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No puedes irte a dormir; no puedes irte a dormir; no puedes irte a dormir.
Cierras los ojos y ves la cara de ella.
Abres los ojos y ves la cara de ella:
Si la señora Thatcher gana, los jóvenes británicos se convertirán en una generación perdida, sin trabajo, sin educación…
Cierras los ojos y ves su cara.
Abres los ojos y ves su cara:
No podrán aspirar a llevar la vida que desean.
No puedes irte a dormir.
Jueves, 2 de junio de 1983:
D-7.
Bajo los truenos y la lluvia, en Wakefield, con el coche a trompicones, jadeando, pasas por delante del Calder y del Redbeck, y llegas a Fitzwilliam.
Sumas dos y dos.
Jimmy Ashworth y Michael Myshkin.
Michael y Jimmy, Jimmy y Michael.
Los sumas y el resultado da:
Hazel Atkins.
Una foto de papel, recortada de un periódico sucio.
Primero sudas y luego te hielas, te pica la ropa de odio y tu corazón vuelve a cubrirse de sombras, las tripas a llenarse de miedo.
Sumas dos y dos:
Miedo y odio, odio y miedo.
Un bolsillo lleno de papel, un bolsillo lleno de…
Hazel.
Se está haciendo tarde.
En todas partes.
Las casas silenciosas en Newstead View, Fitzwilliam.
Fitzwilliam de los cojones.
Newstead View 69:
Llamas y llamas y llamas y llamas.
—Cuánto tiempo —dice la señora Ashworth, dándote casi con la puerta en las narices.
—He estado ocupado.
Se queda mirando los lamparones que tienes en la camisa.
—Ya lo veo —dice.
Dejas las dos bolsas de papel a sus pies.
—Le he traído esto.
Abre la puerta.
—Supongo que querrá una taza de té con tres terrones de azúcar.
Dices que no con la cabeza.
—Tengo prisa.
Se encoge de hombros y mira las bolsas.
—¿Qué pasa con el cinturón? —pregunta.
Te agachas y abres la bolsa que está más cerca de ella, la que tiene el cinturón de cuero negro enrollado encima.
Se inclina y lo coge.
—¿Era suyo? —preguntas.
Le tiemblan los hombros mientras sostiene el cinturón apolillado entre las manos ásperas.
—¿Señora Ashworth?
Se queda mirando el cinturón y se echa a llorar.
—¿Qué pasa? —preguntas—. ¿Era suyo?
La señora Ashworth levanta los ojos y mira la foto pequeña que le pones delante.
Una foto de papel, recortada de un periódico sucio.
—Sabe quién es, ¿verdad?
Las lágrimas le corren por las mejillas.
—Estaba en su billetera, escondida en el forro.
Las lágrimas en las mejillas.
—La recortó.
Las lágrimas.
—No —grita.
Le acercas la foto a los ojos, a las lágrimas y a las mentiras.
—¿Por qué la recortaría?
Pero ha apartado la cara y se queda mirando el cielo gris, murmurando himnos y oraciones, repitiendo una vez más:
—Subí a su cuarto, abrí el armario y vi el cinturón, en su otro par de vaqueros. Subí a su cuarto, abrí el armario y vi el cinturón…
—Ya nos veremos —dices.
En el infierno, en otro infierno.
Vas andando por Newstead View.
Entre bolsas de plástico y cagadas de perro.
Entras en el jardín y llamas a la puerta del número 54.
Nadie contesta.
Vuelves a llamar.
—No es un día de suerte, ¿eh?
Das media vuelta…
Hay tres hombres al lado de la valla. De cara afilada y bigote claro. Con pantalones vaqueros, chaquetas grises y zapatillas de deporte.
—Soy abogado —dices.
Se balancean sobre los talones. Escupen.
—A mí me pareces un cabrón gordo.
—Un cabrón gordo con la mano muy larga.
—Un cabrón gordo al que le van a romper la cabeza.
Se acercan.
Tragas saliva.
—Sé quiénes son —dices.
—Y nosotros sabemos quién eres tú —se ríen.
Miras hacia la calle.
Los vecinos se han reunido, de dos en dos, cruzados de brazos y con la frente arrugada.
—Por favor, que alguien llame a… —gritas.
El que está más cerca te da un puñetazo en la cara.
Te proteges la nariz con las manos.
Te agarran del pelo. Te tiran del escalón. Te dan puñetazos en el estómago.
Te doblas.
