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Caía por un abismo enorme, muy lejos de aquí, con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, como un animal, la madre atrapada y forzada a imaginar la repetición del sacrificio de su hijo, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, tirada en el suelo de la sala de estar, sobre los cuadrados amarillos y los rojos, las marcas de pinturas de cera, retorciéndose, entre aullidos y alaridos bajo las luces amarillas y mortecinas que no dejaban de parpadear y el cartel descolorido que advierte de los peligros de perder a los hijos y no encontrarlos, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, el olor a ropa húmeda y a cenas crudas, retorciéndose, entre aullidos y alaridos mientras tú anotabas sus nombres y sus edades y les decías las cosas buenas que ibas a hacer por ellos, las buenas noticias que ibas a darles, lo felices que serían, pero los padres seguían sentados y callados, a la espera de que sus hijos volvieran a casa para llevarlos al piso de arriba y meterlos en la cama, la casa en silencio menos ella, con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos se balancea bajo el marco de la puerta cuando su marido se levanta de la butaca y extiende los brazos en cruz, los dientes le rechinan y tú te abalanzaste con intención de sujetarlo, de agarrarlo, pero tu hermano te lo impidió y te contó todo lo que había hecho, la mierda en la que se había metido, cómo la había cagado, dijo que más le valía estar muerto, mientras tu madre, con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, rompía las gafas con las manos, y entonces llegó un policía para llevarte al sótano, al pie de las escaleras, doblaste la esquina y abrieron la puerta de la sala 4, y allí estaba, con la pistola todavía humeante mientras ellos trataban de limpiarlo todo, porque olía a mierda además de a humo, había sesos pegados en los cristales de las ventanas, tirado en el suelo, con un dedo en el gatillo y su uniforme de la policía de West Yorkshire, entre un par de alas de cisne, con la cara reventada y destrozada, mientras ellos trataban de limpiar los restos y llevárselo de allí para enterrarlo en un agujero y olvidarse de todo, pero no podían, nunca podrán, porque ella no se lo va a permitir, con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, se sube por las paredes y se arrastra por las escaleras a cuatro patas, meando, ladrando y atrapándose la cola entre el olor a col recocida y a harapos sucios, bajo las luces mortecinas que no paraban de parpadear y el cartel que solicita, por favor, la colaboración ciudadana para encontrar a sus hijos, los cuadrados blancos y los cuadrados grises, las marcas de huesos y las marcas de cráneos, el linóleo y aquellos hombres que subían y bajaban por aquellas escaleras, que pisaban aquellos suelos de linóleo, aquellos policías con traje y botas del cuarenta y cinco, todo se esfuma de repente: las paredes, las escaleras, el olor a perros sucios y a verduras recocidas, las luces amarillas y mortecinas, el cartel descolorido que advertía de los peligros del alcohol al volante en Navidad, los cuadrados blancos y los cuadrados grises, las marcas de botas y las marcas de sillas, el linóleo y los policías de uniforme con botas nuevas, todo se esfuma mientras resbalas de una silla de plástico y caes por el pozo profundo del tiempo, te alejas de allí, de ese suelo de linóleo repugnante, de ese lugar que apesta a recuerdos, a malos recuerdos, y ahora estás solo, aterrado, histérico, gritando, con la boca abierta, retorciéndote, entre aullidos y alaridos, solo con sus madres, con todas esas madres que han perdido a sus hijos.
Con la boca abierta, retorciéndote, entre aullidos y alaridos desde el abismo.
Retorciéndote, entre aullidos y alaridos desde el abismo.
Alaridos desde el abismo.
Desde el abismo.
Desde el abismo mientras te asesinan.
Mientras volvían a asesinarte: El Último Hombre.
Miércoles, 1 de junio de 1983.
Estás atento a los golpes de las ramas en el cristal.
Tumbado boca arriba, en calzoncillos y calcetines.
Atento a los golpes de las ramas en el cristal.
Tumbado boca arriba, en calzoncillos y calcetines, entre las ruinas.
A los golpes de las ramas en el cristal.
Tumbado boca arriba, en calzoncillos y calcetines, entre las ruinas de tu apartamento.
Las ramas en el cristal:
D-8.
A Leeds en el coche, con la radio encendida: En busca de Hazel.
Tocas los botones y cambias de emisora.
Pero sólo encuentras:
«Creo que ella sólo responde a los bajos instintos, como el miedo y la codicia…».
Sólo Thatcher.
Thatcher, Thatcher, Thatcher.
Ni palabra de Hazel.
Apagas la radio y entras en Leeds.
—Soy John Piggott. Tengo una cita.
