CAPÍTULO 61
Había llegado la hora. Gonzalo y Katrina abandonaron la pensión sin que nadie se percatase de ello y, sigilosamente en medio del silencio de la madrugada, caminaron en dirección al puerto. Unos minutos y pondrían el pie en la nave que los llevaría a la salvación. Con los nervios a flor de piel siguieron amparándose en los lugares apenas iluminados hasta que media hora después enfilaban la calle que daba al puerto. Pero al doblar la última esquina, de repente, varios hombres con antorchas en sus manos les cortaron el paso.
—¡Alto!
Gonzalo aferró la mano de Katrina, tratando de infundirle serenidad.
—¿Qué ocurre, soldado?
—¿Adónde vais?
—A Sicilia, a trabajar junto a nuestros hermanos. El barco nos aguarda.
—Quitaos las capuchas.
—Hermano, ¿qué ocurre? —volvió a preguntar Gonzalo.
—Obedeced. ¿No querréis tener problemas? Es muy sencillo, descubríos y podréis seguir.
—Somos unos simples monjes. Si buscáis a ladrones o asesinos, desde luego, no somos nosotros. Somos hombres de Dios. Recordad que mancillar a hombres sagrados condenará vuestra alma eternamente.
—¡He dicho que os descubráis! —chilló el soldado.
Gonzalo comenzó a levantar las manos y, en un gesto brusco, extrajo la espada que ocultaba bajo el hábito. Katrina se apartó aferrando la vara con fuerza. Los tres soldados desenvainaron sus armas y atacaron. Gonzalo se enfrentó a ellos. El entrechocar del acero rompió la paz de la noche. Katrina gimió cuando uno de ellos la agarró del brazo; lo que distrajo a Gonzalo. El filo de la espada contraria le hizo un leve rasguño en el brazo, pero no le impidió seguir defendiéndose. Katrina, mientras tanto, forcejeaba con el soldado, quien al parecer no tenía la menor intención de matarla. No se preguntó el motivo. Lo único que sabía era que tenía que luchar o jamás tomarían ese barco, así que levantó la vara y golpeó la cabeza del hombre. No es que el garrotazo fuese cargado de fuerza, pero a pesar de ello, el tipo cayó desplomado. Miró el bastón, perpleja. Puede que fuese milagroso, como decían. Salvó a Moisés de los egipcios, ¿por qué no a ellos de los hombres de Mendoza? Guiada por una fuerza imparable, se acercó al otro soldado y le atizó, obteniendo el mismo resultado. Gonzalo lanzó un grito casi animal y, empuñando con fuerza la espada, la insertó en el estómago de su contrincante.
—¡Dios! Nunca pensé que… albergases tanta fuerza —jadeó.
Ella miró la vara.
—Ha sido ella. Es milagrosa. Mi… ¡Ah!
Gonzalo, horrorizado, vio como un hombre surgía de las sombras y agarraba a Katrina, colocándole un cuchillo en la garganta. Ella soltó el bastón y él se acuclilló para cogerlo.
—Quieto o le rajo el gaznate.
—¡Mendoza! —musitó Gonzalo.
—¿Creías que te habías librado de mí? Nunca dejo de perseguir el rastro de mis víctimas y, como ves, al final gano la partida. Soy el mejor sabueso del imperio. A ti te entregaré a la Inquisición y morirás de un modo espantoso. Mientras, yo seré recompensado por coger a los criminales más peligrosos del reino… —Calló. Sus ojos negros miraron la vara—. ¿Así que se trataba de eso? ¿La vara de Moisés? El rey estará satisfecho de que se la entregue. Al igual que a ti. Me dijo personalmente que quería que te llevase ante su presencia. Está muy enojado contigo, perra judía. Espero que sepa castigarte como mereces.
Gonzalo pensó con desesperación. ¡El rey quería a Katrina viva! Al menos eso era una ventaja: podía arriesgarse a enfrentarse a Mendoza. Él no sería capaz de infligirle daño alguno. Comenzó a levantar la espada.
