CAPÍTULO 40

Miguel Albalat aguardaba impaciente a que le entregasen la espada que encargó. Y aunque ardía en deseos de verla, ni tan siquiera a él, uno de los hombres más influyentes de Toledo, le estaba permitida la entrada en la fundición. La fabricación de la espada toledana, famosa en todos los confines de la tierra, era un secreto muy bien guardado. Él, sin embargo, acostumbrado a que no le fuese negado nada, había logrado por una suculenta cantidad de dinero que le fuese revelado. Conocía todos los detalles. La particularidad era que se utilizaban varios minerales, ya que a los consabidos hierro y acero les sumaban otros como el silicio, carbono, azufre, níquel, cromo, magnesio y fósforo, y se fundían todos en el horno. Luego se dejaba enfriar lentamente y se introducía en un crisol, que se sellaba para evitar la oxidación. Una vez lista, la aleación se llevaba a la forja, donde se comenzaba a forjar la espada. Hasta aquí el proceso era similar al de otra herrería en cualquier parte del mundo, pero en Toledo no terminaba ahí. El gran secreto de la dureza y flexibilidad de las espadas de Toledo estaba en el «alma de hierro», una lámina de hierro dulce escondida en el interior del filo que impedía que el arma pudiese quebrarse con facilidad.

La puerta del santuario se abrió. El forjador, como si de una reliquia santa se tratase, sostenía la espada en las manos: hoja deslumbrante de acero y puño adamascado con incrustaciones en oro. Miguel la tomó en sus manos sintiendo como el corazón se le aceleraba. Tanteó el filo. ¡Podría cortar una pluma en dos! Era el sable más perfecto que había poseído. Volvió a depositarlo cuidadosamente en la caja forrada de seda carmesí y cerró la tapa.

—Envíamelo cuanto antes.

—Sí, señor.

Albalat pisó la calle pensando que la vida lo trataba con generosidad. Siempre que lo hacía, retornaba a él ese remordimiento que años atrás le impidió dormir serenamente, y al instante se obligaba a olvidarlo: era evidente que hizo lo correcto o, de lo contrario, no habría sido tan afortunado.

Tenía dinero, mucho dinero. Una esposa —nada atractiva, por cierto— que le otorgó un título nobiliario y dos hijos inteligentes, y ningún suegro al que rendir cuentas. Era un hombre que, a pesar de las obligaciones, se sentía libre. Libre para organizar los negocios, ya que su padre se había hecho viejo y había delegado bastante en él; libre para disfrutar de hermosas mujeres siempre que le viniese en gana… Lo único que lo aprisionaba, se dijo mientras abría la puerta del negocio, era el recuerdo del fratricidio, pero algún día también conseguiría cortar esas cadenas.

Dejó el sombrero sobre la mesa y se dispuso a revisar los documentos. Por el desorden, supo que su padre había estado allí el día anterior. Un rictus de enojo asomó a sus mejillas: no podía soportar que algo estuviese fuera de su lugar. Lo ordenó y comenzó a trabajar. Al ver el segundo papel, soltó un reniego. ¿Cómo demonios se le había ocurrido alquilar esa casa a tan bajo precio? Debería hablar seriamente con él y rogarle que rompiese el acuerdo, así como que a partir de ahora se dedicase tan solo a descansar. Ya era hora que le cediese la dirección total del negocio. ¡Por el amor de Dios, tenía cuarenta años y un gran prestigio en la ciudad y en el resto de Castilla! Nobles, pobres, burgueses e incluso los miembros de la Santa Inquisición lo respetaban. Gozaba de un poder inimaginable tanto por su fortuna como por el temor que inspiraba. Nunca permitió que nadie lo apartase del camino trazado, pues eliminaba cada escollo que no le permitía caminar con ligereza. Muchos de esos escollos habían terminado bajo el filo de su espada o condenados por herejes. Su palabra bastaba para que los inquisidores no dudasen de la acusación, pues alguien que fue capaz de entregar a su propio hermano era de total confianza.

