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Vuelve a ser 1969.

Julio de 1969:

En todo el Reino Unido se mira al sol y se espera la luna.

Ann Jones, Biafra, los Ríos de Sangre, Brian Jones, Gales Libre, las huelgas portuarias, Marianne Faithfull y Harvey Smith, El Ulster.

Pero ésta es la noticia del día, chaval.

Nota de Maurice:

Jeanette Garland, 8 años, desaparecida en Castleford.

Es domingo.

Domingo, 13 de julio de 1969.

Leeds.

Brotherton House, Leeds:

Una caterva de hombres trajeados se han reunido por una niña que sólo lleva un día desaparecida; el Ayuntamiento de Leeds está haciendo un favor de cojones a sus primos del condado.

Se lo debemos a Brady y a Hindley.[4]

Se lo debemos a Stafford y a Cannock Chase.[5]

Walter Heywood, Bill Molloy, alias el Tejón, Dick Alderman, Jim Prentice y yo: Maurice Jobson. El inspector Maurice Jobson.

Y George:

George Oldman; el cabrón del condado.

Nadie presta atención; todos intentan oír la radio en la habitación contigua: En la otra punta de la ciudad, en Headingley, la selección de cricket de Inglaterra juega contra Las Antillas; Inglaterra trata de recuperar la iniciativa después de que Boycott haya sido expulsado por interponerse entre la pelota y los palos y Sobers pase a sustituirlo.

—Mañana daremos una rueda de prensa —dice George.

Sólo yo me entero.

—Se ha hecho un llamamiento por televisión —añade—. La encontraremos.

—No si los del Servicio General de Comunicaciones se salen con la suya —digo.

—¿De qué me hablas?

—De la huelga que han convocado, ¿no? —dice el Tejón.

—Cojonudo —suspira George—. Sencillamente cojonudo.

Lo lleva escrito en la cara, gorda y colorada, en letras igual de gordas: Personal.

AQUÍ NO HAY ASESINOS DE LOS PÁRAMOS.

En el coche a Castleford.

Todos callados. Nadie dice ni mu.

Sólo el partido de cricket en un transistor; el cielo cubierto y…

La luz pobre.

Brunt Street, Castleford:

En la acera, delante de la terraza, George saluda con la cabeza al agente de uniforme.

Entramos por la puerta roja.

George hace las presentaciones:

—Señor y señora Garland, éstos son el inspector jefe Molloy y el inspector Jobson, del cuerpo de detectives.

Saludamos con un asentimiento de cabeza al hombre flaco con dos cigarrillos encendidos y a su mujer rubia con diez uñas mordidas; el hombre flaco y su mujer rubia se sientan al otro lado de su puerta roja, con las cortinas cerradas a mediodía.

Pobres antes, más pobres ahora.

La señora Garland se acerca a la ventana y se asoma entre las cortinas.

Estamos en 1969 y es el segundo día.

Salimos a la calle y nos quedamos mirando los esqueletos de los adosados que están construyendo en la acera de enfrente; las lonas ondean con la brisa y los contornos de las siluetas negras se abren camino entre los escombros con sus bastones grandes, la vista en el suelo y sus sigilosos perros policía llamados Nigger y Shep, Ringo y Sambo; la ambulancia blanca espera en lo alto de la calle.

Cigarrillos encendidos. George se suena la nariz.

—¿Y ahora qué? —pregunta Bill.

—Volved a hablar con los vecinos —contesta George—. Manchaos un poco las manos.

Me encojo de hombros; tengo náuseas.

Bill está mirando los adosados en construcción.

—Yo me ocupo de la acera de enfrente —dice, con una sonrisa.

—Alguien debería ocuparse —digo, señalando un cartel.

Un cartel que dice:

Construcciones Foster.

—Era una niña muy alegre. Siempre sonreía. Es terrible. A plena luz del día. Cuántas cosas raras están pasando últimamente. Yo ya no me siento segura ni en mi propia casa, ¿y usted? Seguro que ustedes ven gente de todo tipo. Quiero decir que es lo que tienen los mongólicos, ¿verdad? Que siempre están contentos. Ella siempre sonreía. Claro que tampoco es que envidie a sus padres. No debe de ser fácil para ellos. Tienen que cuidarlos a todas horas. Es tremendo. ¿Le apetece otra taza de té? Pero son tan felices. Supongo que es porque no se dan cuenta de las cosas. En eso tienen suerte. Debe de ser estupendo estar siempre contento. Seguro que a usted también le gustaría, ¿a que sí? Nadie sabe dónde irá a parar este cochino mundo, ¿verdad? La vecina de al lado me ha dicho que desapareció en la calle cuando salió a comprar caramelos. ¡A plena luz del día! Es terrible. Pero la encontrarán, ¿verdad? Creen que está bien, ¿verdad?

