CAPÍTULO 26

TENGO habilidades excepcionales que nadie valora. Por ejemplo, soy capaz de meterme toda la mano en la boca. No es que sirva para nada en particular, pero menos del uno por ciento de la población puede hacerlo, lo cual lo convierte en algo absurdo y especial. También tengo otra habilidad que merece mención aparte, más bien por el hecho de las reprimendas que me conlleva que porque alguna vez me haya reportado algo positivo. Consiste en estar en el lugar equivocado, en el momento equivocado y con la persona equivocada. En eso soy toda una especialista.

Cuando tenía quince años, quise robar el examen de Geografía de la señorita Trunchbull. De acuerdo, ella no era campeona olímpica de jabalina, pero tenía unos brazos tan rechonchos que podía cogerte del cogote y alzarte cinco centímetros del suelo sin despeinarse. Lo sé, porque el día que me colé en su despacho para hacerme con el examen de Geografía tuve la oportunidad de contemplar cómo Matilda Ramos, alias profesora Trunchbull, hacía honor a aquella fuerza descomunal que los rumores le otorgaban.

Quien me había animado a robar el examen era Érika, que se suponía que estaba vigilando la puerta de la entrada del despacho de la señorita Trunchbull. A día de hoy, sigue siendo un misterio para mí qué es lo que estaba haciendo en realidad cuando debía vigilar la puerta.

Ahora me encuentro en la penitenciaria de Madrid por algo relacionado con mi hermana, pero que poco tiene que ver con aquel día en que me animó a robar el examen de Geografía. Y como mi capacidad para meterme en líos no ha menguado a lo largo de los años, el hecho de que me haya encontrado con Erik y Héctor en plena entrada era inevitable.

─¿Qué haces aquí?─inquiere Héctor, lanzándome una mirada que intenta amonestarme. Respecto a Erik, sólo tuerce una sonrisa y me observa con ese aire sabiendo que quiere decir que ya se imaginaba que tarde o temprano iría a visitara “El Apache”.