Un rictus amargo se dibujó en su rostro, prematuramente envejecido por años de vicio, trabajo y buen vino, al regresar de nuevo esos recuerdos que aún lo laceraban. Y maldijo una y otra vez la debilidad que le impedía borrarlos para siempre. La misma que le hizo negarse rotundamente a bautizar a su hijo con el nombre del hermano que murió a causa de un ladrón asesino en un oscuro callejón. Lo intentó todo. Se deshizo de sus pertenencias, prohibió que se hablase de él en las reuniones familiares, y ni aun así. Su cerebro se empeñaba en recordar su imagen nítida, llena de juventud.

La campanilla le anunció que alguien llegaba. Alzó la mirada. La mujer, de aspecto un tanto vulgar y además, demasiado robusta, no ayudó precisamente a que su mal humor mejorase. Todo lo contrario de la muchacha que entró tras ella, cuya aparición causó un efecto muy beneficioso. De repente, la vida le parecía llena de luz. Era la joven más hermosa que había visto, como un ángel reencarnado en mujer. Sus ojos eran dos piedras preciosas que evocaban los pastos y sus cabellos, hebras de oro.

Carraspeó intentando salir del ensimismamiento y dijo:

—¿Qué se les ofrece, señoras?

—¿No está el señor Albalat? Ayer acordamos con él alquilar la casa cercana a la catedral —explicó Esperanza.

Ahora entendía la debilidad del viejo. Un hombre sería capaz de hacer cualquier cosa por una muchacha como aquella.

—El señor Albalat es mi padre. Aquí tengo la documentación. Todo está en regla. Solamente falta la firma y el pago de dos meses por adelantado —les aclaró.

Katrina abrió la bolsita. Sacó los maravedíes y los puso sobre la mesa. Albalat mojó la pluma en el tintero y le entregó el documento. Katrina lo firmó.

—¿No va a leerlo? —inquirió él.

—Confío en vuestras mercedes. Me han dicho que sois del todo fiables —respondió ella, forzando una sonrisa.

—No lo dudéis. Os aseguro que con nosotros no tendréis problema alguno.

—Lo mismo decimos. Muchas gracias por todo —se despidió Esperanza.

Katrina hizo lo mismo y salieron.

—¡Ya está! Tu negocio ya marcha.

—El trabajo sí, por el momento. Los clientes son difíciles de conseguir, y más teniendo en cuenta que aún no me ha dado tiempo de realizar muestras para que vean cómo lo hago —apuntilló Katrina.

—¡Ay, chiquilla! ¿Por qué eres tan pesimista? Nunca hay que perder la esperanza. Mírame a mí. Hace apenas medio año, creía que mi vida estaba en un pozo sin fondo, pero no era así. Dios me echó una cuerda y salí a la superficie. Tú también saldrás adelante. Y una servidora te ayudará en todo lo que pueda. Solo dime qué hay que hacer, y lo hago.

Katrina la besó en la mejilla.

—Por el momento, seguir siendo mi mejor amiga.

Esperanza se colgó de su brazo y, alegres, marcharon juntas a la posada.

Los días que siguieron fueron muy ajetreados. Katrina, aparte de hilar durante horas, sacaba tiempo para adecentar el que iba a ser su nuevo hogar y visitar asiduamente a la costurera. Tenía que presentar una imagen de joven solvente, en la que pudiesen confiar.

El agotamiento la ayudó a no pensar en su delicada situación ni en los proyectos que, por el momento, eran inalcanzables. Y un mes después, ya tenía varias muestras de encaje y la casa a punto para instalarse. Había llegado el momento de iniciar el negocio.

Esperanza se alegró mucho por ella, aunque la entristecía que Katrina se marchase de la pensión. Había tomado un gran cariño a esa joven de apariencia frágil, bajo la que escondía una gran fortaleza. Y además, un secreto. Naturalmente, ella jamás la acosaría para que se lo contase. Esperaría al día que recuperase la confianza en su prójimo; tal vez entonces le explicaría por qué sus maravillosos ojos estaban empañados por la bruma de la tristeza.

