CAPÍTULO 6
Efraím trató de apartar de su mente la imagen de Ivri ante la iglesia durante el trayecto a casa. Encontró a su esposa en el salón escogiendo unas telas, como si para ella el maldito edicto fuese una simple habladuría.
Y así era. A pesar de la insistencia de la noche anterior, Dana en el fondo no creía que los reyes ejecutaran la orden. Estaba convencida de que recapacitarían y que todo volvería a la normalidad. Por eso seguía con los planes para decorar su nueva casa, y seguía indecisa entre la tela roja y la verde. Bien era cierto que el rojo conjuntaba estupendamente con los adornos dorados de las sillas, tal como le aconsejaba el vendedor; pero esa era la decoración más habitual y ella se inclinaba por el verde, para diferenciarse de los demás. Mirando a su hija, le pidió opinión.
—Ilana, ¿cuál escogerías tú?
—No sé por qué os molestáis —espetó Efraím entrando en el salón.
—Porque nunca nos iremos de aquí. Esa orden será anulada, ya lo verás, y no pienso dejar sin hacer el último detalle que me queda para que la casa esté completamente terminada —replicó Dana indicándole con el dedo al vendedor la tela verde.
—¿Vienes del betdin?[6] —le preguntó el tapicero a Efraím.
Este asintió con rostro preocupado.
—Sí, Arnon. Hemos comunicado el resultado de nuestra audiencia con los reyes. Nuestros ruegos han sido denegados y el edicto continúa en vigor. Los miembros más relevantes de cada gremio, gaones,[7] jayanes y personeros, junto al rabí mayor, han ordenado que notifiquen a todos la terrible resolución.
—¡Dios mío! ¿Qué vamos a hacer? —jadeó el tapicero.
—Lo que se nos ha ordenado: irnos.
Dana se dejó caer en la silla.
—No pueden hacernos esto. ¡Somos gente honrada y contribuimos con nuestro trabajo a engrandecer el reino! No lo entiendo. ¿Alguien puede explicarme la razón de esta locura? —gimió Ilana.
—Hay muchas. Ser de una religión diferente a la suya, tener en ocasiones más poder que los cristianos, y la más importante: quedarse con nuestras riquezas —respondió Arnon. Se levantó y comenzó a recoger lentamente los fardos. Una vez listo, añadió—: No busques sensatez en todo esto, Dana. Dios nos ha puesto una dura prueba, y debemos superarla.
—¿Adónde irás? —se interesó Efraím.
—Tengo un primo en Salónica que ejerce mi mismo oficio. Me ayudará a establecerme. ¿Y vosotros?
—No tenemos parientes. Aún no lo sé —musitó Efraím.
—Podrías ir a Flandes. Los flamencos saben apreciar a un buen joyero en lo que vale. Tengo entendido que algunos de nuestra comunidad han prosperado allí. Piénsalo, pero no demasiado. No nos han concedido mucho tiempo. Siento marcharme tan precipitadamente, pero quiero arreglar mis asuntos lo antes posible. Si no volvemos a vernos, que Yahvé te acompañe en tu nuevo destino, amigo.
—Pero… ¿y mis telas? —susurró Dana compungida.
Efraím, con infinita tristeza, se acercó a ella y le acarició la mejilla.
—No habrá tapices, Dana. No los habrá.
Ella rompió a llorar con desgarro. ¿Cómo era posible que unas simples palabras escritas en un papel consiguieran destrozar tantas vidas? Sea como fuere, ahora solo podía pensar en la suya, y en el terrible destino incierto que le aguardaba.
—¿No pensarás en serio ir a Flandes? Está muy lejos y allí no conocemos a nadie. Dicen que el clima es terrible y sus gentes adustas. ¿Y qué me dices del idioma? ¡Nunca conseguiremos aprenderlo! —exclamó Ilana.
Su padre se sentó al lado de su esposa; su semblante parecía haber envejecido de repente veinte años.
—Desgraciadamente, aún no sé qué voy a hacer, cariño. Todos esperábamos un milagro. Nadie ha hecho planes. Pero Flandes es mejor opción que el norte de África o Damasco para mi oficio —dijo Efraím sentándose al lado de su esposa.
—Yo quería convertir esta casa en nuestro hogar… —dijo ella en apenas un susurro.
—Ya lo era, querida. Nuestra familia es nuestro hogar. Dondequiera que vayamos, estaremos juntos y superaremos todas las adversidades. Además, dicen que es provechoso conocer mundo, y ahora se nos ofrece una oportunidad magnífica. Todo irá bien. Desgracias pasadas son buenas para ser contadas. Veréis como, dentro de unos años, nos reiremos de esto.
—¿Cómo puedes ser tan superficial, padre? ¡Nos están echando como a perros! ¿Y qué hay de mí? ¿Acaso te has parado a pensarlo por un instante? Mi boda estaba fijada para finales del verano. La costurera está confeccionando mi vestido de novia, y ahora ni tan siquiera sé si me casaré… —No pudo seguir, pues el llanto quebró sus palabras.
—No vas a casarte, hija.
—¿Qué estás diciendo? —inquirió Dana.
—Los Albalaj han optado por la conversión. Han sido bautizados hoy mismo.
—¡Dios mío! Eso es mentira —jadeó Ilana.
