49

Era de noche, la víspera de Navidad. Había un chalet enorme hecho de plumas blancas en la cima de un monte grande y negro, con velas blancas y gruesas encendidas en las ventanas. Yo iba subiendo la cuesta bajo la lluvia y el granizo y pasaba al lado del estanque donde había un pez naranja gigantesco. Llamaba al timbre. No contestaban. Abría la puerta y entraba. La chimenea estaba encendida y el salón lleno de ruidos y olores que llegaban de la cocina. A los pies de un árbol de Navidad perfecto estaban los regalos en preciosos paquetes. Crucé el pasillo hasta el dormitorio. Me detuve delante de la puerta. Cerré los ojos y volví a abrirlos. Vi dos estrellas, estrellas y ángeles. Probé a abrir la puerta y se abrió. La vi: a mi estrella, a mi ángel. Estaba tendida en la cama debajo de una alfombra preciosa y nueva, con su precioso pelo extendido sobre las almohadas y los ojos cerrados. Me senté en el borde de la cama y me desabroché el uniforme. Me deslicé despacio bajo la alfombra y me acurruqué junto a ella. Estaba fría. Estaba húmeda. No tenía pelo. Intenté salir de la cama, pero unos brazos me sujetaron, brazos infantiles, ramas…

—¡Tío Maurice! ¡Tío Maurice!

Abro los ojos.

La hija de Bill me está mirando.

Respiro. Respiro. Respiro.

—¿Estás bien? —pregunta.

Estoy acostado en una cama de matrimonio. Llevo puesto un pijama.

—Soy yo —dice—. Louise.

Me siento en la cama. No es mi cama. No es mi pijama.

—Estás en casa de John y Anthea —dice—. En Durkar.

Parpadeo y asiento.

—¿Quieres algo? ¿Una taza de té?

—¿Qué ha pasado? —pregunto.

—Papá ha dicho que tienes que descansar.

—¿Qué día es hoy?

—Es lunes —dice—. Lunes por la mañana.

Miro mi reloj. Está parado.

—Son las diez pasadas.

—¿Dónde están todos?

Empieza a hablar, pero se calla. Se lleva una mano a la boca.

—Dímelo, cielo. Por favor… —le pido.

—En Sandal —dice.

La miro y espero.

Suspira y susurra:

—Donald Foster ha muerto.

—¿Qué?

—Bob lo encontró.

—¿Tu Bob?

—En su casa, esta mañana —dice—. Asesinado.

Retiro las mantas y me levanto.

—¿Qué haces?

—No puedo quedarme aquí, cielo.

—Pero papá ha dicho que…

—¿Dónde está mi ropa?

Señala un taburete delante del tocador.

—Ahí.

En el taburete hay ropa limpia y mis gafas de repuesto.

—Fui a tu casa —dice—. Espero que no…

—Claro que no. Gracias.

—¿Adónde vas? —repite.

—A Wood Street. ¿Puedo llevarme tu coche?

—Tu Triumph está fuera —dice.

—Gracias.

—Pero ¿estás seguro de que…?

—Estoy bien —sonrío—. De verdad.

—¿Quieres que llame a mi padre?

—No. Ya sabes que se preocupa por todo.

Salgo de Durkar y voy a Wakefield. No giro en Sandal. Voy directo a Wood Street. No entro por la puerta principal. Entro por detrás. No hablo con nadie. Nadie habla conmigo. Subo las escaleras y entro en mi despacho. Abro el último cajón, cerrado con llave. Saco dos expedientes gruesos y viejos y otro fino y nuevo. Cierro el cajón. Cojo los expedientes y salgo del despacho. Bajo las escaleras y me marcho por donde he venido. No veo a nadie. Nadie me ve. Vuelvo al coche corriendo. Salgo de Wakefield, paso por delante del Redbeck y llego a las afueras de Castleford.

A Shangrila.

No me detengo.

Hay un Jaguar granate aparcado al pie de la avenida del jardín.

Llego hasta el final de la carretera. Giro a la izquierda y entro en un área de descanso. Doy la vuelta con el coche.