Cuando abrió la tienda al público, esa tristeza desapareció, aunque solo momentáneamente, pues a la semana el decaimiento retornó. Únicamente dos mujeres se habían interesado por su labor, y eso significaba que el costo, lamentablemente, no estaba a la altura de sus bolsillos. Al parecer, en Toledo no seguían la moda de Flandes, y se dijo que iniciar el negocio había sido un error. Decidió que lo mejor sería cerrar y dedicar el día a dar un paseo, comer con Esperanza o, sencillamente, no hacer nada, como mandaba la ley de Moisés. Claro que eso no lo podía hacer. Ningún detalle debía revelar lo que de verdad era. Así pues dio un suspiro, abrió la ventana y expuso los encajes.

Sus ojos verdes repararon inmediatamente en aquella figura alta y delgada, sintiendo como el estómago se le encogía. Paralizada por el miedo, pensó que todo había terminado, que de nada había servido escapar. ¡La habían encontrado!

Pierre, el poeta, estaba recostado en el quicio de la puerta, con una amplia sonrisa en su atractivo rostro.

—Cuando me dijeron que se había instalado una encajera en la ciudad, jamás pude imaginar que se tratase de vos. En la corte estarían encantados de saber vuestro paradero. Corren muchos rumores sobre vos y todos están ansiosos por saber la verdad. Unos dicen que después de sacar provecho de la generosidad de Carlos os fugasteis con vuestro verdadero amor, y otros que fue el rey quien os echó para sustituiros por Germana. Pero no temáis, no seré yo quien les resuelva el misterio.

—¿Están aquí? —inquirió ella, en apenas un murmullo.

—No, van de camino a Zaragoza.

Ella respiró aliviada.

—Pensé que os alegraríais de verme, Katrina. Siempre intuí que os agradaban mis versos…

—Vuestra intuición no es muy acertada, señor. Ahora, si no os importa, os rogaría que os marchaseis. Tengo mucho que hacer.

—No veo a los clientes. Temo que Castilla no sea tan refinada como Flandes, madame. Mal negocio habéis montado —opinó Pierre.

—¿Y vos qué hacéis aquí? ¿Es que ya no le interesan al monarca vuestros poemas? —replicó ella con sarcasmo.

—¿Y a vos? ¿Os dejó de interesar meteros en el lecho con él? Tal vez sea cierto el rumor de que lo único que os importaba era enriqueceros. ¿Les sacasteis buena tajada a vuestros favores? Viendo esto, cualquiera diría que no os dejó en el desamparo —replicó Pierre con tono acerado.

Katrina, sulfurada, alzó la mano y lo abofeteó. Él se frotó la mejilla, sin dejar de sonreír.

—Mejor una bofetada sincera que un beso hipócrita.

—Salid de mi tienda —siseó Katrina.

Pero Pierre hizo todo lo contrario. Avanzó y, en un acto irreflexivo, la atrajo hacia su pecho, buscó su boca y la besó con voracidad. Ella se retorció e intentó zafarse y apartarlo de sí, pero él no la soltó; al contrario, continuó hostigándola, como si un impulso animal lo empujase a castigarla por su desprecio. Y gimió complacido cuando el cuerpo de ella comenzó a ceder, y sintió como su boca se tornaba dócil, casi complaciente. Y en ese momento, algo lo instó a detenerse. Se apartó y con una gran sonrisa inclinó la cabeza.

—Ha sido un enorme placer volver a veros. Lamentablemente, me es imposible seguir deleitándoos con mi presencia. Señora —dijo.

Ella, con las mejillas encendidas y ojos refulgentes de ira, alzó de nuevo la mano y lo abofeteó con más fuerza.

—Sois… ¡Sois un maldito bellaco! ¡Fuera de mi vista! —jadeó.

—Veo que sois aficionada a golpear a vuestros admiradores. Eso no está nada bien —la reprendió él con semblante sombrío.

—Solamente a los que se sobrepasan. Ahora, idos.