─ Pasaba por aquí─respondo, cruzándome de brazos en actitud chulesca. ─Pasabas por aquí─repite, y me hace parecer estúpida con ese tono que él sólo puede emplear. Echo un vistazo a Héctor y Erik, y me inquieto al encontrarlos juntos. Se supone que uno debería estar en Sevilla, y el otro a miles de kilómetros de España. ─¿Qué hacéis vosotros aquí?─inquiero, entrecerrando los ojos y tratando de atar los cabos. Ambos se miran, y se niegan a contestar. ─Muy bien. Haced lo que os dé la gana, que es lo mismo que voy a hacer yo─les suelto, pasando por su lado y encaminándome hacia el funcionario de prisiones que recoge los documentos de identidad. ─No te van a dejar entrar, pero si quieres intentarlo, siempre será un placer ver cómo te ponen de patitas en la calle─me dice Erik. ─¡Eso ya lo veremos! Pienso decir que soy periodista, y si“El Apache” quiere verme, tú no podrás impedirlo─replico, con un aire de superioridad que me hace sentir tal euforia que me tiemblan las aletillas de la nariz. En cuanto llego a la altura de Héctor, alzo la barbilla y cuadro la espalda. Él aprieta la mandíbula, y contra todo pronóstico me sigue, y al alejarnos un poco de Erik, me agarra del codo y me empuja hacia los servicios. Me suelta al alejarnos de la multitud, pero su cuerpo me arrincona contra la pared, sin dejarme escapatoria. ─Voy a empezar a creer que me estás siguiendo─me suelta, y se queda tan pancho. Suelto una risita grave ante la acusación tan ridícula. ─Es obvio que lo que dices es absurdo, señor Brown. Lo digo con tanto retintín, que los ojos le arden. ─Deja de ponerte en evidencia─me pide. ─Te recuerdo que el único que se pone en evidencia eres tú. Pero claro, como tienes todo el dinero del mundo, siempre puedes pagar a un guardaespaldas para que haga el trabajo sucio, ¿no? A Héctor se le desencaja la expresión, y me arrepiento al instante de haber pronunciado esas palabras. Lo único que siento es gratitud ante el hecho de que él siga preocupándose por mí, pero soy incapaz de perder mi orgullo cuando él se empeña en hacer que las cosas sean tan difíciles. ─Deberías darme las gracias─me dice, con evidente indignación. Me niego a mirarlo, y ladeo la cabeza hacia la pared. Él suelta una maldición, apoya la mano sobre la pared, justo al lado de mi cabeza. Empiezo a acalorarme. Es evidente que debemos mantener las distancias. Es decir, yo necesito mantener las distancias. Trato de apartarme hacia el lado contrario, pero él coloca la otra mano al lado de mi mejilla, acorralándome a propósito. ─Me gustaría que me miraras cuando te hablo─me dice, pero en realidad es una orden encubierta. ─No. Lo oigo suspirar. Su pulgar me acaricia la mejilla con delicadeza. Con ternura. Me siento morir. Cierro los ojos y aprieto los labios. No sé qué se propone, pero esto es demasiado. ─Sara... ─me pide con suavidad, casi agotado. ─Así me llamo. Lo noto tensarse a mi lado. Su pulgar se enreda en mi pelo. Abro los ojos. Sin poder evitarlo, giro la cabeza y lo miro. Está abstraído, con la mano enterrada en mi cabello. Su expresión me descoloca, y le rozo el brazo con el hombro, a propósito. ─¿Qué haces aquí?─le pregunto, sin exigencia alguna. ─Solucionar el pasado. ─Quieres meter a Julio Mendoza en la cárcel. Por eso necesitas la ayuda de Erik─adivino. ─No tienes ni idea, Sara... Me mira a los ojos. Parece desolado. ─¿Qué pasa, Héctor? ─Te seguía a todas partes. Tiene mil fotos tuyas...ese tipo está enfermo, y te quiere hacer daño por mi culpa. Me asombro ante su confesión. No es posible que se sienta culpable. No lo es. ─Pensé en arrancarle la cabeza con mis propias manos─se sincera. Le toco el hombro, espantada y agradecida al mismo tiempo. ─Pero quizá lo mejor sea encontrar una razón de peso para meterlo en la cárcel. Con lo que Erik tiene de él, sólo podríamos conseguir una orden de alejamiento, pero con el testimonio de Claudia, podríamos denunciarlo por extorsión. ─Pero ella no quiere testificar─concluyo. Sin pensarlo, le cojo el rostro entre las manos y lo obligo a mirarme. Al principio rehúye mi contacto, pero termino ganando esta pequeña lucha, y él me mira, dedicándome una sonrisa afectuosa. ─No es culpa tuya. No lo es. No responde. Me mira los labios. Mi pulso se acelera. Me pego a la pared, como un gatito acorralado que no tiene escapatoria. Él no se mueve, pero ese clima de tensión entre nosotros aumenta. Empiezo a marearme y siento que el aire me falta. ─¿Por qué estás tan nerviosa?