7
Volví a despertarme en menos de una hora, me quedé tumbado entre las sombras y el silencio total de la noche, en la casa oscura y en silencio, y agucé el oído para oír algo, lo que fuera: las pisadas de un animal o de un pájaro, un coche en la calle, una botella de leche en la puerta, el golpe seco del periódico en el felpudo, pero no se oía nada, sólo el silencio, las sombras y el silencio total, las sombras y la muerte; y me acordé de cuando las cosas no eran así, porque no siempre habían sido así, de cuando había pisadas humanas en las escaleras, pies de niños, el estampido de una pelota contra un bate o una pared, el estallido de una pistola de juguete o de un globo explotado, timbres de bicicletas y el timbre de la puerta, risas y teléfonos sonando en las habitaciones, los olores, los ruidos y los sabores de las comidas que se preparaban, se servían y se comían, de las bebidas que se servían, de los vasos que se levantaban y de los brindis de los hombres borrachos con cigarros en la mano y chaquetas de terciopelo negro, de sus mujeres con sus copas de jerez y sus trajes de fiesta, la habitación de invitados para las largas noches de verano cuando nadie estaba en condiciones de conducir, cuando nadie podía irse, nadie quería irse, hasta la última vez, la última vez cuando sonó el teléfono y el silencio se instaló para siempre, el silencio que seguía conmigo en ese momento, tumbado entre las sombras y el silencio total de una casa oscura y vacía…
Jueves por la mañana.
Busqué las gafas a tientas, salí de la cama, bajé a la cocina, encendí la luz, llené el hervidor, encendí el gas, saqué del armario una tetera, una taza y un plato, abrí la puerta de atrás para ver si ya habían dejado la leche, pero no, aunque había leche de sobra en la nevera (siempre había leche de sobra), llené la taza, puse dos bolsitas de té en la tetera, retiré el hervidor del fuego, vertí el agua en la tetera, mientras reposaba lavé el cazo de leche y la taza de Ovaltine de la noche anterior, miré por la ventana el jardín y el prado, vi la cocina reflejada en el cristal, y en ella a un hombre vestido con pantalones oscuros, camisa azul y jersey de pico verde, gafas de cristales gruesos y montura negra, un hombre mayor, completamente vestido a las cuatro de la madrugada.
Jueves, 19 de mayo de 1983.
Puse la tetera, la taza y el plato en una bandeja de plástico azul, me la llevé al comedor, la dejé en la mesa, eché el té encima de la leche, cogí una galleta de avena de la lata, encendí la estufa y la radio y me senté en la silla enfrente de la estufa, a la espera de las noticias en Radio 2: Peter Williams, el Destripador de Yorkshire, comparecerá de nuevo ante el Tribunal de Newport, en la isla de Wight, para testificar en contra de James Abbott, otro preso acusado de herir a Williams con un trozo de cristal en la prisión de Parkhurst el 10 de enero de este año. Williams tuvo que ser operado a raíz de la agresión, que le ha dejado numerosas cicatrices.
Williams, que llevaba un traje gris, la camisa desabrochada y una cadena con una cruz de oro, fue abucheado al entrar en la sala. Su abogado le preguntó en primer lugar si no era una persona poco apreciada, a lo que Williams replicó que ésa era una opinión basada en la ignorancia. A continuación le preguntó si era consciente de que su testimonio valía mucho dinero para la prensa. Williams contestó que ése era el problema de la sociedad actual, que la gente actuaba movida por la codicia y que nadie tenía valores morales.
Previamente Williams había reconocido que sigue recibiendo consejos de esas voces que oye dentro de su cabeza. El juicio del señor Abbott aún no ha concluido.
Apagué la radio y me quité las gafas.
Estaba en la silla, con los ojos llenos de lágrimas otra vez.
Llorando.
Sabiendo que no había salvación en nadie más.
En nadie en este mundo.
Llorando.
Jueves, 19 de mayo de 1983.
8.º día.
Salí de Wakefield y llegué a Castleford cuando la luz empezaba a diluirse en una neblina gris sobre Heath Common: los ponis encadenados y quietos; en la carretera sólo camiones con los faros encendidos.