—Como ordenéis —replicó él inclinándose de nuevo; luego dio media vuelta y se alejó calle abajo.

Katrina se apoyó en la pared, con la respiración aún agitada. ¡Se había comportado como una estúpida! Si el francés se enojaba con ella, podría revelar su escondite y debería huir de nuevo. Tenía que enmendar el error. Tomó un papel y escribió con rapidez. Salió, cerró la puerta y colgó la nota.

Pierre iba ya por el final de la calle. Evitó correr, pues eso llamaría la atención, pero caminó lo más aprisa que pudo. El poeta dobló la esquina. Cuando ella lo hizo, no quedaba rastro de él.

—Señora Von Dick. ¡Qué agradable casualidad!

Katrina se volteó sobresaltada. Era Miguel Albalat.

—Buenos… días, señor.

—¿Os encontráis bien? —se interesó el hombre al ver sus mejillas arreboladas.

—A decir verdad, no mucho. Me siento un tanto mareada —musitó ella.

—Si me permitís el atrevimiento… Acompañadme a esa taberna y bebed algo, os reconfortará. O si lo preferís, permitidme que os lleve a casa.

—Lo de la bebida está bien. Sí —decidió. Por nada del mundo quería que alguien la viese entrar en casa con un hombre, por mucho que este fuese su casero. Debía guardar una buena reputación o sus posibles clientes, de los cuales la mayoría serían mujeres, la repudiarían.

Entraron en el local, que estaba atestado. En una de las mesas, Pierre charlaba con un hombre de aspecto hosco. Por suerte, la mesa libre a la que Miguel y Katrina se sentaron se encontraba justo detrás de ellos, y el poeta no se percató de su presencia.

—Os sugiero un vaso de vino. Eso os animará —ofreció Miguel. El posadero atendió la orden y ella dio un sorbo—. ¿Mejor? Ya os lo dije. Y decidme, ¿cómo va vuestro negocio?

—No muy bien. En realidad, mal. Aún no he conseguido ningún encargo —contestó Katrina.

Él esbozó una sonrisa.

—Si esos son todos vuestros problemas, ya tenéis el primero. Pronto será el cumpleaños de mi esposa y quiero regalarle algo fuera de lo habitual. Un encaje me parece perfecto.

—Gracias, señor —dijo ella mientras pasaba el dedo por una hendidura de la mesa.

Miguel se fijó en ese detalle que le llevó atrás, muy atrás en el tiempo. Ilana hacía lo mismo siempre que se encontraba nerviosa. Alzó la mirada y clavó sus ojos en la joven, creyendo ver algo en su rostro de su añorado amor. Pero no, eso era una locura, un desatino debido a la frustración de no haber obtenido en la vida la única cosa que verdaderamente deseó. Y rechazó al instante esa insensatez.

—No debéis dármelas. Solamente es un trato comercial. Estoy seguro de que… —Miguel calló al ver entrar a un soldado.

Katrina reconoció que era un capitán y, de nuevo, la inquietud la embargó. Por suerte, Albalat no pareció darse cuenta de ello, pues se levantó y le dijo:

—Disculpadme unos minutos. He de hablar con el capitán Valera.

Ella asintió con un gesto cortés y en cuanto se alejó, apuró el vino, se recostó en la silla y cerró los ojos. Las voces de la mesa de Pierre le llegaron ahora con más claridad. Le era imposible seguir el hilo de la conversación, solamente escuchaba palabras inconexas, pero fueron suficientes para descubrir que el poeta había perdido su acento francés para pronunciar un perfecto castellano. Y algo aún más sorprendente: que el otro hombre lo llamaba Gonzalo.

Miguel regresó.

—Perdonad la tardanza. ¿Os encontráis mejor?

Katrina, deseando salir de allí, se levantó.

—¡Oh, sí! Vuestra recomendación ha sido mano de santo. Y ya estoy lista para enseñaros las muestras de encaje. ¿Tenéis tiempo ahora?

—Para vos, tengo todo el tiempo del mundo.