Te dan rodillazos en el estómago. Te pegan con la tapa de un cubo de basura.
Caes al suelo del jardín.
Te dan patadas por detrás. Te dan patadas por delante.
Te proteges la cabeza con las manos y te enroscas.
Te estampan la tapa del cubo de basura en la cabeza. En la espalda.
Intentas arrastrarte por el jardín.
Te agarran del pelo. Te empujan contra el suelo.
Te tocas la cabeza.
Te lanzan contra la valla. Se ponen a saltar encima de ti.
Te estampan la cara contra la valla. Varias veces.
—¿Señor Piggott? —Kathryn Williams se acerca por el vestíbulo del Yorkshire Post.
Hoy no tiende la mano.
—¿Qué narices le ha pasado?
Estás hinchado y lleno de vendas. Te levantas con gran esfuerzo.
—Me equivoqué de sitio y de hora.
Kathryn Williams te mira fijamente.
—Debería estar en un hospital —dice.
—¿En un psiquiátrico?
No sonríe.
—¿Qué puedo hacer por usted, señor Piggott?
—Verá, señorita Williams…
—Señora Williams —corrige.
—Muy bien, señora Williams. He venido por Jack Whitehead.
—Señor Piggott, ya le he dicho todo lo que sé de Jack.
—No me habló del apartamento.
—¿El apartamento?
—En Portland Square.
—Yo… —empieza a decir, pero se calla.
—¿Yo qué?
—Creía que seguía en Stanley Royd.
—Pues no está.
—¿Está en casa?
—Si está no abre la puerta —dices.
—¿Está seguro de que no ha vuelto a Stanley Royd?
—Salió bajo la responsabilidad de su hijo, la víspera de Año Nuevo de 1980.
—¿Su hijo?
Asientes. Te duele.
—¿Y sabe adónde lo llevó su hijo? —pregunta la señora Williams.
—A Portland Square.
—Pero ¿allí no contestan?
Niegas con la cabeza. Te duele.
—¿Ha estado hoy?
—Ayer.
—A lo mejor habían salido un momento.
—Puede ser.
—¿Piensa volver?
Asientes. Te duele.
Vuelve a mirarte:
—Esto no es sólo por Jack, ¿verdad? —dice.
—No, no es sólo por Jack.
Cierra los ojos.
Seguís en el vestíbulo del Yorkshire Post.
—Leí su artículo sobre Hazel y Susan Ridyard —dices—. Y estuve en Rochdale.
Abre los ojos.
Seguís en el vestíbulo del Yorkshire Post, tú hinchado y lleno de vendas.
Los dos con dolor.
Al salir de Calverley Street hay un atasco entre Portland Way y Portland Crescent, pasas por delante del Politécnico, enfrente del Centro Cívico. Sigue lloviendo: Lloviendo sobre el esplendor decadente, obtenido por medios ilícitos, dilapidado y maldito.
Lloviendo en Portland Square:
Vas con la señora Williams, de puntillas por el césped y las malas hierbas, entre las grietas y las piedras, hasta el número 6. La puerta sigue abierta de par en par y el árbol a su lado.
Subes los tres escalones de piedra hasta la puerta.
—¿Hola? ¿Hola?
Sigue sin contestar nadie.
Subes las escaleras, a mano izquierda, entre hojas secas y envoltorios de patatas fritas, correo sin abrir y periódicos atrasados, hasta el primer piso, donde están los apartamentos 3 y 4, y sigues por el segundo tramo de escaleras hasta el 5 y el 6.
Te detienes delante de la puerta y miras a la señora Williams, que se encoge de hombros.
Llamas al timbre.
No hay respuesta.
Llamas. Dices:
—¿Hola? ¿Hola?
No hay respuesta.
Te agachas y levantas la solapa del buzón.
—¿Señor Whitehead? ¿Jack Whitehead? ¿Hay alguien?
No hay respuesta.
Sueltas la solapa del buzón. Te incorporas. Señalas la palabra que alguien ha garabateado en la solapa metálica del buzón: Destripador.
Le enseñas a la señora Williams los números de la puerta.
Los números que alguien ha grabado a ambos lados del seis: 6 6 6.
—Habrán sido los chicos —dice Kathryn Williams.
—O sus padres.
—¿Está cerrado con llave? —susurra.
Empujas y la puerta se abre. El olor te da la bienvenida. La lengua caliente, ganas de escupir y un ladrido inesperado que vuelve a llenarte de lágrimas los ojos amoratados.