Aparqué detrás de un bar, del Swan, y fui andando hasta el centro de Castleford.
Un quiosquero calvo estaba recogiendo dos fardos de periódicos en la acera.
—Buenos días.
—Buenos días —respondió, con la cara colorada.
—¿Sabe usted dónde tenía su estudio Ted Jenkins? ¿El fotógrafo?
—¿No es un poco temprano? —preguntó.
Le enseñé la orden judicial.
Se encogió de hombros.
—Estaba ahí, al final de la calle, a la derecha, pero ya no está —dijo.
—¿Desde cuándo?
—Desde que se quemó. —Volvió a encogerse de hombros—. Hará cosa de siete años, puede que diez.
—En ese caso llego tarde, no temprano.
Sonrió.
—¿Me da uno de ésos? —señalé el Yorkshire Post y la foto de Hazel.
Asintió y se sacó una navaja del bolsillo. Cortó la cuerda que sujetaba el fardo.
Le di el dinero, pero no lo aceptó.
—No hace falta —dijo.
—¿Cuál era su estudio entonces?
Miró hacia el final de la calle.
—Donde está ese restaurante chino.
—¿Conocía usted a Ted?
Negó con la cabeza.
—Sólo de vista.
—No dio señales de vida, ¿verdad? —pregunté, mirando hacia el final de la calle.
—Ha pasado mucho tiempo —dijo con un suspiro.
—¿Desde el incendio? ¿Nadie volvió a saber de él después de eso?
Volvió a negar con la cabeza.
—¿Ustedes no pensaban que nos estaba engañando, como lord Lucan[2]?
—Ha pasado mucho tiempo —asentí.
Me guiñó un ojo:
—Le diré quién más trabajaba allí…
—Gracias por el periódico —dije. Y me alejé…
—El cabrón de Michael Myshkin —le oí decir a mis espaldas—. El pervertido que asesinó a todas esas niñas.
Seguí andando, alejándome; pasé por delante de una zapatería…
—Tendrían que haber ahorcado a ese cabrón…
Ha pasado mucho tiempo.
Llegué al restaurante chino El Loto. Me asomé a mirar por la ventana, por encima del menú, los manteles blancos y las servilletas rojas, las sillas y las mesas, todo en silencio y en penumbra.
Tanto tiempo.
En la acera de enfrente había otra tienda vacía: un nombre y un cartel grande y descolorido anunciaba que el local iba a ser remodelado por Construcciones Foster, los promotores del Ridings Shopping Centre de Wakefield.
Centros comerciales.
Tanto, tanto tiempo.
Putos centros comerciales.
Tantísimo tiempo.
Pero las mentiras perduran; son las pequeñas ficciones aceptadas por todos; eso que llamamos historia.
Historia y mentiras.
Nos han sobrevivido a todos.
Comisaría de Morley.
Sala de Investigación: Alderman, Prentice, Gaskins y Evans.
Todos están mirando una fotografía y un cartel.
Una palabra escrita en letras grandes y rojas: DESAPARECIDA.
Escrita sobre la foto de una niña de diez años, melena castaño oscuro y ojos castaños, pantalones de pana beige, jersey azul marino con una H bordada y un chaleco guateado de color rojo, que llevaba una bolsa de gimnasia de tela negra ceñida con un cordón.
—¿Qué ha pasado con la H bordada en la bolsa? —pregunté.
—No ha sido fácil… —Evans empezó con las excusas.
Levanté una mano para que se callara y cogí el cartel.
—Sólo quiero saber si la imprenta los tendrá listos esta tarde.
—Estarán aquí a las dos.
—Bien —suspiré—. ¿Qué hay del colegio? Tú has hablado con la directora. ¿Saben lo que vamos a hacer?
Volvió a asentir.
—Les dije que pasaríamos a partir de las tres.
—¿Calendar y Look North.
—Sí, pero los de Calendar no tendrán las fotos listas hasta las seis; dicen que emitirán la noticia antes de la película, después de News at Ten. No es una buena hora.
—¿Entonces no entrará en la información nacional?
—De momento no —dijo Evans.
