47

Cae por un abismo enorme, muy lejos de aquí, sus recuerdos abiertos, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, los gritos animales de una mujer infiel atrapada y obligada a presenciar el sacrificio de su marido en el césped impecable de su propio jardín, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, tumbada de espaldas en la alfombra del vestíbulo, entre las flores doradas y las flores granate, entre las marcas de pis y las marcas de mierda, retorcida, entre aullidos y alaridos bajo las tenues luces del árbol de Navidad que se encienden y se apagan, el cartel descolorido que advierte de los peligros de beber y morir en Navidad, retorciéndose entre aullidos y alaridos, olor a ropa sucia y caras sin afeitar, retorciéndose entre aullidos y alaridos mientras anotas sus nombres y sus recuerdos y les hablas de los infiernos en los que ya han estado y de los nuevos infiernos que vas a enseñarles, por malditos, pero se quedan callados a la espera de los nuevos infiernos que entrarán en sus casas y los llevarán al piso de arriba para follárselos en la cama con los ojos abiertos y la boca en forma de pez, toda la casa en silencio menos su boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, su marido podrido en el ataúd, a punto de volver a ser enterrado, con una corbata en el cuello y una porra a su lado, piedras cosidas donde antes estaban los dientes, cuando irrumpiste en la iglesia y te abalanzaste sobre los bancos para agarrar a Bill el Tejón, para matarlo allí mismo, pero tu hermano Pete te sujetó, te contó las cosas que hizo tu padre y las que no hizo, la mierda en la que se había metido, cómo la había cagado, dijo que estaba mejor muerto y que ahora ella podría volver a levantarse y seguir adelante con su vida, mucho mejor sin él, con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, rompió las gafas que tenía entre las manos, y entonces llegó la poli, llegaron para decirle lo mucho que lo sentían, porque él era uno de los suyos, uno de los mejores, y lo mucho que todos iban a echar de menos al Gran John el Cerdo, su pistola todavía humeante cuando vinieron a limpiarlo todo, y la peste a mentiras mezclada con el humo, las ventanas de tu cobertizo embadurnadas con sus mentiras, sus dedos apretando el gatillo, las mentiras que cuentan con sus uniformes de la Policía de Leeds, tu padre muerto entre un par de alas de cisne, su historia hecha añicos, y ellos empeñados en atar los cabos sueltos para dar carpetazo, para enterrarlo y hacerlo desaparecer, pero no pudieron y nunca podrán, ella no se lo va a permitir, con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, se sube por las paredes de su casa y se arrastra por las escaleras a cuatro patas mientras lanzan ladrillos contra sus ventanas, pintan en sus paredes LUFC y cuelgan sogas y esvásticas encima de su puerta, los niños y sus perros la siguen hasta casa cantando y ladrando cuando vuelve de hacer la compra, a casa para encontrar mierda en el buzón, llamadas lascivas, golpes sordos a media noche y la linterna que se enciende y se apaga, que se enciende y se apaga en sus ventanas toda la noche, pidiendo a sus hijos con un hilo de voz, por favor, por favor, que vengan y la ayuden a acabar con esos chicos y con sus padres, con las esvásticas blancas y las negras, con las marcas que hacen los niños y las marcas que hacen los padres, con los papeles quemados en el buzón y los gatos muertos en la puerta de su casa, con los polis de uniforme y botas del cuarenta y cinco que vienen a comprobar todas las cerraduras y se beben su té y recuerdan a su John y se marchan, las paredes cubiertas de pintadas húmedas, el hedor a mierda en las escaleras, el olor a perro sucio y a huevos podridos, a fruta y a verdura, a días interminables y a noches de odio, esos días tan largos y esas noches más largas aún que pasa sola en su dormitorio con miedo de bajar, con miedo de salir a la calle por culpa de los niños y de sus padres, de sus madres y de sus abuelas, de sus canciones y sus burlas, de sus palos y sus piedras, de las palabras y los ladrillos que siempre hacen daño, su marido muerto y sus hijos nunca vienen a verla, sola en su cama en su propia mierda y su propio pis, sin comida en casa, con las puertas y las ventanas cerradas a cal y canto y el perro muriéndose de hambre, cae sola encima de su cama por un abismo enorme, muy lejos de aquí, de este lugar aterrador, podrido y repugnante, de este lugar que tanto huele a recuerdos, a malos recuerdos y a historia siniestra; este lugar donde ahora estás solo, aterrado, histérico y gritando, con la boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos, solo con tu madre en su cama y el pis y la mierda, sin comida en la casa y el puto lobo en la puerta muerto de hambre, solo con tu madre en su cama, tu madre y…

La boca abierta, retorciéndose, entre aullidos y alaridos debajo de las sábanas.

