CAPÍTULO 52
Katrina nunca se había sentido tan nerviosa; ni tan siquiera cuando tuvo que huir de Carlos. Ahora no solo era urgente escapar, sino también llevar a cabo lo que la llevó a la ciudad. Debía hacerlo, por muy peligroso que fuese. El sacrificio de la familia merecía el riesgo, aunque la búsqueda resultase infructuosa, de lo cual estaba prácticamente segura. La casa era grande y no tenía la menor idea de por dónde comenzar, ni qué buscar, pues solamente contaba con los datos inconexos de las últimas palabras de un moribundo.
Se llenó la copa de agua, pues tenía la garganta reseca, y la apuró sin respirar. Con un ligero temblor en la mano, la dejó sobre la mesa; luego se levantó y se acercó a la ventana. Aunque el sol estaba ya iniciando su descenso, la calle continuaba muy transitada. Toledo era una ciudad bulliciosa. Los negocios, el arte y formar parte de la ruta que llevaba al sur siempre atraían a mucha gente. Debería aguardar a que fuese noche cerrada, a que la ciudad durmiese.
Los golpes en la puerta, aunque discretos, la hicieron saltar. Se acercó lentamente y en apenas un murmullo, preguntó:
—¿Quién es?
—Abrid. Soy Gonzalo.
Ella permaneció quieta.
—Abrid si queréis seguir viva. ¡Por Dios santo! Abrid de una maldita vez —dijo él en tono más alto.
Katrina giró la llave y él entró cerrando a toda prisa.
—¿Cómo me habéis encontrado?
—Cuando alguien desea huir, no debe confiar en nadie. Para vuestra fortuna, lo habéis hecho con amigos. De lo contrario, ahora estaríais camino de las mazmorras de la Inquisición. Debemos partir ahora mismo.
Ella lo miró estupefacta.
—¿Qué? No pienso irme hasta mañana y, por supuesto, lo haré sola.
—¡No se puede ser más estúpida! ¿Pero no veis que van tras de vos y que no lograréis nada sin ayuda? Es un hombre del rey y tiene plenos poderes para atraparos. Seguramente hará registrar todos los carruajes que partan de la ciudad. No tenéis escapatoria, a no ser que nos vayamos ya. ¿Lo entendéis?
Katrina se paseó de un lado a otro. Entendía la situación, pero se negaba a partir teniendo tan cerca la posibilidad de recuperar el legado de la familia. Nunca podría regresar. Había hecho una promesa y, si para ello debía poner en riesgo su vida, lo haría.
—No.
Él resopló y la miró enojado.
—¡Pardiez! Pero… ¿qué os ocurre? ¿Tan poco valoráis la vida?
—Por supuesto que deseo vivir, al igual que vos. Pero no puedo irme hasta mañana.
—¿Qué es más importante que salvar el pellejo?
Ella dejó de caminar.
—Os agradezco vuestro interés, pero no me haréis cambiar de opinión. Por favor, marchaos.
—No.
Katrina lo miró con gesto irritado.
—En verdad que sois testarudo. ¿No entendéis que no pienso convertiros en mi compañero de viaje? Ocupaos de vuestros propios asuntos, que, imagino, serán muy complicados.
—Mi asunto ya se arregló. Toda la ciudad de Toledo fue testigo de ello.
—En ese caso, ya nada os retiene aquí.
Él soltó una risa cáustica al tiempo que sus ojos la recorrían de arriba abajo.
—¿De veras lo creéis?
Ella le dio la espalda para que no viese la desazón que la embargó. Desde hacía algunos días, ese entrometido se había aposentado en su cabeza de un modo que jamás le pasó con Carlos. Era una sensación que no le gustaba. No. Ya se había complicado la vida, y no pensaba hacerlo nunca más. Volvió a mirarlo e, intentando simular firmeza en la voz, dijo:
—Sí. Quitaos esa idea. Vos y yo no tenemos nada en común.
—Os equivocáis. Los dos somos fugitivos de la justicia.
Katrina dibujó una sonrisa.
—Vamos avanzando. Ya sé algo más de vos. Pero la cuestión es que ya es demasiado tarde para hacer confidencias. Mi tiempo es oro en estos momentos, y no puedo perderlo en conversaciones que no llevarán a ningún sitio.
—¡Oh, claro! Preferís lanzaros hacia una carrera que tan solo os llevará al patíbulo. Mirad. Conozco a los hombres como Mendoza. Son como lobos sedientos de sangre y no abandonan nunca la persecución de su presa. Lo sé por propia experiencia. Fuimos bautizados, por supuesto contra nuestra voluntad, para que, después de humillarnos, de robarnos nuestra identidad y de seguir sus normas, nos acusaran de herejes. ¿Y sabéis por qué? Porque mi familia era muy rica; tanto, que era un botín demasiado apetecible para Osorio. Suerte que aún nos quedaban algunos amigos y nos dieron aviso, pero no todos pudimos escapar. Mis padres, mis abuelos y mi hermana fueron arrestados. Sufrieron tortura, las peores que podáis imaginar. Amina, mi hermana, no pudo resistirlo y murió. ¿Sabéis cuántos años tenía? Trece. ¡Solamente trece años! —dijo él con los dientes apretados.
—Lo… lo siento. No sabía… —murmuró Katrina.
