CAPÍTULO 3

MÓNICA sorbe la pajita de su agua con gas. Sus labios pintados en rojo se fruncen alrededor de la cañita, mientras sus ojos felinos escrutan el horizonte. Cuando no encuentra lo que busca, suelta un pequeño gruñido de desagrado que tan sólo me llega a mí. Como de costumbre, estamos solas, sentadas en la misma mesa de la cafetería a la hora del almuerzo. Ni siquiera Sandra se atreve a sentarse conmigo. Y ya sabes quién de las dos le da miedo. Y aclaro, no soy yo.

—¿Buscando al enemigo?—me burlo. Mónica aparta los labios de la pajita y esboza una mueca de disgusto. —No deberías estar tan alegre. Te recuerdo que lo has dejado con tu novio, el mismo que es el actual dueño de Musa. Si resulta ser un resentido, te echará a patadas. Se me borra la sonrisa de un plumazo. —Por comentarios como ese siempre estás sola—le espeto. —Por comentarios como ese tú estás aquí conmigo—replica. Y tiene razón. Sorprendentemente, soy la única persona de la redacción que soporta a Mónica. Quizá tengo tendencias suicidas. O puede que el hecho de que hable sin pensar me granjee pocos amigos. No lo sé. —Héctor no es ningún resentido—lo defiendo. Ella me echa una mirada compasiva. O al menos lo intenta. —Lo dices porque últimamente se folla a toda la que pilla—me suelta. El comentario es recibido como un puñetazo en mi estómago. O incluso peor... —Eso no lo sabes—digo con voz débil. —Por supuesto. Que salga en la televisión y sea fotografiado en los últimos dos meses con mujeres guapas colgadas del brazo no significa que se las folle. Tienes razón—se ríe amargamente—. Supéralo, Santana. Está resentido por vuestra ruptura, y te lo está haciendo pagar. ¡Y a qué precio! No...no me lo tergiversan toda la información. Lo que han hecho conmigo da buena prueba de ello. —Te voy a dar un consejo. Sé un poco más amable con la única persona que te soporta en la redacción, o vas a quedarte sola—le digo sin acritud. A estas alturas, conozco a Mónica lo suficiente como para saber que su manera directa y rotunda de hacerme ver las cosas tan sólo forma parte de su manera de ser. Y me ha salvado tantas veces el pellejo en los últimos dos meses que no puedo más que estarle agradecida. —Si me despiden, no vas a tener que verme más la cara. —No te van a... —Aunque si te despiden también a ti, vas a poder hacerme compañía. Me entra el pánico. —¿Por qué iban a despedirme a mí?—me sofoco. No quiero volver al paro. Ya he estado allí. Y es un sitio oscuro, pobre y apestoso. —No tienes ni idea de todos los contactos que tiene Daniela—me advierte—, y nos odia a ambas. A ti un poco más. Me hundo sobre la silla en la que estoy sentada. —Pues más nos vale caerle bien al próximo jefe. Mónica se encoge de hombros, como si ya no le importara, pero por la tensión que emana todo su cuerpo, sé que está tan asustada como un corderito. Ha luchado con uñas y dientes para llegar adonde está, y no debe de ser nada fácil verse a las puertas del desempleo. La pantalla de mi móvil se enciende con un nuevo mensaje. Al leerlo, una mezcla de intención y desapego me embarga. Estaba deseando volver a ver a Ondina, pero en estos dos meses me he creo. Los medios de comunicación siempre desvinculado de todo lo relativo a mi hermana. Principalmente de un tipo llamado Héctor. Y luego de todo lo demás.