Espero.

No cierro los ojos. No me atrevo.

Vigilo.

Treinta minutos más tarde veo salir el Jaguar granate.

Dos hombres corpulentos van en el coche.

Conozco al que ocupa el asiento del copiloto.

El hijoputa de Derek Box.

El Jaguar gira a la derecha y desaparece tras una curva.

Arranco y vuelvo por donde he venido.

Aparco al pie de la avenida del jardín. Bajo del coche y subo la cuesta.

Shangrila.

Me acuerdo de la casa cuando sólo era un esqueleto.

Huesos blancos que asomaban de la tierra; La recuerdo a la luz de la luna.

De la luna fea; La recuerdo y recuerdo las mentiras.

«Él estaba aquí, conmigo».

Subo por el jardín y paso por delante del estanque.

No voy con las manos vacías.

Llego a la puerta y llamo al timbre. Oigo las campanillas.

La puerta se abre:

John Dawson, el príncipe de la arquitectura en persona.

—¿Maurice? ¡Qué sorpresa!

—Cállate.

Lo empujo al vestíbulo.

Su mujer baja las escaleras en bata:

—¿Quién es ahora?

—Es la policía —digo.

—¿Maurice? —dice—. ¿Qué narices está pasando?

Señalo el salón, a mano izquierda.

—Entrad ahí.

Entran en el gran salón.

Los sigo.

Todo es blanco. Todo está decorado con imágenes de cisnes.

—Espero que sepa lo que está haciendo —dice Dawson.

Le doy un puñetazo en la nuca.

—Siéntate y cierra la boca —le ordeno.

Se sientan en el enorme sofá color crema, lado a lado.

Sobre la mesa de cristal que está delante hay planos de arquitectura y el periódico del día.

Miro la fotografía del revés:

Paula Garland.

Leo el titular del revés:

ASESINADA LA HERMANA DE LA ESTRELLA DE LA LIGA DE RUGBY.

Los miro.

—Ya sabéis por qué estoy aquí.

—La verdad es que no —dice Dawson—. Además, creo que Bill Molloy…

—¡Cállate, cabrón! —grito—. ¡Cállate!

—Señor Jobson, yo…

—John —susurra su mujer—. No digas nada, por favor.

Miro a Marjorie Dawson.

Su bata cara. Sus ojos cansados y solitarios.

La miro y sé que lo sabe.

Miro a su marido.

Su ropa cara. Sus ojos tímidos y viciosos.

Lo miro y sé que lo sabe.

Sabe que ella lo sabe y que yo lo sé.

—Ted Jenkins —digo.

—¿Quién? —pregunta.

—Fotógrafo y proveedor de pornografía. De pornografía infantil, para ser exactos.

La señora Dawson mira a su marido.

Saco una agenda grande y negra de 1974. La abro y paso páginas con direcciones y teléfonos desde el final. Encuentro los nombres que empiezan por D. Le doy la vuelta y dejo la agenda encima de los planos y el periódico. Señalo un nombre y un número.

Marjorie Dawson se inclina. John Dawson no.

Sonrío.

—El señor Jenkins tiene su número aquí anotado.

Marjorie Dawson mira a su marido.

—Tiene muchos números —digo.

John Dawson se muerde el labio.

—Don Foster, por ejemplo —digo—. Que ya no volverá a coger el teléfono.

Marjorie Dawson me mira.

—Está muerto —digo.

Abre y cierra la boca.

—Lo siento —digo—. Creí que ya lo sabía.

Dawson trata de coger la mano de su mujer.

Ella se aparta.

—Acabo de enterarme —dice él.

—¿Eso es lo que ha venido a decirle Derek Box? —pregunto.

John Dawson se cubre la cara con las manos.

—Me temo que tengo más malas noticias —digo.

Dawson me mira.

—George Marsh también está muerto.

—¿Qué? —dice Dawson.

—Sí —asiento—. Lo he matado.

—¿Qué? —repite—. ¿Por qué?

Vuelvo a sonreír y dejo tres fotos en la mesa, encima de sus planos…

Jeanette. Susan. Clare.