—¿Cuántos agentes tenemos? —le pregunté a Gaskins.
—Ciento cincuenta. Hemos cortado la carretera en los dos extremos de Victoria Road, en la salida de Rooms Lane y en Church Street.
Miré el mapa de Morley clavado en un tablero junto a la foto de la niña.
—¿Dónde han cerrado el paso en Victoria Road? —pregunté.
Gaskins se levantó para señalarlo en el mapa:
—Aquí, en el cruce con Springfield Road; y aquí, antes de King George Avenue.
—¿Saben lo que tienen que hacer?
—Carnets de conducir y registros —asintió—. Enseñarles la foto de la niña, preguntar dónde estaban el jueves pasado y dejarles seguir su camino.
—¿Has conseguido los coches camuflados, Jim? —le pregunté a Prentice.
—¿Dónde los quiere, jefe?
Me levanté para señalarlo en el mapa:
—En el cruce de Asquith Avenue, aquí. Otro al lado de esta granja, aquí. Y otro en el centro, junto a Chapel Hill.
—Muy bien.
—Quiero números —dije—. De todos los coches que paren, den la vuelta o se desvíen al ver los controles… que anoten las matrículas y pidan información.
—¿Crees que lo encontraremos? —preguntó Dick.
Asentí.
—¿A quién? —preguntó Evans.
Cogí un trozo de tiza. Di la vuelta a la pizarra y escribí dos nombres: Jenkins y Ashworth.
Jim señaló al primer nombre:
—Creía que había muerto —dijo.
—Si aparece alguno de estos nombres, que los detengan y que me avisen inmediatamente —ordené.
1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, los niños buenos van al cielo.
—¿Qué coño es esto? —le pregunté a Alderman cuando aparcamos en la puerta del colegio de Morley, con el patio lleno de niños y padres, equipos de televisión y periodistas, sus furgonetas y sus coches.
El momento de la reconstrucción.
—Evans —grité al cruzar la calle, ajustándome las gafas y mirando el reloj—. ¡Evans!
Se me acercó cargado de papeles y expedientes:
—¿Jefe?
—¡Que se lleven de aquí ahora mismo esas furgonetas y esos coches! —aullé—. Esto es un puto circo.
Empezó a disculparse pero no le hice caso.
—Y que todo el mundo se reúna en el vestíbulo.
—¿Señor Jobson? —preguntó una mujer regordeta, de pelo gris, que se acercaba con gesto disgustado.
—¿Quién es usted?
—Marjorie Roberts —contestó—. La J. E.
—¿La J. E.?
—La jefa de estudios —susurró Evans.
Le tendí la mano.
—Maurice Jobson. Jefe de la Brigada de Investigación Criminal.
—¿Qué quiere que hagamos, señor Jobson? —preguntó con un suspiro.
—Si puede reunir a todos los niños y a sus padres en el vestíbulo será de gran ayuda.
—Muy bien —dijo. Y se fue.
—Zorra asquerosa —gruñó Dick en mi hombro—. Llevamos aquí no se cuántos días y ni siquiera nos ha ofrecido una taza de té. Sólo pregunta cuándo podrán volver a la normalidad; dice que estamos alterando la rutina de los niños y tal y cual. Tonta del culo.
Asentí:
—¿Dónde está Hazel?
—En el despacho de la tonta del culo —dijo Evans.
—¿Y dónde está el despacho de la tonta del culo?
—Es por aquí —dijo Dick. Lo seguimos por el patio, entre los niños y sus padres, hasta la parte de atrás del edificio de piedra. Abrió una doble puerta, pintada de verde, y entramos en el colegio acogidos por su olor familiar: el olor a niños y a detergente.
Recorrimos un pasillo con perchas bajas de las que colgaban bolsas de plástico. Las paredes seguían decoradas con dibujos de huevos de Pascua. Al final del pasillo, Dick llamó a la puerta y la abrió.
Una mujer de mediana edad estaba sentada con una niña de diez años; una niña de diez años, melena castaño oscuro y ojos castaños, con pantalones de pana beige, jersey azul marino con una H bordada y un chaleco guateado de color rojo, aferrada a una bolsa de gimnasia de tela negra ceñida con un cordón.