─pregunta su voz grave. Ronca. ─Porque vas a besarme─titubeo. Su pulgar me acaricia el labio inferior, y yo no hago nada por detenerlo. Se inclina hacia mí, y me mira a los ojos. ─Pídeme que pare. Oh, Dios... Cierro los ojos, tratando de escapar. Vuelvo a abrirlos, y lo encuentro más cerca. Puedo sentir su respiración contra mi boca, torturándome. Me pego a la pared todo lo que puedo, y niego con la cabeza. ─Pídeme que pare─insiste, acercándose irremediablemente hacia mí─. Pídemelo, porque yo no puedo. Niego con la cabeza. Se me escapa el aire cuando él se inclina hacia mí, atrapándome bajo su cuerpo. Se detiene, se lo piensa. Me muerdo el labio, sin poder escapar y sin querer hacerlo. Y él me besa. Siento el contacto tímido de sus labios sobre los míos. No es la forma en la que nosotros solemos besarnos. Lo sé, porque esta es lenta. Prometedora. Es amor. Su boca acaricia la mía, y siento que el suelo bajo mis pies tiembla. Sus manos continúan a cada lado de mi cabeza, como si con eso pudiera mantener la distancia entre nosotros. Es irremediable. Doloroso. Hermoso. Abro los labios, invitándolo a entrar. Su lengua se cuela en mi boca, seductora y exploradora. La caricia sobre la mía hace que todo explote a cámara lenta. Suelto un jadeo, apoyo las manos en su pecho y lo atraigo hacia mí. Me besa con suavidad, en un intento por demorar lo que es inevitable. Jamás en toda mi vida he recibido un beso como este. Sus labios se separan poco a poco de mí. Me coge el rostro entre las manos, me mira, y yo asiento. Lo atraigo de la camisa hacia el lavabo individual, y de un empujón lo siento sobre la taza del inodoro. Sus manos se cuelan por dentro de mi falda, y la suben hasta mi cintura. Me siento a horcajadas encima suya, y lo atraigo hacia mi pecho. Mis manos se pierden en la espesura de su cabello, y su erección golpea contra mi ropa interior. Estoy a punto de explotar, cuando él me agarra las muñecas y las lleva lejos de su cuerpo. Me observa devastado, luego me baja la falda, y me abraza al mismo tiempo que me aleja de él. No quiero que vuelva a abrazarme de esa forma. Apoya la cabeza sobre la mía, y acaricia la base de mi espalda, trasladándome a otro mundo. Uno más íntimo, que debería estar prohibido entre nosotros. ─Ni contigo ni sin ti, ¿es eso lo que quieres?─pregunta. Me levanto de encima suya, y abro la puerta de un empujón. Sin importarme lo que pueda pensar, abro el grifo del agua y me mojo el rostro y el cuello. No dice nada. Espera detrás de mí, observándome. ─Siempre has sido un caballero─le digo, con ironía. ─No quiero hacer nada de lo que vayamos a arrepentirnos. ─Un poco tarde, ¿no te parece?─lo increpo. Él me retira la mirada cuando lo culpo de lo que ha sucedido. ─Mejor tarde que nunca, Sara. Ambos sabemos que lo que iba a suceder en este baño no iba a acabar bien─se sincera. ─Lo sé, pero yo no he sido la que ha dado el primer paso. ─Te odio ─le suelto. Él me observa por encima de su hombro. ─No, no lo haces─me dice, muy seguro. ─Por supuesto que no lo hago, porque si volvieras a besarme, caería en tus brazos sin oponer resistencia. Soy ridícula, y tú te aprovechas de mí. ─Llámalo como quieras. Ambos sabemos que somos igual de culpables. ─¡Pues lárgate! Lárgate después de haberme manoseado. Vete satisfecho. Se gira lentamente hasta encararme, y me congelo sobre mis talones. Sus ojos me taladran con furia. ─Lo que tú y yo hacemos no es echar un polvo, ese es el problema. Con cualquier otra no me importaría, pero contigo es distinto. Creí que lo habías entendido. Asiento avergonzada, y me muerdo el labio. ─Deberíamos evitarnos. Deberías evitarme─le aconsejo. Él niega con la cabeza, como si eso fuese imposible. ─No sé qué hacer. No sé qué hacer conmigo, contigo...con nosotros─me mira a los ojos con tristeza. ─Yo tampoco ─susurro. ─Haces que todo esto sea muy difícil, doloroso. Siempre he creído que soy un hombre que lo tiene todo controlado, pero tú...tú me sacas de mis casillas. ─Lamento que quererme te cause tantos problemas y te sea tan complicado─le suelto, con acritud y sin poder evitar sentirme dolida. Él arquea las cejas, y me mira muy asombrado. ─Quererte es lo menos complicado que he hecho nunca, no te empeñes en complicarlo, nena. ─¿Lo complico? Alza mi barbilla y me mira a los ojos, con una sonrisa que transmite tanta dulzura que el corazón se me llena de dicha. Me coge la barbilla y me obliga a mirarlo. Emana una ternura infinita cuando me dice: ─Lo complicas...lo complicas y a mí me da igual. Debo de estar mal de la cabeza. Ahora soy yo la que estoy asombrada. Héctor Brown, el tipo que puede devastarme con tan sólo unas pocas palabras... ─Déjame que te lleve a casa─se ofrece. Al ver que no me muevo, me coge de la mano y me arrastra consigo. Cuando nos montamos en el coche, esboza una expresión burlona en la boca. Por primera vez desde que hemos vuelto a encontrarnos, lo veo sonreír. ─¿Vas a cantar? ─¿Vas a cambiar de opinión y me vas a meter en un puto taxi?─le recuerdo, cabreada. ─Eso depende de si eres una chica obediente. ─Tradúcelo al diccionario de Héctor Brown: hacer lo que tú ordenes, siempre y sin objetar nada. ─Me alegra que lo hayas entendido─responde, sin perder la calma.