CAPÍTULO 24
El consejero del archiduque dio un sorbo a la cerveza y con gesto parsimonioso, acorde con el carácter que lo distinguía, dejó la copa sobre la mesa. Su monarca, tras dar un buen trago, hizo lo mismo.
—Así que consideráis que ese hombre es el indicado para el puesto.
—Sí, majestad. He comprobado su pasado y es impecable. Por supuesto, dentro de los conceptos que entendemos por impecable. Ha demostrado a lo largo de los años que es un buen negociante y que sabe administrar el dinero. Por otro lado, tiene mucha influencia en el comercio con Castilla.
Carlos asintió sin mucho convencimiento.
—¿Y qué hay de su lealtad? ¿Puede llegar a ser corrupto?
—No cabe esa posibilidad. Debéis tener en cuenta que un solo fallo y sus perspectivas de un futuro brillante desaparecerán de un plumazo. Es inteligente y no se arriesgará. Claro que, si tenéis otro candidato mejor…
—Sabéis que no domino aún estas cuestiones. Vuestra decisión será la acertada. Ahora, si no os importa, querría tratar otro asunto sobre el que he estado pensando.
—Decid, majestad.
—Es sobre la Orden del Toisón. Por supuesto, no pienso hacer grandes cambios: las tradiciones han de guardarse. Pero me gustaría que una de las ceremonias fuese más solemne. Hablo del réquiem por los fallecidos. El vestuario de los candidatos no es lo suficientemente adecuado. Hay que darle más suntuosidad. Los mantos, túnicas y otros complementos deben ser de terciopelo negro. Con franjas de raso liso. ¿Es factible?
Guillermo, aliviado, sonrió al conocer el capricho de su señor.
—Del todo, majestad.
—En ese caso, ordenad que se modifique el capítulo.
—Lo haré. Sin embargo, dudo mucho que lleguemos a tiempo para la próxima ceremonia. Es dentro de dos semanas y será difícil que los candidatos puedan hacerse confeccionar los trajes.
—Comprendo —dijo Carlos. Tomó la copa y dio otro largo trago de cerveza. Era su bebida predilecta y le sentaba bien. Le aportaba energía. Decidió apurar la copa antes de que se calentase y añadió—: ¿Algún otro asunto importante?
Su consejero sacó del cajón unos documentos.
—Simple burocracia. Este es para conceder el permiso de construcción de un nuevo navío.
—¿No tenemos ya suficientes barcos? —inquirió, con el ceño fruncido, el joven rey.
—¿No querréis ir a Castilla como un monarca pobre? Hay que demostrar a todos vuestros detractores lo poderoso que sois.
—Queda mucho para ello. Preferiría dedicar este expendio a reparar algún ala de palacio.
—Lamentablemente, vuestro abuelo ha empeorado de salud. No tanto como para decir que mañana mismo puede fallecer, pero… Majestad, siempre os he aconsejado bien. Os aseguro que es necesario.
—Está bien —aceptó Carlos tomando la pluma. Leyó por encima y firmó.
Guillermo sopló sobre la tinta y le entregó más pliegos: una ratificación del nuevo abad de la abadía de Santa María Auxiliadora, la aprobación del aumento del salario para los empleados… y el permiso para la celebración de un torneo en las tierras del barón Von Hindrech.
Una vez listo, Guillermo le extendió otro documento.
—Es la sentencia para Geert Van de Casteele. Cadena perpetua.
—¿No podría ser exilio? Personalmente, considero que es una sentencia mucho más dura.
—Lo es para un hombre de honor, pero Van de Casteele carece de él. Podría intentar volver y perjudicaros. No hay que darle alas al diablo. Es la mejor condena que puede haber para él, ya que rehusasteis rubricar su muerte.
Carlos apretó los dientes. Geert había sido un fiel servidor durante su infancia. Había confiado en él como si fuese un padre. Sin embargo, esa lealtad se truncó cuando la ambición llamó a la puerta de Geert. Olvidó todo principio en aras de amasar una fortuna. Sus delitos podía entenderlos, pero no podía perdonarlos. Cometió traición a la Corona. Con todo, lo que más le dolía era la deslealtad a su amistad, a su confianza. Geert no podía ni imaginar cuánto le dolió que lo decepcionara. Por ello, apartó el poco de piedad que le quedaba y rubricó con firmeza. Geert pasaría el resto de sus días en la cárcel, expiando el mal cometido.
—¿Es todo? —preguntó con voz ronca.
—Sí, mi señor.
—Podéis retiraros.
El consejero abandonó el despacho. El joven monarca se sirvió otra jarra de cerveza. La saboreó con lentitud. Era de una calidad excelente, elaborada del modo justo. Trigo, avena, cebada, con más cantidad de lúpulos y agua cristalina. Bien cocida y dejada fermentar el tiempo necesario, ni un día más ni un día menos.
La bebió con deleite, meditando en lo mucho que había cambiado su vida. Evidentemente siempre supo que algún día gobernaría un imperio, aunque no que lo haría tan pronto. Sentía demasiadas responsabilidades sobre su espalda aún por formar. Y no quería ni imaginar cómo sería cuando heredase el reino de Castilla. Era un territorio conflictivo, con nobles que se rebelaban con frecuencia; con alianzas vecinales que debían tratarse con mucha mano izquierda. ¿Y qué decir del Nuevo Mundo? Extensiones vastísimas, virreyes incontrolables, riquezas que potenciaban la corrupción… No estaba seguro de poder hacerse con todo aquello. Deseaba estar muy lejos, ser otro. Sin embargo, el sentido de la responsabilidad le imposibilitaba renunciar.
Los golpes en la puerta lo apartaron del pesimismo. Ladeó el rostro. Su querida aya hizo acto de presencia.
—Majestad.
—Pasa. ¿No vendrás a imponerme una nueva tarea?
Ella sonrió con encanto. Carlos, en ese momento, era ese niño que se refugiaba en sus faldas.
—No, mi señor. Simplemente deseaba haceros compañía y comentar algunos chismes que, estoy segura, os divertirán.
Él le indicó que tomara asiento.
—Cuéntame.
Barbe le relató hechos realmente graciosos que le hicieron olvidar los temores del futuro. Nadie como ella, pensó, para aportarle la calma que necesitaba. Lamentablemente, los ratos de esparcimiento eran breves, pues el deber siempre volvía a reclamarlo.
—Hoy llega el nuevo administrador. Tendréis que recibirlo… ¡No pongáis esa cara! Serán solo unos minutos y después, ninguna obligación más. ¿Cenaréis en el comedor principal o en vuestros aposentos? Yo os aconsejaría que hicieseis acto de presencia. Han sido contratados unos cómicos que son la sensación de la temporada. Os distraerán.
Carlos se levantó con gesto que evidenciaba cansancio.
—Como siempre, deberé hacerte caso. Me irá bien un rato de esparcimiento.
—Vuestra coronación os ha reportado mucho trabajo. Necesitáis descanso. ¿Qué os parecería si programara un viaje a la costa? El aire de mar os sentará bien.
—Por desgracia, aún no puedo relajarme. Mi trono es reciente y quedan muchos cabos que atar, aunque… no lo descarto para más adelante. Cuando la primavera llame a las puertas estaría bien.
—Una época excelente, mi señor.
—¿Has localizado el libro?
—En dos días lo tendréis en vuestro poder.
Carlos asintió satisfecho.
—Ahora, ve a ver si ha llegado ese hombre y avísame para recibirlo.