—Soy Maurice Jobson —saludé—. El detective que dirige la investigación.
—Yo soy la madre de Nichola —la mujer se levantó—. Karen Barstow.
—Muchas gracias por ayudarnos.
—Lo que sea por encontrar a esa pobre niña.
—Hola —saludé a la niña de diez años, melena castaño oscuro y ojos castaños, con pantalones de pana beige, jersey azul marino con una H bordada y chaleco guateado de color rojo, sujetando una bolsa de gimnasia de tela negra ceñida con un cordón.
—Hola —dijo.
—Tú tienes que ser Nichola —dije.
—No —replicó la niña de diez años, melena castaño oscuro y ojos castaños, con pantalones de pana beige, jersey azul marino con una H bordada y chaleco guateado de color rojo, que llevaba una bolsa de gimnasia de tela negra ceñida con un cordón.
—Hoy soy Hazel —dijo.
Nadie más.
Salí al escenario. Los niños estaban sentados en el suelo delante; los profesores y los periodistas de pie a los lados; los padres daban instrucciones a sus hijos desde atrás.
La señora Roberts me presentó:
—Atención. Éste es el señor Jobson. Es el policía que va a encontrar a Hazel. Sé que muchos de vosotros ya habéis hablado con otros policías, pero hoy haremos como si fuera el jueves pasado. Vamos a concentrarnos todos para recordar qué hicimos exactamente el jueves pasado, y vamos a repetir todos lo que estábamos haciendo ese día. Puede que alguien muy listo recuerde algo muy importante que ayude al señor Jobson a encontrar a Hazel.
Yo asentía con la cabeza.
Los niños me miraban en silencio.
La señora Roberts me miró.
—¿Qué hacemos con Hazel? —susurró en voz baja—. ¿La traemos ya?
Asentí y me hice a un lado. Indiqué a la madre de Nichola que trajera a su hija al escenario.
Un murmullo recorrió el vestíbulo; los profesores se llevaron un dedo a los labios mientras los padres se estiraban para ver a sus hijos, que empezaron a levantarse y a sentarse, desconcertados y nerviosos.
—Niños, sentaos, por favor —ordenó la señora Roberts.
Observé las filas de niños que tenía delante.
—Ésta es Nichola, pero hoy será Hazel —dije.
—Todo el mundo sentado —repitió la señora Roberts. Tú también, Stephen Tams.
—Muy bien —dije, lamentando que el jefe Martin no estuviera allí—. ¿Quién estuvo con Clare el jueves pasado?
Silencio.
Los niños se miraron, miraron a sus profesores y a sus padres; los profesores y los padres me miraron, confusos.
—¿Qué pasa? —le pregunté a la señora Roberts.
La señora Roberts puso mala cara.
—¿Qué pasa? —repetí.
—¿Hazel? ¿Se refiere usted a Hazel? —susurró, con los ojos muy abiertos.
Asentí y murmuré:
—Perdón. Hazel. ¿Quién estuvo con Hazel el jueves pasado a la hora de volver a casa?
Esta vez se levantaron muchas manos; los profesores y los padres asintieron con gesto complacido, y entonces, entre las manos diminutas, al fondo, vi al señor y a la señora Atkins.
El señor y la señora Atkins nos miraban fijamente a mí y a la niña que estaba a mi lado.
Me volví a la niña.
La niña de diez años, pelo rubio y liso y ojos azules, chubasquero naranja, jersey de cuello alto azul marino, vaqueros azul claro con el dibujo de un águila en el bolsillo trasero izquierdo y botas de agua rojas, que llevaba unas zapatillas de gimnasia negras en una bolsa de plástico.
Se había cogido de mi mano y apretaba con fuerza.
Otra vez empezó a llover. Los padres y los periodistas abrieron los paraguas, los niños se pusieron las capuchas y nosotros tres nos calábamos.
Y sólo acabábamos de empezar.
—¿A quién coño se le ha ocurrido traerlos? —grité.
—Querían venir —dijo Evans—. La prensa quería hablar con ellos. Eso nos da más visibilidad.