El policía que está en recepción señala con la cabeza las sillas de plástico:
—Siéntese, por favor.
Te acercas a las sillas de plástico y te sientas debajo de las luces amarillas y mortecinas, del cartel descolorido que advierte de los peligros del alcohol al volante.
No hay Navidad para Jimmy A.
El policía que está en recepción hace varias llamadas.
Te quedas mirando el suelo de linóleo, los cuadrados blancos y los grises, las marcas de botas y de sillas.
—¿Señor Piggott?
Te levantas y vuelves al mostrador.
—En seguida bajan.
—¿Señor Piggott?
Un hombre con gafas grandes y negras te mira desde arriba: la piel gris y el traje gris, los ojos enrojecidos tras los cristales gruesos, más calvo y más delgado que hace una semana.
El inspector Maurice Jobson.
El Búho.
Te levantas y le das la mano.
—Sobre lo que pasó el otro día…
Te mira fijamente.
—Olvídelo —dice—. Está usted de luto.
Asientes.
—Pero no ha venido por eso, ¿verdad? ¿Por James Ashworth? —pregunta.
—Sí. Por su madre.
—¿Cómo está?
—¿Cómo cree que puede estar?
Sigue mirándote fijamente.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Piggott?
—Me ha pedido que recupere los objetos personales de Jimmy; su ropa, lo que llevaba encima, su moto.
—¿Todavía no se los han devuelto?
Niegas con la cabeza.
—Por eso estoy aquí.
—Venga a mi despacho y veré qué puedo hacer.
—Gracias.
No se mueve. Sigue mirándote. No parpadea. Sólo te mira.
—Gracias —repites.
El inspector da media vuelta y empieza a subir las escaleras, recorre pasillos y deja atrás el tableteo de las máquinas de escribir y el timbre de los teléfonos, las salas de incidentes y las salas de asesinatos, paredes y más paredes de mapas y fotografías, una puerta abierta: Una puerta abierta y una pared, con un mapa y una fotografía: Hazel Atkins.
Escrito en tiza, al lado del mapa, al lado de la foto: 20.º día.
Te paras delante de la puerta, delante del mapa, delante de la foto.
Jobson se detiene y mira por encima del hombro. Vuelve por el pasillo. Se asoma a la puerta y entra en la habitación. Coge un trozo de tiza y cambia la fecha: 21.º día.
Suelta la tiza y cruza la habitación. Pasa a tu lado y sigue andando por el pasillo.
Lo sigues.
—Creía que estaba usted en Wakefield estos días —dices.
—Así es —dice—. Ya he perdido la cuenta de las veces que he ido y venido.
—¿Qué prefiere?
Abre la puerta de su despacho.
—Prefiero Leeds, donde nací y crecí.
Entras.
Es un despacho desnudo.
Sin fotografías, sin certificados ni trofeos.
El inspector Maurice Jobson señala una silla.
Te sientas al otro lado de la mesa. Él de espaldas a la ventana.
—No puedo prometerle la moto para hoy. Deben de tenerla todavía los forenses, en Wetherby, pero…
—¿Los forenses…?
—Me temo que el difunto señor Ashworth sigue siendo una pieza clave en nuestra investigación sobre el paradero de Hazel Atkins.
—Comprendo —suspiras—. En realidad quería…
Jobson levanta las manos.
—Pero seguro que puedo darle la ropa.
—Se lo agradecería mucho.
Te pasa tres formularios.
—Firme aquí y veré qué puedo hacer —dice.
—¿Cree que podría facilitarme una copia del inventario? Es para asegurarme de que no falta nada.
—¿El inventario?
—De lo que llevaba cuando lo detuvieron.
—¿Quiere usted una copia?
—Para su madre.
Te mira fijamente:
—¿Sabe que se va a abrir una investigación?
—Una investigación interna, sí —asientes.
—Firme los papeles y veré qué puedo hacer —repite, sin dejar de mirarte.
Buscas el bolígrafo en el bolsillo.
No lo encuentras.
Miras a Jobson, que te está ofreciendo uno.
—Gracias —dices—. Debo de haberlo…
—Da igual —sonríe.
Firmas los papeles y se los devuelves, con el bolígrafo.
Jobson los coge y los separa. Te da una copia y uno de los tres teléfonos empieza a zumbar. Una luz parpadea.
Jobson mira la luz que parpadea, te mira:
—Bueno, señor Piggott, si no desea nada más…
—Si le soy sincero, creo que estoy metido hasta el cuello en…
El inspector asiente:
—Está perdido, ¿eh?
—He comido más de lo que soy capaz de digerir —sonríes—. Y, como ve, soy capaz de digerir mucho.