—Por supuesto que no. Vos no sabéis nada de sufrimiento, ni de atrocidades. Habéis crecido en una tierra libre, donde nadie es perseguido por sus creencias. En cambio yo he tenido que ver como mis seres queridos eran llevados a la hoguera, como sus cuerpos eran consumidos por las llamas…
Su voz se quebró. Apretó los puños en un intento de evitar las lágrimas, pero no pudo. Katrina, impactada por su dolor, lo atrajo hacia ella y lo abrazó.
—No debéis pensar en ello. Ya pasó —lo consoló.
Gonzalo enmarcó la cabeza de Katrina entre sus manos.
—Algo así no puede borrarse de la cabeza, jamás. Y no quiero que vuelva a suceder. No quiero, no… no quiero ser testigo de una muerte más, e injusta. Y si os quedáis, no podré salvaros. Tenéis que venir conmigo —dijo con tono desesperado.
Ella era consciente de que necesitaba a alguien que la ayudase, y ahora se daba cuenta de que por fin lo había encontrado. Gonzalo era un ser desarraigado como ella, lleno de rencor y deseoso de venganza. Podía confiar plenamente en él.
—Vine aquí para cumplir con un deber de la familia, y no puedo irme habiendo estado tan cerca.
Él inspiró hondamente.
—Tus antepasados vivían aquí. ¿Por ello mirabas siempre esa casa? ¿Os pertenecía?
—Sí. Junto a mi corazón llevo la llave. Mi familia pertenecía a una larga estirpe de judíos de Toledo. Siempre se dedicaron a la joyería. Sus clientes eran príncipes, reyes y nobles. Cuando el edicto se dictó, decidieron no abandonar su fe y emprendieron el viaje hacia el exilio. Los Albalat, por el contrario, se bautizaron, quedándose en Toledo y alcanzando su posición. Osorio se casó con la hermana de mi casero, mientras que su hermano pequeño murió a causa de un robo.
—Me inclino más por la versión que dio Osorio, y más ahora que me has confirmado que no tienen escrúpulos.
—Puede ser. Lo más paradójico es que mi madre estaba prometida a él. Fue muy duro para ella dejar atrás al hombre que amaba, y su tierra. En cuanto a mi abuela, corrió peor suerte, pues perdió la vida. Era tanta su añoranza que, a pesar de la prohibición, se llevó la primera joya que mi abuelo le hizo. La descubrieron y la llevaron presa; nunca más se supo de su suerte. Mi abuelo, aun roto por el dolor, siguió el camino hasta llegar a Flandes. Dentro de tantas desgracias, le quedaba el consuelo de que, al contrario de muchos otros, pudo llegar con bastante dinero. Se establecieron en una pensión que fue pasto de las llamas y lo perdió todo. La salvación fue mi padre. Mi madre, a pesar de no amarlo, se casó con él para sobrevivir, pero murió en el parto. Como ves, sí sé del dolor… aunque yo no lo haya padecido en mi propia carne, pues la pena de tener que escapar de los brazos de Carlos no puede compararse con lo que ellos pasaron.
—¿Y aún siente dolor tu corazón? —quiso saber él.
¿Sentía dolor? No. Solamente añoranza; la misma que se siente con la pérdida de un buen amigo. En realidad, ahora era consciente de que nunca lo amó, de que lo que experimentó con Carlos solo fue atracción por el hombre inteligente, divertido y atento. Algo muy distinto a las emociones que le provocaba Gonzalo, cuya sola presencia la aturdió en el mismo instante que se conocieron y ahora… Ahora el corazón le bombeaba aceleradamente al notar su cuerpo pegado al suyo.
—No —confesó.
Él le acarició la mejilla.
—Me alegro. No sabes cuánto —dijo buscando su boca.
Ella intentó no sucumbir, pero fue imposible. Dejó que su boca la saborease con glotonería y correspondió del mismo modo. Gonzalo le provocaba una pasión que jamás sintió con el rey. Sentía como su piel ardía, como su cuerpo anhelaba más y más…
Pero no era el momento propicio. Apagaría ese fuego cuando todo hubiese terminado. Se separó de él respirando entrecortadamente y dijo:
—No…
—Katrina, es absurdo negar lo evidente. Tus ojos ya me dijeron que esto ocurriría, aun sin tú saberlo.
—En estos momentos mi prioridad es otra.
—¿Qué esperas encontrar en esa casa? En ella solo hay fantasmas, Katrina. Puede que incluso Albalat tirase todas las pertenencias de tu familia.
—No lo creo. Mi abuelo dejó mi herencia oculta, y esta noche es la última oportunidad que tengo para entrar a recuperarla.
Él asintió.
—Está bien. No será difícil teniendo la llave. Lo cogeremos y nos marcharemos a toda prisa.
—Temo que la cosa sea bastante más complicada. No tengo la menor idea de qué puede ser, ni el lugar donde lo guardó. Tan solo sé pistas inconexas…
—Hemos de abandonar la ciudad antes del amanecer o estaremos perdidos.
—Si no doy con ello, prometo que lo haremos.
—En cualquier caso, no podemos ir ahora. Hay que aguardar a que sea noche cerrada. Y se me ocurren un montón de cosas para que la espera no se nos haga tan larga… —dijo él abrazándola de nuevo.
—Gonzalo, no…
—Calla y bésame, mi bella hilandera.
No protestó más. Era absurdo negar lo evidente y se dejó arrastrar por esa fuerza imparable que era el amor. Y esta vez, sí supo lo que era ser devorada por la pasión del hombre que amaba.