Retorciéndose, entre aullidos y alaridos debajo de las sábanas.

Entre aullidos y alaridos debajo de las sábanas.

Debajo de las sábanas.

Debajo de las sábanas mientras él primero te da por el culo y luego vuelve a matarte.

Te da por el culo y te mata: El último Hijo de Yorkshire.

Primero a ti y luego a ella…

Hazel.

Estás tumbado, tumbado otra vez en el apartamento, atento a las ramas.

Todo el mundo lo sabe; todo el mundo lo sabe; todo el mundo lo sabe.

Atento a los golpes de las ramas.

Todo el mundo lo sabe; todo el mundo lo sabe; todo el mundo lo sabe.

Atento a los golpes de las ramas en…

Todo el mundo lo sabe; todo el mundo lo sabe; todo el mundo lo sabe.

Atento a los golpes de las ramas en el dolor: D-3.

La anciana del bastón y el niño te están mirando.

—¡Número cuarenta y cinco!

Miras el papel que tienes en la mano.

—¡Número cuarenta y cinco!

Te levantas.

—John Piggott, vengo a ver a Michael Myshkin —dices en el mostrador.

La mujer del uniforme gris y húmedo desliza el dedo mojado y mordido por la lista escrita a bolígrafo. Sorbe por la nariz:

—No figura en la lista— dice.

—Soy su abogado.

—No están ninguno de los dos —dice de malos modos.

—Tiene que haber un error…

Te da el pase de visita:

—Vuelva a su asiento hasta que un miembro del personal le explique la situación.

Cincuenta minutos y dos cisnes de papel más tarde llega un hombre gordo con bata de médico:

—¿John Winston Piggott?

Te levantas.

—Venga conmigo.

Lo sigues hasta una puerta distinta y una cerradura distinta, una alarma distinta y un timbre distinto, por otra puerta y otro pasillo gris iluminado y caldeado en exceso.

Se detiene al llegar a otra doble puerta.

—Me temo que el señor Myshkin está en el ala hospitalaria.

—Ah —dices—. No sabía…

—¿No le ha avisado su familia?

Niegas con la cabeza:

—He estado fuera.

—El señor Myshkin se ha negado a comer desde hace una semana. También le ha dado por esparcir sus excrementos en las paredes de la habitación. Se ha negado a ponerse el uniforme reglamentario. Tanto el personal como su familia creen que podría intentar quitarse la vida. Por eso lo llevaron al hospital el sábado por la noche.

Vuelves a negar con la cabeza.

—No tenía ni idea.

—Puede ver al señor Myshkin —dice—, pero siento decirle que será muy poco tiempo.

—Comprendo. Gracias.

—No más de diez minutos.

—Gracias —repites.

El médico introduce un código en un panel en la pared.

Suena una alarma y empuja la puerta:

—Usted primero.

Entras en otro pasillo de suelo gris y paredes grises.

No hay ventanas, sólo puertas a la izquierda.

—Sígame —dice el médico.

Lo sigues por el pasillo y te detienes delante de la tercera puerta a la izquierda.

El médico introduce otro código en otro panel en la pared.

Suena otra alarma y empuja otra puerta:

—Usted primero.

Entras en una habitación grande y gris, sin ventanas, con cuatro camas.

Todas las camas menos una están vacías.

Sigues al médico hasta la cama que está al fondo, a la izquierda.

—Michael —dice el médico—. Tienes visita.

Das un paso al frente:

—Hola, Michael.

Michael Myshkin está atado a la cama, con un pijama gris, la vista en el techo.

Tiene la cabeza afeitada, los labios cubiertos de heridas y los ojos enrojecidos.

Michael John Myshkin, asesino convicto de una niña.

Aparta la vista del techo y te mira.

Tiene babas en la barbilla.