Ella da un paso atrás. Tú uno adelante.
Es por aquí.
Entras. Ves una luz al final del pasillo.
Entre olores viejos y nuevos, por el pasillo hasta su habitación.
La habitación de Jack: Las cortinas se inflan como velas negras junto a la ventana abierta y agrietada.
Libros y periódicos desperdigados por el viento, páginas volando.
Carretes y cintas, vapores de una fiesta callejera abandonada.
El traje y las camisas, los zapatos y los calcetines revueltos en la cómoda y en el majestuoso armario.
La almohada, las sábanas y las mantas, sucias y agrietadas como el techo y las paredes.
Fotos y palabras.
Fotos en el suelo y palabras en las paredes.
Estás en la habitación de Jack y te acuerdas de otra habitación.
De la habitación 27 del Café y Motel Redbeck: La primera y última vez que viste a Jack Whitehead.
Te acuerdas de las fotos y las palabras de aquellas paredes: Clare Kemplay, Susan Ridyard y Jeanette Garland.
Entre las lágrimas viejas y las nuevas, por tantos pasillos hasta esa habitación.
Es aquí.
Un espejo roto en cuatro trozos y un taburete de tres patas.
Un teléfono muerto y un reloj parado a las 7:07.
Es la hora.
Tragas saliva y te secas los ojos.
Kathryn Williams se queda mirando una fotografía sobre la repisa de la chimenea.
La fotografía de un joven atractivo, de sonrisa amplia y luminosa.
—¿Lo conoce?
Le tiembla el labio inferior. Se tira de la punta de la nariz con los dedos.
—¿Quién es?
—Eddie —dice.
Lágrimas nuevas en otra cara vieja.
—Eddie Dunford.
Ha anochecido.
Vas solo en el coche, de Leeds a Wakefield, cruzas el centro desierto y sigues por Donny Road en dirección al Redbeck.
Es el sitio y es la hora.
Martes, 14 de junio de 1977:
—¿Qué cojones de sitio es éste? —preguntaste en la puerta, con dos tés en la mano y una bolsa de patatas fritas en el bolsillo.
—Un sitio cualquiera —sonrió Bob Fraser.
—¿Hace cuánto tiempo que lo tienes?
—En realidad no es mío.
—Pero tienes la llave.
—Es para un amigo.
—¿Quién?
—El periodista aquel, Eddie Dunford.
Obsesionado:
1977 vuelve a repetirse.
El sitio y la hora.
El Redbeck.
Llamaron a la puerta y te asustaste.
Bob fue a abrir:
—Jack Whitehead. Déjame entrar. Está lloviendo a cántaros.
Bob abrió la puerta y Jack entró.
—¡Joder! —dijo Jack, mirando las paredes, las palabras y las fotos.
—John Piggott —dijiste—. Soy el abogado de Bob.
Pero Jack seguía mirando las paredes, las fotos y las palabras.
Obsesionado:
Las palabras…
Jack Whitehead, Bob Fraser y Eddie Dunford.
Obsesionado:
Las fotos…
Clare Kemplay, Susan Ridyard y Jeanette Garland.
Obsesionado:
Una foto en tu bolsillo…
Hazel.
Una foto y una llave en tu bolsillo.
Es aquí.
El Redbeck.
Es la hora.
1983.
Detrás del Redbeck.
Hay un coche en el aparcamiento destartalado y deprimente.
Un hombre está sentado dentro del coche.
Es un Viva viejo.
El hombre está mirando la hilera de habitaciones vacías.
Los faros encendidos.
Se reflejan en una puerta.
Una puerta que da golpes, sacudida por el viento y la lluvia.
No paras. Pisas el acelerador a fondo.
A ciento cincuenta por hora.
Obsesionado por fantasmas viejos y nuevos.
Golpes en el cristal.
Estás tumbado en la cama, solo.
Golpes de ramas en el cristal.
Estás tumbado en la cama, solo, hinchado y lleno de vendas.
Los golpes de las ramas en el cristal.
Estás tumbado en la cama, solo, hinchado, lleno de vendas y con la boca abierta.
Atento a los golpes de las ramas en el cristal.
Estás tumbado en la cama, solo, hinchado, lleno de vendas, con la boca abierta, retorciéndote, entre aullidos y alaridos, atento a los golpes de las ramas en el cristal.
Deseas que ella estuviera allí, contigo.
Jueves, 2 de junio de 1983.
D-7.