Su mujer mira las fotos y luego lo mira a él.

—Ojalá te mueras —dice—. Ojalá nos muramos todos.

Cojo las fotos.

Dawson se sujeta la cabeza entre las manos.

Ella se levanta y le da una bofetada. Le clava las uñas y grita.

Me voy.

Vuelvo a casa desde Shangrila.

A casa.

Aparco en la puerta de casa, de mi casa.

No hay luces y las cortinas están cerradas.

Todo ha desaparecido.

Las pisadas de los niños en las escaleras, las risas y los teléfonos sonando en las habitaciones, el estampido de una pelota contra un bate o una pared, el estallido de una pistola de juguete o un globo explotado, los ruidos de la comida que se prepara, se sirve y se come…

Todos.

Judith, Paul y Clare, mi mujer.

Jeanette, Susan y Clare Kemplay.

Mandy.

Todos han desaparecido.

Vuelvo a Wakefield y voy por Blenheim Road hasta St. John’s.

Aparco debajo de los árboles grandes con corazones tallados en la corteza.

Miro calle abajo, el número 28.

Miro a los policías sentados en los coches, en la oscuridad.

Cierro los ojos. Los abro. No veo estrellas.

Ni estrellas ni ángeles.

Miro el apartamento 5:

Ni estrella ni ángel.

Esta noche no.

Un golpe en el cristal.

Me sobresalto:

Bill.

Intenta abrir la puerta del copiloto.

Está abierta y sube al coche.

Tiene el pelo gris y la piel cetrina.

Apesta a muerte.

Yo también.

—Don está muerto —dice—. Y John Dawson también.

—¿Cómo?

—El hijoputa de Derek Box mató a Don. Por lo visto John y su mujer se han pegado un tiro.

—¿Su mujer también?

Bill asiente.

—¿Qué vamos a hacer?

Me mira y sonríe.

—Llegamos tarde —dice.

¿Oyes las campanillas del trineo?

El Club Marmaville:

Una antigua fábrica de algodón convertida en elegante Club de Campo, con bar y biblioteca, muy frecuentada por los masones.

Muy frecuentada por Bill Molloy:

El Tejón.

El salón de arriba, junto a los lavabos.

Las cortinas cerradas, las lámparas encendidas; no hay cigarros.

Esta noche no hay cigarros: Lunes, 23 de diciembre de 1974.

Los malditos villancicos llegan a través de la alfombra.

Una alfombra preciosa, de flores doradas, granates y rojas.

Como los vasos de Chivas Regal y nuestras caras.

Unos de pie y otros sentados en un círculo de amplias butacas. Unos miran al techo y otros a la nada.

La mitad de la banda está allí:

Dick Alderman, Jim Prentice, John Rudkin y Murphy.

John Murphy de pie, junto a su mecedora.

—¡Siéntate! —le grita Dick al cabrón.

El cabrón de Manchester no le hace caso.

—No pienso sentarme —grita Murphy—. No me sentaré hasta que alguien me diga de una puta vez qué cojones está pasando aquí…

Bill levanta las manos y pide calma:

—John, John, John…

—¡No! ¡No! ¡No! —grita Murphy—. John Dawson y Don Foster están muertos. ¡Quiero respuestas y las quiero ya!

No decimos nada.

Murphy nos recorre a todos con la mirada y me señala.

—Y ese puto gilipollas…

Me señala y grita:

—¡Ese loco de los cojones ha quemado la mitad de nuestro puto negocio!

No digo nada.

—¡A saber qué coño habrá hecho con Jenkins!

Nada.

Bill se pone en pie.

—Oye, John. Todos estamos tan preocupados como tú.

Nadie asiente.

Murphy se calla. Se queda en el centro del círculo, jadeando y mirándonos.

—John —dice Bill—. No vamos a tirar por la borda tantos planes y tanto trabajo.

Murphy niega con la cabeza.

—No lo consentiré —promete Bill.

Para que nos enteremos…

Nos lo recuerda a todos:

—Lejos de las calles, fuera de los escaparates; bajo nuestro control y a nuestros bolsillos.