—¿Por qué cojones no lo has impedido?
—Lo siento —repitió, por enésima vez ese día.
—Da igual —dije—. Ya no hay remedio.
—¿Ya es la hora de la salida? —preguntó Dick, mirando el reloj.
Miré el reloj.
—Que empiecen —le dije a Evans.
Evans cruzó el patio y se acercó a la verja, donde se concentraban las cámaras de televisión y los periodistas; los profesores, los padres y los niños esperaban la señal con impaciencia. Los equipos de televisión y los periodistas se arremolinaron alrededor de Evans con preguntas y peticiones. Evans salió por fin de debajo de los paraguas, se zafó de sus maldiciones, dio la señal, y allí, en medio de la pantomima y el caos, bajo la lluvia, en la verja del colegio, estaba ella: Hazel Atkins:
Cruzó la verja seguida de los demás niños, diciendo adiós con la mano y parándose, diciendo adiós con la mano y parándose; manos arriba y manos abajo, manos arriba y manos abajo se despedían de la niña de diez años, melena castaño oscuro y ojos castaños, pantalones de pana beige, jersey azul marino con una H bordada y chaleco guateado de color rojo, que llevaba una bolsa de gimnasia de tela negra ceñida con un cordón…
Hazel.
Camino de su casa, en Bradstock Gardens, por Rooms Lane, seguida por las cámaras de televisión y los periodistas con sus gafas y sus bolígrafos, por los niños y sus padres con sus susurros y sus recelos, por los profesores y los policías con sus esperanzas y sus temores, todos en silenciosa procesión bajo la lluvia que caía entre los árboles oscuros y callados en la melena castaño oscuro de la niña y sus ojos castaños y tranquilos, que manchaba sus pantalones de pana beige, su jersey azul marino con una H bordada y su chaleco guateado de color rojo, que empapaba su bolsa de gimnasia de tela negra ceñida con un cordón…
Hazel.
Tuerce hacia su casa en Bradstock Gardens, y un coche o un camión aminoran la marcha de vez en cuando; los Atkins destrozados bajo la lluvia, sus lágrimas en el asfalto porque su hija nunca más volverá a ir andando por Rooms Lane, nunca volverá a su casa en Bradstock Gardens, nunca abrirá esa puerta para refugiarse de la lluvia, que nunca será…
Hazel.
Nunca volverán a tener nada más que…
Una niña de diez años, melena castaño oscuro y ojos castaños, pantalones de pana beige, jersey azul marino con una H bordada, chaleco guateado de color rojo y una bolsa de gimnasia de tela negra ceñida con un cordón; una niña de diez años que no era su hija, una reconstrucción…
Que no es Hazel: Me paré en la calle, con los ojos llenos de lágrimas otra vez. Una mano me apretaba la mano con fuerza.
La mano de una niña de diez años, pelo rubio y liso y ojos azules, chubasquero naranja, jersey de cuello alto azul marino, vaqueros azul claro con el dibujo de un águila en el bolsillo trasero izquierdo y botas de agua rojas, que llevaba unas zapatillas de gimnasia negras en una bolsa de plástico…
Clare.
Diciendo adiós con la mano a la niña de diez años, melena castaño oscuro y ojos castaños, pantalones de pana beige, jersey azul marino con una H bordada, chaleco guateado de color rojo y una bolsa de gimnasia de tela negra ceñida con un cordón, que se alejaba…
Hazel.
Se alejaba bajo la lluvia que caía entre los árboles oscuros y callados en la melena castaña de la niña y sus ojos castaños y tranquilos, mientras su madre gritaba y clavaba las uñas el asfalto, en la lluvia, sin parar de gritar: Esto es lo que has hecho, esto es lo que has hecho, esto es lo que has hecho.
Oí pasos a mis espaldas; no eran pasos de niños.
Eran botas, botas de policía entre los charcos.
—Lo hemos encontrado, jefe —gritó Dick.
La lluvia entre los árboles oscuros y callados.
—En Church Street.
Las niñas desaparecidas.
—Hemos encontrado a ese cabrón.
Sólo la historia y las mentiras.
Resucitadas.