—Lo he visto con mis propios ojos, hija. El mismo prelado ha salido a recibirlos en la catedral. Los Albalaj ya no son amigos nuestros, ni pertenecen a nuestra comunidad.
—El mundo se ha vuelto loco —musitó Dana.
—El mundo siempre es el mismo, Dana, son los hombres quienes pierden la cabeza. Hija, no llores. Ese muchacho no era digno de ti. Lo ha demostrado traicionando lo más sagrado. Tú te mereces un marido mejor.
—¿Un marido mejor? ¡Yo amo a Jadash! ¡No quiero otro marido! Además, el ketubá[8] está sellado. ¡No quiero irme de mi casa! ¡Quiero que me devuelvan mi vida! —gritó la joven, presa de la histeria.
—Cálmate, Ilana, por favor —le pidió su padre, levantándose y acercándose a ella.
—¿Cómo quieres que lo haga? Estamos a punto de sumergirnos en un mundo desconocido, lleno de incertidumbres, y lo que es peor, en la miseria —se quejó Dana.
—Eso está arreglado. Podemos cambiar nuestra fortuna por letras. Sobreviviremos.
—Yo no. ¡Me he quedado sin marido! ¡Sin el hombre que amo! —sollozó Ilana.
Efraím indicó con la mano a su mujer que la llevara al cuarto. Era hora de partir. Cuanto antes lo hiciesen, menos prolongarían el sufrimiento.
Con gesto derrotado, Efraím se sentó y miró a su alrededor. Hacía solo ocho meses que había entrado en esa casa con la ilusión de convertirla en el hogar donde viviría hasta el final de sus días. Y ahora, ese maldito edicto se lo impedía. Ahora, todas las ilusiones se habían roto como el más delicado de los cristales. Jamás volvería a experimentar la felicidad de la que ahora gozaba; ninguno de ellos podría. Sus pasos los llevarían a un lugar extraño, a una vida de sentimientos amputados. Sin los amigos con los que siempre compartieron sus alegrías, las tristezas, los miedos. Sus vidas serían como un mosaico deteriorado imposible de recomponer, porque el autor ya no existía. Día tras día lo contemplarían, recordando las teselas que faltaban, añorando los colores halagüeños que lo adornaron. Pero saldrían adelante, como siempre hizo su pueblo. Encontrarían ilusiones con las que sujetar el ramillete de experiencias nuevas. Sí, era el momento justo para preparar el futuro.
Con los ojos humedecidos, se levantó. La tarea que quedaba por hacer era ardua. Había que recopilar todas las joyas, piedras preciosas y oro; también el dinero en metálico, y verificar las cuentas del banco. Además de buscar un comprador para la casa y la tienda. Era consciente de que si lograba sacar algo más de la mitad de su valor, sería un hombre afortunado. En tales circunstancias, las alimañas se aprovechaban de las víctimas. De todos modos, no debía quejarse: obtendría mucho más que antes del acuerdo alcanzado esa mañana con los reyes. Pero al pensar en Ilana, ese inicial rayo de esperanza se volatilizó. Pasaría mucho tiempo hasta que su pequeña lograse olvidar a Jadash. Había puesto muchas ilusiones en ese matrimonio; y él también. El chico era educado, trabajador, sano y sin malos hábitos, sin contar con que era el hijo de su mejor amigo. Un amigo que le habían arrebatado.
Se esforzaba por comprender las razones que habían llevado a Ivri a condenar su alma eternamente. Se dijo que el miedo, tal vez el negarse a dejar atrás lo que sus antepasados y él mismo habían levantado, o simplemente la ambición. Fuese cual fuese su razón, lo cierto era que a pesar de su traición, le era imposible odiarlo. Una amistad no se quebraba así como así… O al menos, esos eran los valores que le inculcaron desde la más tierna infancia, sus convicciones, entre las que estaba la de que cualquier cosa puede volver a resurgir de las cenizas. Así que, sin más dilación, se dispuso a preparar la partida, con la esperanza de que aquella pesadilla llegase algún día a su fin y todo volviese a ser como antes.
Alzando el mentón, salió de casa y echó a andar.
Lo primero que hizo fue ir al taller. La alcazaba estaba poco concurrida. Los únicos transeúntes eran los propietarios de tiendas y talleres que, al igual que él, se apresuraban para tramitar los últimos negocios en su amada ciudad. El resto de los judíos estaba en casa, llorando por la pérdida de su hogar o preparando la partida.
Abrió la puerta de la joyería. No era un local muy grande; lo justo para fabricar sus joyas y atender a los clientes. Sus ojos pardos otearon a su alrededor, recordando las duras jornadas tallando diamantes, puliéndolos, engarzándolos en filigranas de oro o plata, para después recibir la recompensa de la felicitación del destinatario de tan elaborada alhaja.
Dio un hondo suspiro para apartar de sí la nostalgia y se puso en movimiento. Recogió el instrumental y lo guardó en un arcón. En ese momento no sintió dolor: eran simples herramientas, objetos que podían reponerse. No ocurrió lo mismo al levantar la losa bajo la que escondía algunas de las piedras preciosas. Eran piezas únicas y que jamás volvería a reproducir. A pesar de que los neófitos creían que un tallador era capaz de repetir una y otra vez el mismo dibujo, no era cierto; siempre había algo que lo diferenciaba del anterior.
Lo mismo ocurriría con su futuro: en Flandes abriría un nuevo taller, pero nunca sería como el que dejaba atrás.