Te mira. No habla.

Bajas la mirada y te miras los pies.

El médico corre unas cortinas alrededor de la cama.

—Esperaré fuera —dice.

—Gracias.

—Volveré dentro de diez minutos.

—Gracias —repites.

El médico te deja junto a la cama.

Michael Myshkin, atado a la cama, te está mirando.

—No lo sabía —dices—. Nadie me lo dijo.

Vuelve la cabeza hacia la pared.

—Lo siento —dices.

Sigue con la cabeza vuelta.

Hace calor. La luz es muy intensa. Huele a mierda. A desinfectante. A mentiras.

—Michael, quiero que me hable de Jeanette Garland.

Sigue con la cabeza vuelta. No contesta.

—Michael, por favor…

Está tumbado, con la cabeza vuelta a la pared.

—Michael, estoy tratando de ayudarlo, sigo queriendo ayudarlo, pero…

Vuelve la cabeza de la pared al techo.

—¿Por qué? —susurra.

—¿Por qué qué?

Te mira:

—¿Por qué quiere ayudarme?

Tragas saliva:

—Porque creo que no debería estar aquí. Porque creo que no mató a Clare Kemplay. Porque creo que no es culpable.

Niega con la cabeza.

—¿Qué? —dices—. ¿Qué?

Te mira y sonríe:

—Entonces ¿por qué quiere que le hable de Jeanette?

—Porque usted la conocía, ¿no?

Sigue mirándote.

—He ido a ver a Tessa. ¿Se acuerda de Tessa?

Suspira y parpadea.

—Dijo que usted tenía una foto de Jeanette, que la llevaba a todas partes, que hablaba con ella.

Está llorando.

—Dijo que cogió la foto del trabajo. ¿Es cierto?

Asiente.

—¿Cómo? ¿Por qué?

—Fuimos a su colegio —dice—. Al colegio de Jeanette.

—¿Quiénes?

—El señor Jenkins y yo. Era mi primera semana en el trabajo.

—¿Para hacer retratos escolares?

—Yo no sabía lo que tenía que hacer. El señor Jenkins se puso a gritarme. Los niños se rieron de mí. Todos menos Jeanette.

—¿Por eso guardó su foto?

—No. Eso fue después.

—¿Nunca volvió a verla?

Mira a otro lado.

—Dígame…

—La veía a veces en High Street, con su padre o su tío.

—¿Johnny Kelly? ¿En Castleford?

Vuelve a mirarte y asiente.

—Siempre sonreía y saludaba con la mano, pero…

Atado a la cama, con un pijama gris.

La cabeza afeitada, heridas en la boca y los ojos enrojecidos.

Está sollozando.

—La vio por última vez, ¿verdad que sí?

Cierra los ojos y asiente.

—¿Cuándo?

Abre los ojos y mira el techo.

—¿Cuándo?

—Ese día —susurra.

—¿Qué día?

—El día que desapareció.

—¿Dónde?

—En Castleford.

—¿En qué parte de Castleford?

—En una furgoneta.

Afeitado. Herido. Inflamado.

Está llorando.

—No sonreía —grita—. No me dijo adiós con la mano.

—¿Quién…?

Suspira y parpadea:

—Yo la quería.

Asientes:

—¿Con quién iba, Michael?

Te mira.

—¿En la furgoneta? —insistes.

Sonríe.

—¿Con quién, Michael?

—Ya lo sabe —dice.

Calor. Luz intensa. Olor a mierda. A desinfectante. A mentiras…

—Quiero que me lo diga.

—Pero ya lo sabe.

—Michael, por favor…

—Todo el mundo lo sabe —grita.

Miras el suelo.

—¡Todo el mundo lo sabe!

Te miras los zapatos.

—¡Todo el mundo!

Vuelves a mirarlo:

—¿Con el Lobo?

Asiente.

—¿Por qué no lo dijo?

—Sí lo dije. ¿Por qué no lo dijo usted?

—Yo no lo sabía.

Michael Myshkin te mira fijamente.

Vuelves a apartar la mirada.

—Sí lo sabía —susurra—. Todo el mundo lo sabía.

—¿Lo del Lobo?

—Todo.

Este calor. Esta luz intensa. Esta mierda. Este desinfectante. Estas mentiras…

—Yo no lo sabía —repites—. No lo sabía.