Pero la intención por conocer la verdad finalmente gana la partida al desapego. —Tengo todo el trabajo cubierto para esta tarde —le digo a Mónica, levantándome de la silla. Ella me echa una mirada apática. —Pues vete. No me estarás pidiendo permiso, ¿o sí? Yo niego con una sonrisa y le doy un sonoro beso en la mejilla, que ella se aparta con un manotazo. Salgo corriendo hacia la salida de la oficina y me monto en mi nuevo coche. Yo lo llamo“chatarra andante”, porque verdaderamente es un misterio que siga funcionando. Cuando llego a casa de Ondina, su nieta Aquene me está esperando fuera. Como me esperaba, no se alegra de verme. O eso deduzco por su expresión sombría. Para mi sorpresa, me invita a sentarme en el porche con ella, y me sirve una taza de ese intenso brebaje. Sospecho que si rechazo su invitación, estaría faltando a algún tipo de formalidad india, por lo que me llevo la taza a la boca y tomo un pequeño sorbo. —¿Qué tal está Ondina? Ella parpadea un par de veces y me mira a la cara con sus oscuros ojos negros. —¿De verdad te importa?—me pregunta sin pizca de maldad. —Así es. La última vez que nos vimos se sentía muy débil. Me asustó un poco. El labio inferior de Aquene tiembla antes de hablar. —Está mejor, pero morirá antes de que llegue la primavera. Me quedo perpleja. —No tiene por qué ser así. La esperanza es lo último que se pierde —la animo, no demasiado segura de que sea lo que ella quiere de mí. —Ella misma lo ha predicho. Cuando un chamán predice su muerte, nunca se equivoca. Me quedo en silencio, sin saber qué decir. Si lo que dice es cierto, hay poco que yo pueda hacer por aliviar su dolor. —¿Tú también eres un chamán? Aquene esboza una sonrisa triste y niega lentamente con la cabeza, como si el hecho de no serlo la avergonzara. —No tengo ese don. Se traspasa de abuelos a padres, y de padres a hijos. Pero yo no lo tengo—me explica con sinceridad. —¿Lo siento?—pregunto sin saber si voy a atinar. —Puedes sentirlo. Yo misma me avergüenzo. Estoy a punto de responder a la joven que no tiene por qué avergonzarse de algo que ella no puede controlar cuando se levanta y me insta a que yo haga lo mismo. Me conduce hacia el interior de la casa, y caminamos hacia la habitación de Ondina. —Quince minutos. Ya conoces las reglas. No la canses. No le hagas preguntas. Ondina te mostrará lo que puedes ver. Nada más. Asiento en un intento por ganarme su confianza, pero para entonces Aquene ya ha desaparecido. Al entrar en la habitación de la vieja chamán, el intenso olor parecido al incienso me embriaga y se cuela por mis fosas nasales, hasta abrirme los pulmones y llegar al cerebro. Esta vez no me pilla desprevenida, y me sujeto al pomo de la puerta hasta que me acostumbro a la sensación. Ondina está sentada en una mecedora frente a la ventana. La luz del sol ilumina su cabello blanco como la nieve. Me parece más fuerte y bella que la última vez que la vi. Llena de una vitalidad inusual para una anciana que debe morir pronto como ella misma ha predicho. Supongo que el viaje a su tierra natal le ha sentado bien. —Ven aquí y siéntate conmigo —me pide sin mirarme. Yo hago lo que ella me dice y me siento en la mecedora de al lado. —Qué pena que ya no estés con el hombre de la mirada esmeralda —me dice. Yo me estremezco al recordar a Héctor. Hace dos meses que no sé nada de él. —Supongo que ha visto la televisión. Ondina esboza un mohín de disgusto. —Ese trasto inútil no me gusta. No me hace falta ver para saber lo que ha ocurrido. Ese es tu problema. No crees, pues no ves—me sermonea, en un repentino estallido de rabia. —Supongo que siempre fui un poco escéptica—me defiendo, sin negarle que no creo demasiado en sus facultades de bruja. O chamán. O vidente. O lo que sea. —¿Y entonces para qué vienes?