo, zorra asquerosa!
Te levantas y te asomas a la ventana.
—¡Zorra asquerosa! ¡Tú y el pervertido de tu hijo!
Vuelves a verlo venir…
Se acerca.
Te agachas.
¡ZAS!
Cristales rotos por todas partes; un ladrillo a tus pies.
Sales al pasillo y abres la puerta.
Abres la puerta y allí está:
La señora Ashworth, con una bolsa de Hillards llena de piedras en una mano y medio ladrillo en la otra.
Te acercas a ella.
—Suelte eso, por favor.
—Él nunca se metió en líos hasta que conoció al tarado de tu hijo. A ese pervertido es al que tendrían que haber ahorcado. Tendrían que haberlo ahorcado.
—Por favor —repites—, suelte eso.
Con medio ladrillo en la mano y la boca llena de saliva, la señora Ashworth vuelve a gritar:
—¡Zorra asquerosa polaca! Tú lo has matado. ¡Tú has matado a mi Jimmy!
Ya casi estás a su lado, y entonces te ve.
—¡Usted! —grita—. ¡Menudo favor le ha hecho!
Intentas sujetarle el brazo, pero ya lo ha levantado.
El ladrillo sale disparado.
—¡No tienes ni idea de lo que se siente! ¡Ojalá te lo enseñen!
Más cristales rotos y sollozos en la puerta.
—Por favor, Mary, no…
—No me llames Mary, zorra asquerosa polaca —grita la señora Ashworth, mientras intenta meter la mano en la bolsa para sacar un ladrillo o una piedra.
Pero esta vez la sujetas de los hombros y tratas de hablar con ella, tratas de que entre en razón:
—Señora Ashworth, venga conmigo y siéntese…
—¡Inútil, cabrón! ¿Dónde estabas cuándo él te necesitaba? Te vi sentado en ese coche tan caro con el cabrón de McGuinness. Te vi, no te creas que no. McGuinness al menos tuvo la decencia de no entrar. No como tú, gordo de…
—¡Mary!
Se detiene.
—¡Mary!
Se detiene al oír una voz a su espalda; se detiene y suelta la bolsa de piedras.
El señor Ashworth se acerca.
—Lo siento. No me di cuenta de que había salido. El médico ha dicho que seamos comprensivos. Hasta que se tranquilice.
Asientes y ves la mirada que le dirige la señora Ashworth a la señora Myshkin, que sigue en la puerta, y la mirada que dirige su marido a la ventana rota, a la derecha, mientras los vecinos empiezan a asomarse para comentar el escándalo, se cruzan de brazos y fruncen el ceño.
Otras cuatro palabras de la señora Ashworth.
Da media vuelta para lanzar el último ataque antes de tomarse las pastillas, antes de irse a la cama.
—¡Zorra polaca de mierda!
Vuelves a la puerta y abrazas a la señora Myshkin. La haces entrar en casa.
Los vecinos siguen mirando y sacudiendo la cabeza.
Cierras la puerta. Coges una escoba y un recogedor de debajo de la escaleras y barres los cristales rotos mientras la señora Myshkin retira los que han caído entre las fotos y los cuadros, las fotos y los cuadros de hombres que ya no están.
En el número 69 de la misma calle otro hombre se ha ido, un hombre joven: Jimmy Ashworth.
Ya no está.
—Esto pasaba a todas horas —dice la señora Myshkin. Se ha clavado un cristal en la palma de la mano y la sangre le corre por la muñeca—. No se imagina lo que hicieron cuando lo detuvieron.
—Me lo contó mi madre —dices.
Vas dando vueltas en el coche buscando una tienda de materiales de construcción hasta que encuentras una en Featherstone y compras un tablero barato, porque no tienen otra cosa, un tablero barato como el que usabais Pete y tú para montar los trenes, y vuelves a Fitzwilliam para cubrir la ventana con el tablero barato, mientras la señora Myshkin dice que mañana vendrán a ponerle un cristal.
Le agradeces la tostada con alubias que te ofrece, prometes avisarla en cuanto tengas noticias y te vas, la dejas en su cuarto de estar oscuro con un tablero barato en la ventana, sola con sus fotos y sus cuadros, las fotos y los cuadros de hombres que ya no están.
Te paras en la verja del jardín y miras calle arriba, al número 69, donde otro hombre se ha ido, un hombre joven: Jimmy Ashworth.
Otro hombre joven.
Ya no está.
Viernes, 27 de mayo de 1983.
Fitzwilliam.
Yorkshire.
De vuelta a Wakefield en el coche, oyes en la radio un programa sobre espíritus y no te hace ninguna gracia porque al pasar por delante de tu antigua casa y luego del Café y Motel Redbeck ves que siguen tapiados y el miedo te asalta una vez más.
Como si de pronto tuvieras algo que perder…
Como si pudieran volver a poseerte.
Aparcas en la puerta de una tienda de horario ampliado en Northgate. Apagas la radio. Entras en la tienda. El paquistaní viejo, de barba blanca, está detrás del mostrador con su hija pequeña, que lleva una falda blanca y un jersey verde. No dicen nada. Compras vodka y naranja fría, cerveza y cigarrillos, papel de cartas y sobres, cuadernos y bolígrafos.
Éstas son tus provisiones…
Por si vuelven a asediarte.
Dejas las bolsas en el asiento del pasajero. Cierras por dentro y sigues en dirección a Blenheim. Aparcas en el jardín. Sales. Cierras las puertas del coche. Entras en el edificio y subes las escaleras. Entras en casa y cierras la puerta con dos vueltas de llave. Cierras todas las ventanas. Inspeccionas todas las habitaciones. Enciendes las luces. Tienes miedo…
De perder algo.
De que quieran algo.
Apagas las luces.
No puedes dormir y te tomas otra copa. Sigues bebiendo sin parar. Bebes hasta que vuelves a vomitar. Vuelves a vomitar y pierdes el conocimiento. Pierdes el conocimiento y te despiertas en el suelo del cuarto de estar.
Aún es de noche. La tele está encendida.
En la pantalla aparece una antigua portada del Yorkshire Post: Desaparecida.
Los colores y la luz de la pantalla iluminan la foto de la cara. Los agujeros de los ojos. El agujero de la boca. Los colores y la luz de la pantalla la hacen moverse. Le dan vida: Hazel.
Te entra una arcada. Sales corriendo al vestíbulo. Vomitas en las manos. Abres la puerta del baño. Vomitas en el suelo. Escupes. Abres los grifos. Te lavas las manos. Te lavas los dientes. Te miras en el espejo.
Escrito con pintalabios:
D-13.
Las ramas dan golpes en el cristal de la ventana.