Michael John Myshkin se echa a reír:

—Su padre sí lo sabía.

Babas en la barbilla, lágrimas en las mejillas…

Lágrimas en las tuyas.

Con las puertas cerradas, miras por el retrovisor central y luego por el lateral. Enciendes el motor, la radio y un cigarrillo: Las estrellas brillaron anoche para la señora Thatcher en un abarrotado Centro de Conferencias de Wembley: Bob Monkhouse y Jimmy Tarbuck, Steve Davis y Sharon Davies, Brian Jacks y Neil Adams, Terry Neill y Fred Trueman; Kenny Everest gritó «Bombardeemos Rusia», y exhortó a la multitud a quitarle el poder a Michael Foot; Lynsey de Paul interpretó una canción titulada Tory, Tory, Tory…

Estás llorando otra vez.

Ni palabra de Hazel.

Apagas la radio. Enciendes otro cigarrillo y te quedas oyendo la lluvia en el techo, con los ojos cerrados: Hace catorce años estabas esperando bajo el mismo aguacero en la puerta de Wakefield Station a que tu padre viniera a recogerte. Acababas de terminar la carrera. Por fin eras abogado. El Hijo Pródigo. Y tu padre no apareció. Cogiste un autobús a Fitzwilliam. No había nadie en casa. No tenías llave. Decidiste esperar en el cobertizo, detrás de la casa, el cobertizo donde seguían tus trenes viejos. Te pareció ver a tu padre dentro. Abriste la puerta…

Abres los ojos.

Sientes náuseas y te estás quemando los dedos.

Apagas el cigarrillo. Toqueteas los botones de la radio hasta que encuentras algo de música: Iron Maiden.

No contestan…

Oyes sonar el teléfono de la señora Myshkin y el ruido incansable de la lluvia en el techo.

No hay nadie en casa.

Llueve a cántaros y los coches llevan las luces encendidas una tarde lluviosa de lunes en junio.

Una tarde lluviosa de lunes como las que pasabas en tu despacho, respondiendo preguntas y haciendo preguntas de matrimonios y divorcios, de niños y custodias, pensiones de alimentos y dinero, tomando Bourbon o galletas, sentado en tu mesa, con la lluvia en las ventanas, las gotas en la fachada con tanta fuerza y tanto dolor, atento al ruido incansable de la lluvia en las ventanas y en la fachada, sin ganas de ir a ver a tu madre, con miedo de ir…

El mismo miedo ya entonces…

Cuelgas:

Un miedo real.

Un miedo real otra vez aquí:

En una cabina de teléfono de Merseyside, oyendo el tono de llamada…

El tono de llamada y el ruido incansable de la lluvia en el techo, sin querer salir de la cabina, con miedo de salir…

El mismo miedo ahora:

Lunes, 6 de junio de 1983.

D-3:

El mismo miedo aquí.

El Lobo.

Aparcas en la puerta de la tienda de horario ampliado de Northgate. Bajas del coche y vas a la tienda. Está cerrada pero hay luz detrás de las postales escritas a mano y las pegatinas de helados y cerveza. Llamas a la puerta. El paquistaní viejo de la barba blanca aparece detrás del escaparate. Te mira y niega con la cabeza. Vuelves a llamar.

—Sólo quiero un periódico —gritas.

El paquistaní viejo vuelve a aparecer detrás del escaparate y vuelve a negar con la cabeza.

—Señor Khan —dices—. Por favor…

Está llorando.

Vuelves al coche y cierras por dentro. Arrancas y subes por Northgate, giras en Blenheim. Aparcas y bajas. Cierras las puertas. Entras en tu edificio. Subes las escaleras y sacas la llave.

La puerta no está abierta. No hay nadie en la escalera.

Abres la puerta y entras. Cierras la puerta. Cruzas el pasillo. No vas al baño. No te miras en el espejo. Entras en la sala de estar en ruinas. Coges un papel de un cajón tirado en el suelo. Sacas el bolígrafo. Te sientas encima de un montón de discos rotos.

Suena el teléfono. Las ramas dan golpes:

Todo el mundo lo sabe; todo el mundo lo sabe; todo el mundo lo sabe.

Empiezas a escribir.