—canturrea mi subconsciente. —Porque admitir que no creo me obligaría a separarme de Érika. Cuando ceso de hablar conmigo misma, me fijo en que Ondina me está observando fijamente, como si acaso pudiera leer en lo más profundo de mi alma. Aquello me incomoda. —Coge mi mano. Yo le aprieto la mano flácida y llena de arrugas. Es muy suave. —¿Te apetece viajar?—me pregunta. —¿A dónde?—me río. Siempre quise ir a las Seychelles, ¿se lo digo? —Niña tonta...al pasado. Al escuchar su respuesta todo a mi alrededor se desvanece. Lo último que escucho es la voz grave y melodiosa de Ondina cantando, hasta que me sumerjo en un sueño blanco y vacío. Como si alguien me hubiera metido en un cuadrado de paredes blancas. Me asusto un poco, y estoy a punto de gritar que me saquen de aquí, pero entonces recuerdo que nada de esto es real. Calma. Calma. Oigo pasos detrás de mí, y me vuelvo hacia la niña pequeña que tira del bajo de mis pantalones. Es Érika. La niña pequeña es Érika. Me coge la mano y me sonríe. Yo le devuelvo la sonrisa y me agacho para estar a su altura. —Hola—la saludo emocionada. —Hola—repite la niña, y se ríe. —¿Qué haces aquí? Érika entrecierra los ojos sin entender a qué me refiero. —¿Qué haces tú aquí? —Yo...alguien me ha traído hasta aquí. —No deberías estar aquí. —¿Por qué no? —Porque yo vivo aquí. Nadie puede entrar. Llevo muchos años viviendo sola. Me siento repentinamente mal, y trato de soltarle la mano. No sé por qué, pero sus palabras me perturban en exceso. Quiero salir de aquí. Esta niña que se parece a mi hermana no me gusta. —Ahora estás conmigo—le digo. La niña me echa una mirada cercana al odio. Luego me aprieta la mano muy fuerte. —¿Y entonces por qué quieres soltarme la mano?—me espeta. Su mano parece pegada a la mía con pegamento. Yo tengo miedo. Y entonces, la niña comienza a gritar y yo tengo que taparme los oídos con la mano libre. Su boca se abre hasta que puedo verle la campanilla, y en vez de dientes, unos afilados colmillos surgen de su boca. ¡Me va a morder! —¡Suéltame, pequeño Satanás! —le grito, y sacudo intensamente nuestras manos unidas. El olor de algo muy intenso me despierta de mi mareo. Ondina ha colocado un ramillete de plantas bajo mis fosas nasales, y lo aparta de mí cuando comienzo a abrir los párpados, que me son muy pesados. —¿Qué...qué...ha...? —tengo la boca pastosa y me cuesta hablar. —Esa niña era tu hermana—me explica. —Mi hermana no tiene dientes de rata—lloriqueo. Ondina me mira muy seria. —Esa niña era tu hermana. —No entiendo qué tiene esto que vercon... —Esa niña era tu hermana—repite. Aprieto la mandíbula. —¿Y qué si lo era? —Perdónala. —¿Cómo dices? —Ya sabes a qué me refiero. Toda la vida pensando que estabas muy sola y nunca te paraste a pensar cómo se sentía ella. Las palabras de Ondina son como una bofetada para mí. Me levanto llena de rabia y cojo mi bolso. —Creí que ibas a ayudarme a descubrir al asesino de mi hermana —le digo furiosa—, no necesito un terapeuta que me cure los traumas infantiles. Ondina se mueve sobre la mecedora, y le da una larga calada a la pipa que tiene sobre la mesita. Estoy a punto de pedirle que no fume en su estado, pero la niña de los dientes de rata se aparece en mi mente. —Perdónala y déjala que se vaya. Ella necesita que la perdones. Necesita marcharse al otro lado. ¿Tan sola te sientes para impedir que se marche y descanse en paz?—me pregunta la chamán. La miro llena de perturbación. —No sé a qué te refieres. —Ella dice que debes perdonarlo. —¿A quién? —suelto en un gruñido. —A tu padre. Ya está. Si guardo algún tipo de aprecio hacia la anciana se evapora en ese mismo momento. Me acerco hacia la puerta y la abro con toda la fuerza del mundo. —Para que lo sepas, mi hermana era una hija de puta muy egoísta. Y mi padre un malnacido. Ondina vuelve a hablar, como si no me hubiera escuchado. —Todo tiene solución. Me aferro a la puerta y clavo las uñas en la madera. —Todo no. —Incluso el amor perdido—asegura.