Todos lo miramos.

Bill sonríe y hace un guiño.

—Nuestros bolsillos llenos de pasta.

No sonreímos.

Bill le pasa un brazo a Murphy por encima del hombro. Lo invita a sentarse.

Le explica y nos explica lo que vamos a hacer:

—Tenemos que resolver algunos asuntos, pero en cuanto los hayamos resuelto todo habrá terminado y nuestras inversiones estarán seguras.

Jim Prentice niega con la cabeza.

—¿Sólo algunos? —dice, entre dientes.

—No son demasiados —dice Bill—. Un par de problemillas, nada más, Jim.

Esperamos.

Esperamos a que nos diga lo que sabe:

—El hijoputa de Derek Box, para empezar.

—Un cabrón con dos caras —dice Dick.

—¿Dónde está ese mamón? —pregunta Jim.

—El mamón tiene cita con Bob Craven y Dougie a media noche —dice Bill.

—Los héroes del momento —sonríe Rudkin.

—Hay más de un camino —dice Bill—. En el piso de arriba del Strafford.

Llaman a la puerta. La camarera trae otra ronda de whiskys.

Dobles.

Recoge los vasos vacíos y sale.

Murphy le pregunta a Bill:

—¿Cuál es el orden del día de esta reunión de cerebros?

—Pronto lo sabrás —dice Bill, guiñando un ojo.

—¿Qué quieres decir? —pregunta Murphy.

Bill se vuelve a Rudkin.

—¿Tienes las armas?

Rudkin asiente.

—Ve a buscarlas.

Rudkin sale.

Bill se levanta.

—¡En pie! —grita.

Todos se ponen en pie, con los vasos en la mano.

Yo también:

Porque el cuerpo no es un solo miembro…

—¡Por nosotros! —Bill levanta su vaso—. ¡Por nosotros, qué carajo!

Sino…

—Por nosotros —murmuramos.

—Y por el norte —grito—. ¡Donde hacemos lo que queremos!

—Por el norte —contestan. Y vacían sus vasos.

Volvemos a sentarnos.

—¿Y el segundo problemilla? —dice John Murphy—. Dijiste que había dos.

Bill se vuelve y me mira.

Todos se vuelven y me miran.

—Eddie Dunford —dice Bill.

Cierro los ojos.

Veo a mi estrella, a mi ángel.

Mi maldito ángel silencioso; Abro los ojos y asiento con la cabeza.

—Me ocuparé… —empiezo a decir.

Pero se oyen pasos en las escaleras…

De botas gruesas.

Rudkin entra como una exhalación.

—¡Se han liado a tiros en el Strafford! —dice.

Bill y Dick son los primeros en levantarse.

Jim y yo los segundos.

Murphy está jodido.

Bajamos las escaleras corriendo, borrachos y feos…

Todos vamos gritando.

Todos menos Bill.

Subimos a los coches.

A ciento cincuenta por hora.

Bill, Dick y John Rudkin en un coche.

A ciento sesenta por hora.

Jim conduce el nuestro; Murphy va en el asiento trasero.

A ciento setenta por hora.

La emisora de la policía sigue informando del tiroteo.

A ciento setenta por hora.

—¿No puedes ir más deprisa, joder? —le grito a Jim.

A ciento setenta por hora.

Aporreo la radio:

—Habla el inspector Maurice Jobson: no se acerquen al lugar…

A ciento setenta por hora.

—Instalen controles de carretera en un radio de ocho kilómetros y dupliquen el radio cada diez minutos…

A ciento setenta por hora.

—¡NO SE ACERQUEN AL LUGAR DEL CRIMEN! —les advierto.

A ciento setenta por hora.

John Murphy asoma la cabeza entre los asientos.

Borracho, riéndose y jodido sin remedio.

—¿Por qué coño te llaman el Búho? —pregunta.

—Por las gafas.

—Ya veo —se ríe.

—No me jodas y déjame hacer mi trabajo.

Se reclina en el asiento.