—Ni se te ocurra. La quiere viva, pero no dijo nada del estado en que se la entregara —siseó Mendoza.
Gonzalo bajó de nuevo el arma. No por la amenaza, sino por la sombra que apareció tras el sabueso.
—Habéis perdido.
—No lo creo —dijo Francisco posando la punta de su espada en su espalda—. Soltadla. Y no hagáis movimientos bruscos u os mando al infierno.
Mendoza apretó los dientes. Dudó durante unos segundos hasta que, finalmente, comprendió que debía obedecer. Katrina corrió y cogió la vara. Gonzalo levantó de nuevo el sable.
—Francisco, id hacia el barco.
Katrina lo miró horrorizada.
—Pero…
—Ve con ellos. Tengo un asunto que zanjar con este perro —siseó.
Cumpliendo su orden, los cuatro se alejaron corriendo calle abajo. Mendoza esbozó una sonrisa ladina mientras recogía su espada.
—¿Así que deseáis zanjar cuentas conmigo? Como gustéis.
—Si os dejo con vida, jamás obtendremos descanso —dijo Gonzalo mirándolo iracundo.
—¿Y creéis que lograréis matarme? Aparte de buen sabueso, también soy diestro con la espada. Pero si queréis arriesgaros… ¡Adelante!
Las espadas se cruzaron. Sus dueños se miraron con odio. Gonzalo lanzó el primer sablazo. Mendoza lo esquivó con pericia, atacando con rapidez. Su oponente se apartó, al tiempo que atacaba de nuevo. La embestida no dio en el blanco. Por el contrario, el filo de la otra espada le rozó el pecho, rasgándole la túnica.
—Mala suerte —masculló Gonzalo.
—No cantéis victoria tan pronto —refutó Mendoza saltando hacia un lado y atacando con furia.
Gonzalo, contrariamente a toda lógica, no se apartó; en lugar de eso, alargó el pie e hizo caer al suelo a su contrincante. La espada de Gonzalo se posó sobre el corazón de su enemigo.
—¿No vais a suplicar?
Mendoza le lanzó una mirada burlona.
—Al parecer no conocéis lo que es el honor. No es de extrañar en un cerdo morisco. Yo prefiero la muerte a presentarme derrotado ante el rey. Clavad vuestra espada de una maldita vez, habéis vencido. ¡Un maldito poeta ha vencido a don Luis Mendoza! Jamás la vida me hizo tamaña burla. ¡Vamos! ¡Matadme!
A Gonzalo le tembló la mano. Odiaba a ese hombre, no era más que una bestia sin entrañas y, sin embargo, el hecho de nunca haber matado a nadie a sangre fría le hizo dudar.
—Si no me matáis ahora, juro que os encontraré. No habrá lugar en el mundo donde podáis esconderos de mí. Esa perra judía será humillada públicamente, y su muerte será vitoreada por miles de personas. ¿A qué esperáis? Dad la estocada final, maldito cobarde.
Gonzalo apretó los dientes.
—Idos al infierno —masculló Gonzalo.
Cerró los ojos y hundió el filo. De la garganta de Mendoza se escapó un gorgoteo agónico.
Gonzalo dio media vuelta y echó a correr hacia el puerto, al que llegó justo antes de que retirasen la pasarela.
—¿Y Mendoza? —quiso saber Katrina.
—Ya no será un problema. Somos libres.
La nave comenzó a moverse. Ellos permanecieron en la barandilla, mirando como la orilla se iba alejando, viendo por última vez la tierra que jamás volverían a pisar.
—No estés triste, hermana. Nos espera una nueva vida llena de sorpresas —dijo Francisco.
—¿Y serán buenas? —musitó ella con ojos empañados por el llanto.
—Cuando falta manteca para el pan, todavía no es necesidad. Estamos vivos, gozamos de salud y tenemos la esperanza aposentada en nuestros corazones. No se puedo empezar una nueva existencia de un modo mejor. ¿No os parece? —dijo Katrina, abrazando con fuerza la vara.