—Continúe —dice Jobson.
—Seré sincero con usted. También represento a Michael Myshkin.
Te mira fijamente, sin parpadear.
—¿Sabe a quién me refiero? —preguntas.
—Sí, señor Piggott; sé a quién se refiere.
—Estoy preparando un recurso de apelación en su nombre y…
Jobson levanta una mano.
—¿No confesó Michael Myshkin y se declaró culpable, alegando retraso mental?
—Sí, así fue.
—En ese caso, ¿por qué cree que tiene alguna base para recurrir?
—Estamos empezando, pero, en casos como éste, cuando la condena se basa en una confesión, el condenado puede alegar que su confesión no concordaba con las pruebas; que en ausencia de su confesión no habría habido pruebas suficientes para condenarlo; que su estado mental en el momento de la confesión cuestiona la validez de ésta; que el juez se equivocó al aceptar una acusación de culpabilidad basada únicamente en una confesión; que la propia confesión podría haberse obtenido por medios ilícitos…
—Señor Piggott. Ésa es una acusación muy grave.
—Son ejemplos. Sólo ejemplos de caminos por explorar.
Te mira fijamente.
—Había testigos —dice.
Asientes.
—Pruebas forenses.
Asientes de nuevo.
—Como le digo, estoy un poco desbordado.
—Eso me sorprende —sonríe Jobson.
—Tengo más ojos que tripa, ¿se lo puede creer?
Jobson dice que no con la cabeza.
—Yo diría que lo tiene todo muy bien medido.
—No, no. Nada de eso. Verá, vuelvo a encontrarme con los mismos nombres y las mismas caras una y otra vez.
Te mira fijamente.
—Con Michael Myshkin, y ahora con Jimmy Ashworth.
—Vivían en la misma calle —dice Jobson.
—Lo sé, lo sé. Pero, como ustedes detuvieron a Jimmy Ashworth por el caso de Hazel Atkins y resulta que ella desapareció al salir del mismo colegio al que iba Clare Kemplay hace casi diez años, y Michael Myshkin está cumpliendo condena por ese asesinato…
—Porque se confesó culpable…
—Porque «supuestamente» se confesó culpable —corriges—. Bueno…
—Bueno ¿qué?
—Bueno. ¿Será todo una puñetera coincidencia o hay algo que deba saber antes de perder el tiempo y el dinero de la señora Ashworth y la señora Myshkin, además del mío?
—Señor Piggott —sonríe Jobson—. ¿Quiere que yo le diga lo que tiene que hacer con su tiempo y con el dinero de otras personas?
—No. Pero me gustaría que me dijera si Michael Myshkin mató a Clare Kemplay.
Te mira fijamente.
Lo miras fijamente.
—Sí, la mató —dice.
—¿Él solo?
Y en ese preciso instante llaman a la puerta.
Jobson deja de mirarte.
Vuelves la cabeza.
—Jefe —dice un hombre con bigote.
Un hombre al que reconoces de la noche en que Jimmy Ashworth se ahorcó en el sótano; un hombre al que reconoces del funeral.
Eran tres.
—¿Puedes darme dos minutos, Dick? —dice Jobson.
Pero el otro niega con la cabeza.
—Es urgente —dice.
Jobson asiente.
La puerta se cierra.
Jobson se pone en pie y me tiende la mano.
—Si espera usted abajo, me aseguraré de que le den las pertenencias del hijo.
Te levantas y te inclinas sobre la mesa. Le das la mano y la retienes unos segundos.
—He estado en Rochdale, señor Jobson —dices.
—¿Y? —pregunta, soltándote la mano.
—Sé lo de la caja de zapatos.
—¿Y? —te mira fijamente.
—Sé que Michael Myshkin no mató a Clare Kemplay.
Jobson parpadea.
—Y sé que Jimmy Ashworth no sé llevó a Hazel Atkins y sé que no se suicidó.
Te mira fijamente.
Lo miras.
—Sabe usted muchas cosas, señor Piggott.
Asientes.
—Tal vez demasiadas —sonríe.
Niegas con la cabeza y lo miras fijamente.
El Búho.
—Adiós, señor Piggott —dice.
Das media vuelta y te acercas a la puerta. Te detienes y giras en redondo.
—No se olvide de la moto, por favor —dices.
—No me olvidaré, señor Piggott —dice el inspector Jobson—. Nunca me olvido.
—En ese caso volveremos a vernos —contestas.
—No lo dude —afirma.
Cierras la puerta y escuchas.
Juras que oyes…
Que le oyes decir:
En el lugar donde no hay oscuridad.