Miro por el retrovisor y lo veo mirando por la ventanilla la noche oscura de Yorkshire, las luces de Navidad ya rotas o apagadas…

Está llorando, desearía estar en otra parte.

Ser otro.

Otra persona.

Llora y desea que todos estuviéramos muertos.

O tal vez sólo yo.

Sólo yo.

Que se joda.

Que se jodan todos.

Soy el Búho.

Prentice frena:

Es la 1 y media.

Martes, 24 de diciembre de 1974:

El Bullring.

Wakefield.

Hay una ambulancia y un par de Pandas al final de Wood Street.

Nuestros dos coches con todas las puertas abiertas.

Desde el asiento del copiloto de uno de los coches, Bill nos dice lo que vamos a hacer:

—Dick y Jim, subid a Wood Street y esperad a que os avisemos. Empezad a reescribirlo todo; fechas, llamadas, todo.

Asienten y se van.

—Tú controla la situación aquí —le dice a Rudkin—. No dejes que nadie se acerque, sobre todo los polis.

Rudkin asiente.

Bill mira su reloj:

—Dentro de tres minutos avisas a la Brigada Especial.

Rudkin vuelve a asentir.

—¿Y yo? —pregunta Murphy.

—Tú desaparece cagando leches. No es tu zona.

Murphy asiente y se larga.

Bill me mira.

Digo que sí con la cabeza.

Se levanta y va al maletero.

Lo sigo.

Me pasa la Webley y coge la L39.

Cierra el maletero.

El viento trae gritos lejanos.

Bill Molloy me mira fijamente.

Le aguanto la mirada:

Tiene cáncer en los ojos y lo sabe; nadie estará junto a su lecho cuando muera.

—¿Sabes lo que tenemos que hacer?

Asiento.

—Pues vamos.

Lo sigo y cruzamos el Bullring.

En dirección a los gritos.

Miro la ventana del primer piso del Strafford.

Las luces están encendidas.

Bill mira su reloj y abre la puerta.

Los gritos más fuertes.

Subimos las escaleras. Entramos en el bar.

En los gritos. En el humo. En la música:

Rock’ n’ Roll.

El disco que estaba puesto en la máquina se ha atascado.

En el infierno.

Una mujer está detrás de la barra, cubierta de sangre. Gritando.

Un viejo está sentado en una mesa al lado de la ventana, con una mano en alto.

Bob Craven está de pie en el centro del local. No se mueve.

Bob Douglas está de bruces junto a los lavabos. Se arrastra por el suelo.

Un hombre corpulento está en el suelo, de espaldas. Abre y cierra los ojos.

Derek Box a su lado, muerto.

Bill se acerca a Craven.

—¿Qué ha pasado aquí, Bob?

Craven está sangrando por un oído.

No oye.

Bill le da una bofetada.

Craven parpadea. No habla.

Me acerco a Bob Douglas. Le doy la vuelta.

Me mira fijamente.

—¿Quién ha sido? —pregunto.

Habla, pero no consigo oír lo que dice.

Me acerco a sus labios:

—¿Quién?

Escucho.

Levanto los ojos.

Bill Molloy está a nuestro lado.

—Dunford —repito.

—Mata a ese cabrón —dice—. Mátalos a todos.

Asiento.

Bill da media vuelta. Le pega un tiro al viejo que está sentado en la mesa, junto a la ventana.

Lo revienta.

Bill mira su reloj y luego me mira.

Me incorporo.

Me acerco a la mujer que está detrás de la barra.

Ha dejado de gritar.

Está agachada, acurrucada debajo de la caja registradora abierta.

Me mira desde el suelo.

La conozco.

Se llama Grace Morrison.

También conozco a su hermana.

Se llama Clare Morrison.

Aprieto el gatillo y cierro los ojos.

Veo mi estrella, a mi ángel.

Mi maldito ángel silencioso.

En el infierno.

Abro los ojos.

Todos estamos…

El disco que estaba puesto en la máquina se ha atascado…

En el infierno.

—¡Mátalos a todos! —grita Bill—. ¡Mátalos a todos!