—Terrible —dice el señor Dixon, el tendero de la esquina—. Abrimos a las tres, tanto si llueve como si hace sol, y a esa hora ya están todos haciendo cola. Y Jeanette siempre está con ellos. Hay que decirle que tenga cuidado con el dinero, porque ya sabe usted que es mongólica.

—Pero dice usted que ayer no vino.

—No. Ayer no vino.

—¿Y los demás niños? ¿Cómo la tratan, por ser como es?

—Son buenos chicos —dice—. Jeanette vive en esta calle desde que nació.

—Y usted, ¿no vio a nadie sospechoso ayer?

—No.

—Nada fuera de lo normal.

—Por aquí no pasan muchas cosas, inspector.

Asiento.

—No pasaban hasta ahora.

Hay una silueta familiar apoyada en el Jensen que está aparcado en la puerta de la tienda.

—¿Jack? —digo.

Jack Whitehead, periodista de sucesos del Yorkshire Post.

Me ofrece un paquete de Everest abierto.

—¿Alguna noticia, Maurice?

Cojo un cigarrillo y niego con la cabeza.

—Eso tendrías que decírmelo tú, que eres el periodista.

Jack me da fuego antes de encender su cigarrillo.

El viento suave de la tarde de domingo le levanta los faldones de la gabardina. Se pasa los dedos por el pelo fino.

Va sin afeitar y apesta a whisky.

—¿Una noche movidita?

—Para variar —sonríe.

—¿Cómo está Carol? —le pregunto, para hacerle saber que lo sé.

—Tú lo sabrás mejor —dice, sin sonreír.

—¿Cómo voy a saberlo?

—Tú eres el poli.

Miro al otro lado de la calle, entre los esqueletos de las casas en construcción y las lonas que ondean con la brisa, los contornos de las siluetas negras que se abren camino entre los escombros con sus bastones grandes, la vista en el suelo y sus sigilosos perros policía llamados Nigger y Shep, Ringo y Sambo, veo la ambulancia blanca esperando en lo alto de la calle, y contesto:

—Por mis pecados.

Volvemos a entrar Brunt Street 11:

George, Jack y yo.

El señor y la señora Garland.

Geoff Garland tiene en la mano el retrato escolar de su hija y está limpiando las lágrimas del cristal con los puños de la camisa; Paula Garland se abraza y se muerde el labio inferior.

—No puedo entenderlo —dice—. Es como si se hubiera esfumado.

Jack saca el cuaderno y a la chita callando…

Empieza a tomar notas, a la chita callando.

Repite las palabras de la madre: «Como si se hubiera esfumado».

—Pero ¿verdad que no puede haberse esfumado?

Tras las cortinas estalla un chaparrón de verano y se oye a los niños correr a refugiarse en sus casas, abandonar el parque y los columpios, el pavimento pintado de tiza y los palos de crícket en la pared.

El señor y la señora Garland se quedan mirando la puerta roja. Están boquiabiertos, sentados en el borde del sofá.

Se oyen caer monedas en la calle y una voz infantil grita mientras el ruido de las pisadas de sus amigos se pierde a lo lejos:

—¡No corráis! ¡Esperadnos!

Pero la puerta y las cortinas siguen cerradas y su niña sin aparecer mientras la lluvia azota los esqueletos de las casas en construcción, las lonas ondean en la noche y los contornos de las siluetas negras se abren camino entre los escombros con sus bastones grandes, la vista en el suelo y sus sigilosos perros policía llamados Nigger y Shep, Ringo y Sambo, la ambulancia blanca sigue esperando en lo alto de la calle y los niños dejan tras de sí vacío y silencio, a la niña a la que nadie volverá a ver nunca, tanto si llueve como si hace sol, la puerta cerrada, las cortinas cerradas al sol y abiertas a la luna…

—¡Esperad!

… La niña que nunca volvió a casa.