12
Preston:
Hora de comer.
Martes, 24 de diciembre de 1974.
Lo mismo de siempre.
Sentado en un rincón de un bar del centro de la ciudad de hormigón, rodeado de oficinistas con gorritos de fiesta que ya están borrachos y vomitando en el váter.
Lo mismo de siempre.
A Slade y Sweet entre gente que se pelea, vasos rotos, puñetazos y polis merodeando.
Lo mismo de siempre.
Se aleja de la estación por calles vacías entre edificios negros, trenes iluminados y coches oscuros.
Lo mismo de siempre.
Sale de una sombra y entra en otra.
Un bar de otro estilo, del estilo de BJ y de Clare, el St. Mary’s.
Lo mismo de siempre.
—Ya estamos —dice, con la cara gorda y colorada como el absurdo gorrito de Santa Claus que lleva puesto.
BJ y Clare lo siguen.
El albergue St. Mary’s.
A cincuenta metros del bar del mismo nombre.
Sangre y fuego grabado en la piedra encima de la puerta.
Roger Kennedy encuentra el interruptor de la luz y entra en una oficina pequeña.
BJ y Clare se quedan en el vestíbulo, ella apoyada en la pared verde y crema, con su maleta pequeña en la mano.
Kennedy sale con dos llaves y sonríe.
—Ya nos ocuparemos del papeleo en otro momento.
BJ y Clare lo siguen por las escaleras hasta un estrecho pasillo donde están las habitaciones.
—Ahora mismo sólo está Walter en la última —dice Kennedy—. Aunque seguro que a la vuelta de Año Nuevo aparece algún otro inútil.
Abre una puerta y le guiña un ojo a Clare.
—Ésta es la tuya, guapa.
—Gracias —sonríe ella.
—La tuya es la segunda a la derecha —le dice a BJ. Y le da una llave.
BJ recorre el pasillo hasta la segunda puerta a la derecha. Abre la puerta y entra en el cuarto: Una cama y un armario que no cierra, una silla y una ventana que no abre, olor a humedad que no se va.
Hogar, dulce hogar de los cojones.
Se sienta en el borde de la cama y piensa en la habitación que compartía en Leeds con Ziggy y Karen: discos y pósters, ropa y recuerdos.
Se levanta de la cama, sale al pasillo y está a punto de entrar en el cuarto de Clare cuando oye que Roger Kennedy está con ella, se la está follando. Vuelve a su cuarto, se sienta en la cama y se pone a contar las estrellas de su camisa.
Hace frío, está oscuro, y BJ está tumbado en la cama mirando la lluvia y las luces en las grietas del techo cuando Clare llama a la puerta y entra con dos bolsas de plástico.
—¿Aún te cabe una? —pregunta Clare.
—Claro que sí.
—Traigo un poco de vino, un poco de sidra y una bolsa de cortezas de trigo. No podíamos quedarnos sin fiesta de Navidad.
—¿Y tu amante?
—Desmayado.
—¿Te ha pagado?
—Me deja el cuarto gratis.
—¿El cuarto gratis?
—Sí —sonríe, y se tumba en la cama al lado de BJ—. El cuarto gratis.
—¿Será que está cambiando nuestra suerte?
—Ya iría siendo hora —dice Clare, y tira del edredón fino para tapar a BJ y taparse ella.
—Dijeron que me haría famosa —se ríe de pronto, inclinándose sobre BJ para servirle el último trago de vino.
—¿Cómo? —pregunta él, acalorado y con la sensación de que todo empieza a dar vueltas.
—Así —dice Clare. Y salta de la cama—. Te lo enseñaré, si prometes no reírte.
Se agacha al lado de la cama y busca en las bolsas de plástico hasta que encuentra lo que quiere.
—¿Lo prometes?
—Te lo juro.
Le da una foto a BJ.
BJ la coge y se sienta en la cama:
Clare con los ojos abiertos y las piernas abiertas, acariciándose el coño.
—¿Qué te parece?
—No pareces tú —dice BJ, y piensa en las fotos que le han hecho a él.
En las fotos que les han hecho a él y a Bill.
—No digas eso —dice Clare—. No digas eso.
Es Nochebuena y estoy subiendo una cuesta, haciendo eses, cargada de bolsas. Bolsas de plástico, bolsas de papel, bolsas de Tesco. Pasa un tren y ladro; me paro en mitad de la calle y le ladro al tren. Soy un despojo humano que lleva un chaquetón verde con cuello de piel sintética, un suéter azul turquesa debajo de una camiseta de tirantes ceñida amarillo chillón, pantalones marrones y botas de ante marrón de media caña. Giro a la izquierda y veo una hilera de seis garajes al fondo, estrechos y abandonados, todos con pintadas blancas y restos de pintura verde en las puertas, y la última puerta está dando golpes, sacudida por el viento y la lluvia. Abro la puerta y entro. Es un espacio pequeño, de unos veinticinco metros cuadrados. Huele a jabón dulce, a sidra y a Durex. Hay cajas a modo de mesas, leña amontonada y trastos viejos. Y botellas por todas partes: botellas de jerez, botellas de alcohol, botellas de cerveza y botellas de productos químicos, todas vacías. Un chaquetón marinero a modo de cortina cubre la única ventana, que mira a la nada. Los restos de una hoguera grande y cenizas mezcladas con ropa quemada. En la pared que está enfrente de la puerta alguien ha escrito con pintura roja y húmeda: La viuda del pescador. Oigo abrirse la puerta a mis espaldas, vuelvo la cabeza y…
Un grito. Clare está gritando.
Gritos atroces, aterradores, desgarradores.
—¡Despierta! ¡Despierta! —grita BJ. No para de gritar.
Gritos atroces, aterradores, desgarradores.
Clare abre los ojos grandes y blancos en la oscuridad, se arranca la blusa y se quita el sujetador: en su pecho, tres palabras escritas en sangre: