CAPÍTULO 38

Poco podía imaginar Katrina que al fin se hallaba en Toledo, en la ciudad que fue llamada de las Tres Culturas.

El carro comenzó a transitar por el puente de San Martín sobre el río Tajo y se detuvo tras cruzar la puerta, dando por finalizado su peregrinaje. Katrina tomó el hatillo con la ropa que usaban las campesinas que había comprado y comenzó a caminar calle arriba sin rumbo fijo, al igual que los proyectos para su futuro. En su escapada de Valladolid solamente pensó en encaminarse a Toledo, sin decidir qué haría cuando alcanzase la meta, pues su falta de previsión estaba avalada por una bolsa repleta de joyas y pagarés que custodiaba con firmeza bajo el brazo. Sin embargo, ya no podía aplazar más esa decisión. ¿Le convenía asentarse en Toledo? ¿O, por el contrario, debido a su sangre judía y a haber engañado al rey, marchar de nuevo una vez que hubiese conseguido su objetivo?

Sacudió la cabeza. No, lo prioritario ahora era encontrar un lugar donde hospedarse. Antes de preguntar, temerosa aún de ser reconocida, comenzó a recorrer las calles bulliciosas, llegándole el olor del pan recién horneado, los golpes del martillo sobre el metal o las ruedas sobresaltándose ante un adoquín más alto que el otro. Toledo comenzaba a despertar y ella, a iniciar una nueva existencia. Mejor o peor, no lo sabía. Lo único cierto era que no había marcha atrás y que sus pies, cansados, debían seguir caminando hacia el horizonte. Como siempre decía su abuelo, nunca comenzaba a clarear hasta que la oscuridad no era completa.

Al tomar la dirección que se adentraba en la ciudad, pasó por delante de un edificio aún a medio construir de grandes dimensiones. Más adelante, le dirían que se trataba del monasterio franciscano de San Juan de los Reyes, patrocinado por la difunta reina Isabel. Continuó por la Cava Baja, encontrando a su paso dos posadas. Ninguna de las dos fue de su gusto: eran sucias y la clientela ofrecía un aspecto un tanto inquietante. Finalmente, se decantó por una en la calle Caños de Oro, El Buen Yantar, sin saber que había ido a dar por casualidad con una posada ubicada en uno de los antiguos barrios judíos.

Su decisión se debió a la posadera, una mujer oronda, de humor alegre y afable, que se sorprendió al descubrir que Katrina era oriunda de Flandes y se interesó, sin mostrar en ningún momento curiosidad morbosa, por el motivo de su viaje a Toledo. Katrina respondió con una nueva mentira: su médico le había recomendado un clima seco y soleado, y ella se había decantado por Castilla y por esa magnífica ciudad de la que tanto había escuchado hablar. La mujer, que se llamaba Esperanza, le aseguró mientras le mostraba el cuarto que su decisión era del todo acertada, y que su salud se restablecería.

La habitación no era nada lujosa; al contrario. Cama, arcón y jofaina era lo único que tenía, pero se respiraba limpieza, y por eso no dudó un momento en hospedarse allí. Y no erró, pues la comida, haciendo honor al nombre de la posada, también era exquisita. El único inconveniente que se aposentó como una losa en su conciencia fue tener que renunciar a una de las leyes más sagradas de Yahvé: la prohibición de comer cerdo, el cual, para mayor culpabilidad, encontró delicioso. Pero pronto llegó el alivio al racionalizar la situación: tenía que comportarse como una verdadera cristiana si no quería ser descubierta, o renunciar al legado de la familia. Su abuelo seguramente lo entendería… o quizás no. Él jamás renunció a la verdadera fe y se jugó la vida, la posición y su familia por ello. Pero su caso era distinto, se dijo. Ella jamás había sido intimidada para que renunciara a sus creencias: simplemente simuló ser algo que no era. Jamás sintió realmente los rezos que musitaba en la iglesia cristiana, y en cuanto a la comida, Dios entendería que lo hacía para salvar la vida. ¿O no perdonaría a aquel que estuviera hambriento y se llevase a la boca lo que fuese para subsistir?

En estos momentos, estaba obligada a seguir fingiendo, cosa que no le resultaría difícil gracias a Nienke y los casi dos años que había pasado junto al rey, que le habían inculcado las costumbres cristianas. Además, su aspecto la alejaba mucho del típico semblante de una hija de Abraham, y la mayor ventaja de todas: no tenía conocidos en la ciudad.

Lo más complicado, por tanto, no era pasar desapercibida en la ciudad, sino encontrar ese misterioso legado del que le había hablado su abuelo. En primer lugar, tendría que acceder a la casa de sus antepasados, la cual seguramente estaría habitada y no podría ponerse a hurgar entre sus cosas. Y en segundo lugar, ¿por dónde empezar esa búsqueda? No tenía la menor idea de la clase de objeto o escrito que debía encontrar. En realidad, se dijo, aquel viaje era un sinsentido. Aunque hubiese hecho realidad el sueño de su abuelo de que uno de sus descendientes regresara a la tierra añorada, a Sefarad, jamás podría cumplir su último deseo de recuperar la herencia de los Azarilla.

Una vez que reposó la comida, decidió conocer más a fondo la ciudad. Abandonó la zona de la Cava y llegó a Santa María la Blanca, una antigua sinagoga que había sido convertida en iglesia; puede que su abuelo hubiese ido a orar allí en multitud de ocasiones. Luego continuó hasta alcanzar la sinagoga del Tránsito. Allí fue donde los últimos judíos de Toledo se reunieron para ser informados del terrible edicto de los reyes don Fernando y doña Isabel. Un escalofrío le recorrió la espalda. Por muchas historias que le hubiera contado su abuelo, hasta ahora no había podido comprender el pavor que tuvieron que sentir… El mismo que ella al tener que partir precipitadamente de Valladolid, sin saber qué sería de su vida a partir de ese instante. Pero, al igual que ellos, no se dejaría vencer; seguiría adelante por el camino que la vida estaba trazando para ella.

Apartó los pensamientos aciagos y continuó su deambular por la deslumbrante ciudad. A su paso se encontró con edificios regios, tabernas concurridas por parroquianos alegres y tiendas donde uno podía encontrar cualquier cosa que se propusiese: forjas, joyerías, panaderías de donde surgía un aroma delicioso, carpinterías, tintorerías… Cierto que Brujas o Bruselas no carecían de nada, y que sus edificios eran infinitamente más imponentes y habían sido construidos por los mejores artesanos. ¡Y qué decir de sus canales, sus jardines con hierba fresca y flores exultantes! A los ojos de un extraño, Flandes gozaría de una belleza indiscutible, nada comparable a ninguna ciudad de Castilla. Y, sin embargo, Toledo tenía algo de lo que su tierra carecía, y era magia, misterio. Esas calles albergaron en su día a cristianos, judíos y árabes, y su huella podía respirarse por todas partes. Sí, definitivamente Toledo era una urbe magnífica, y ahora entendía por qué su abuelo la había añorado hasta su último aliento.

Fascinada, continuó su paseo. Tomó la calle San Juan de Dios, en la que, justo en el centro, había una panadería. El estómago le rugió ante el increíble olor que de allí salía, así que no pudo resistirse y entró. La tahona era reducida, pero en el mostrador exhibían una gran variedad de pastelillos. Se decantó por uno hecho de mazapán y almendras que, según le dijo el tendero, era la especialidad. Y no le extrañó: ¡estaba delicioso!

Con el sabor dulzón aún en el paladar llegó a la iglesia de Santo Tomé, junto al palacio de Fuensalida y el Taller del Moro. Sin darse cuenta, había llegado a la calle donde residió su familia. El corazón casi se le paralizó al reconocer allí, frente a ella, el edificio que su abuelo tantas veces le describiera. A su mente acudieron imágenes de la niñez, de su abuelo junto a su cama contándole la historia familiar, de las alegrías y penas pasadas, de lo dichosos que se sintieron cuando compraron la casa que se mostraba ante sus ojos, húmedos por los recuerdos.

A pesar de que el exterior del inmueble era sencillo, podía apreciarse que su interior sería imponente y que, como temió, estaba habitado. Una joven recostada en el alféizar de la ventana estaba mirando hacia el infinito, con esa expresión que adoptan los que están hastiados.

Ella nunca se había sentido así. Desde bien niña se mantuvo ocupada; en especial con el encaje, que le reportaba una gran felicidad. Pero en ese momento, la tristeza se aposentó en su corazón. Sí, había llegado a su destino. A un destino cuya misión le sería imposible de realizar.