Echas a andar por el pasillo, bajas las escaleras y vuelves a sentarte en las sillas de plástico, debajo de las luces amarillas y mortecinas y del cartel descolorido que advierte de los peligros del alcohol al volante en Navidad.
No más Navidades.
El policía de recepción se está arrancando las costras de los forúnculos.
Bajas la mirada al suelo de linóleo, a los cuadrados blancos y grises, a las marcas de botas y de sillas.
—¿Señor Piggott?
Levantas la vista.
—Firme aquí, por favor —dice un policía joven y rubio.
Un joven Bob Fraser.
Sonríe y te extiende una tablilla con un sujetapapeles. En el mostrador hay dos bolsas de papel marrón, grandes.
Coges la tablilla y el bolígrafo que te ofrece y firmas los papeles.
Te da las bolsas de papel.
—Aquí tiene, señor.
—Gracias —dices, poniéndote en pie.
—No hay de qué.
Echas a andar por el suelo de linóleo, por los cuadrados blancos y grises, por las marcas de botas y las marcas de sillas, hacia la puerta y…
—Señor —el joven oficial te llama—. Un momento.
Das media vuelta.
—Perdone. ¿No quería usted una copia del inventario?
Asientes.
Te da una fotocopia tamaño A4.
—El jefe me habría puesto las tripas de tirantes. Dijo que se la diera sin falta.
Te sientas en el coche en el aparcamiento, entre la estación de autobuses y el mercado, todavía en la sombra de Millgarth, con las dos bolsas de papel marrón abiertas en el asiento del copiloto y la fotocopia en la mano:
Un par de botas de motorista de cuero negro, talla cuarenta y cuatro.
Dos pares de calcetines de lana azul marino, talla cuarenta y tres.
Un par de calzoncillos blancos, talla M.
Un par de pantalones vaqueros Lee, azules, talla 30, con cinturón de cuero negro.
Un pañuelo marrón.
Un par de guantes de motorista de cuero negro, talla mediana.
Una camiseta blanca, talla M.
Una camisa de algodón a cuadros azules y blancos, talla M.
Una cazadora vaquera Wrangler, sin mangas, con parches y insignias, talla M.
Una cazadora de cuero negro, con unas alas dibujadas y las palabras Saxon y Angelwitch.
Un par de gafas redondas de montura dorada.
Un reloj de muñeca Casio con calculadora digital.
Una muñequera de cuero negro con tachuelas.
Un llavero de metal con la estrella de David y tres llaves.
Una billetera de cuero marrón con un billete de cinco libras, carnet de conducir a nombre de James Ashworth, Newstead View 69, Fitzwilliam; una tarjeta de misas para un difunto y sellos por valor de veinticinco peniques.
Un paquete de Rothman con cinco cigarrillos.
Un encendedor desechable de plástico blanco.
Un librillo de papel de fumar Rizla.
Setenta y seis peniques y medio en calderilla.
Dejas la lista y buscas el cinturón en las bolsas.
Encuentras los pantalones, pero el cinturón no está con ellos.
Está en el fondo de la segunda bolsa.
Lo sacas:
Abren la puerta de la sala 4, y allí estaba, con las botas todavía dando vueltas mientras intentaban descolgarlo, el olor a meado mezclado con olor a cerveza, el cuerpo pegado a la rejilla de ventilación y un cinturón atado al cuello, con una cazadora que llevaba rotuladas en la espalda las palabras Saxon y Angelwitch entre un par de alas de cisne, la lengua hinchada y los ojos como platos mientras seguían intentando descolgarlo para llevárselo de allí, enterrarlo en un agujero y olvidarse de todo.
Pero nunca podrán.
Ella no se lo va a permitir.
Y tú tampoco.
No recuerdas si el cinturón era ése.
Colgado del cuello.
El que tienes en la mano.
Lo guardas y cierras las dos bolsas de papel marrón. Doblas la fotocopia y la guardas en el bolsillo. Arrancas el motor y sales sin mirar por el retrovisor.
Una moto da un frenazo detrás de ti.
Paras.
El motorista desmonta y se quita el casco. Se acerca al coche profiriendo insultos y amenazas.
Vuelves a arrancar y te alejas por George Street, te alejas y piensas: No llevaba casco.
Al final de George Street circulas pisando huevos por varias calles de sentido único hasta que sales a Headrow. Miras por el retrovisor para comprobar que el puto Sid Snot no te está siguiendo. Subes por Cookridge Street.
Vas buscando Portland Square.
Apartamento 6, Portland Square 6, Leeds 1.
Aparcas en Great George Street. Echas a andar por detrás de los juzgados y de la catedral, del hospital y de la biblioteca.
Buscando el apartamento 6, Portland Square 6, Leeds 1.
Buscando a Jack.
Es miércoles, 1 de junio de 1983.
D-8.
Sigues por Calverley Street, encajada entre Portland Way y Portland Crescent, pasas por delante de la Politécnica, enfrente del Centro Cívico y por fin lo encuentras.
Esplendor victoriano en decadencia, obtenido por medios ilícitos y dilapidado, a la espera de su demolición; dos terrazas vacías miran al césped y las malas hierbas que campan a sus anchas entre las grietas y las piedras: Portland Square.
Sigues la hilera hasta que encuentras el número 6.
La puerta principal está abierta de par en par y no hay cortinas en las ventanas de la planta baja. Hay un árbol en un alcorque, alejado del pavimento. Es más grande que el propio edificio y oculta la farola; sus ramas arañan las ventanas del piso de arriba.
Subes tres escalones de piedra y empujas la puerta.
Ves una escalera a mano izquierda, hojas y paquetes de patatas fritas, correo sin abrir y periódicos atrasados desperdigados en el felpudo marrón.
Entras.
—¿Hola? ¿Hola?
Nadie contesta.
Subes al primer piso, a los apartamentos 3 y 4.
El felpudo está más limpio.
Cruzas el rellano y continúas por el segundo tramo de escaleras.
Encuentras el apartamento 5 y ves el 6 al final del pasillo.
El felpudo está libre de hojas y de envoltorios de patatas fritas, de correo sin abrir y de periódicos.
Llamas al timbre del apartamento 6 de Portland Square 6, Leeds 1.
Nadie contesta.
En la puerta de madera vieja hay un buzón de metal.
Te agachas y levantas la hoja metálica.
—¿Señor Whitehead? ¿Jack Whitehead?
Nadie contesta.
Atisbas por la ranura del buzón:
El apartamento está oscuro y huele mal.
Oyes las campanas que llaman al oficio de vísperas. Los árboles arañan las ventanas.
Sueltas la hoja metálica. Te incorporas y vuelves a ponerte de rodillas.
Alguien ha rayado en la solapa metálica del buzón una palabra: Destripador.
Sueltas la solapa. Vuelves a incorporarte y te quedas mirando la puerta.
Alguien ha rayado también un número a cada lado del seis: 6 6 6.
Te acuerdas otra vez de tu madre.
De lo que escribían en sus paredes y en su puerta.
Puede que Whitehead y su hijo no quieran que nadie los encuentre.
Vuelves al césped y las malas hierbas, a las grietas y las piedras, y sigues el sonido de las campanas hasta la iglesia de St. Anne. Quieres preguntar si alguien conoce a unos Whitehead, pero no hay a quien dar la lata.
Gordo, calvo y cansado.
Con miedo de volver a casa te sientas al fondo.
Una anciana con bastón intenta levantarse del primer banco. Un niño que lleva un libro debajo del brazo la ayuda a ponerse en pie.
Arriba, en la Cruz, está Cristo.
Colgado como de costumbre, a la espera de salvar o seducir a alguien.
A alguna viuda solitaria atrapada en su casa por sus hijos y por la noche eterna.
El chico acompaña a la anciana por el pasillo hasta que llegan al banco donde estás sentado. El niño saca el libro de debajo del brazo, lo abre y te lo da.
Los miras.
Te miran, como si te conocieran.
Empiezas a decir algo, pero se alejan.
Miras el libro abierto:
La Santa Biblia.
Miras el pasaje señalado:
Job, 30: 26-31.
Y lees:
Cuando esperaba yo el bien, entonces vino el mal; y cuando esperaba la luz, vino la oscuridad.
Mis entrañas se agitan y no reposan; días de aflicción me han sobrecogido.
Ando ennegrecido, y no por el sol; me he levantado en la congregación y he clamado.
He venido a ser hermano de chacales, compañero de avestruces.
Mi piel se ha ennegrecido y se me cae.
Y mis huesos arden de calor.
Se ha cambiado mi arpa en luto, y mi flauta en voz de lamentadores.
En el coche otra vez, en Great George Street, hurgas en las bolsas hasta que encuentras la billetera de Jimmy. La sacas y la abres. Encuentras el billete de cinco libras, el carnet de conducir, los sellos por valor de veinticinco peniques.
La tarjeta de misas no está.
Pero escondida en el forro de seda rasgado hay una foto.
Una foto de una chica:
No es Tessa.
Es una foto recortada de un periódico.
Un recorte:
Hazel.