CAPÍTULO 3

Muy temprano buscó el pan y otros alimentos fermentados y los quemó para limpiar la casa de impurezas, mientras recitaba las oraciones. Después escogió la vajilla especial: preparó la fuente del Seder[3] y colocó las copas para el vino de la alegría. Al final de la tarde, antes de que la primera estrella asomase en el cielo, encendió la menorah[4] y cantó la bendición: «Bendito seas, Señor Nuestro, Rey del universo, creador de la luz y de los astros. Bendito seas, Señor Dios Nuestro, que nos has dado la vida, nos la conservas y nos has reunido aquí en este día de fiesta».

Seguidamente, la familia se congregó alrededor de la mesa. Efraím, el cabeza de familia, llenó la copa de vino, lanzando un rezo. Una vez la copa vacía, llenó la siguiente. Su hija, como miembro más joven de la familia y siguiendo la tradición, preguntó entonces el motivo de la celebración, a lo que sus padres respondieron que un día como aquel, hacía muchísimo tiempo, cuando los hebreos eran esclavos del faraón, el Eterno, su Dios, les condujo fuera de Egipto.

Como cada sabbath, Efraím narró la historia de la liberación del pueblo de Israel, recordando las diez plagas, mientras Dana y su hija Ilana extraían unas gotas de vino con el dedo de la copa, recogiéndolas en una taza. De este modo no apuraban del todo la copa de la alegría, que era el resultado de la muerte de muchas personas. Después sus voces entonaron el Hallel[5] y bebieron el vino. Efraím cortó el pan y se sentaron para comer el cordero y el pan ázimo. Concluyeron la cena sagrada con una nueva copa de vino y una plegaria, que en esta ocasión ocultaba una rogativa más allá de la tradicional. La existencia de su pueblo se encontraba de nuevo en peligro. Una vez más caía sobre ellos la amenaza del exilio. Y ese posible éxodo hacia una tierra desconocida atenazaba sus corazones.

—No debemos temer —dijo Efraím al ver los rostros preocupados de las mujeres más importantes de su vida.

—¿Ah, no? Creo que olvidas que nos impiden llevarnos nuestras pertenencias —replicó su esposa.

—Me refiero a que nuestros monarcas recapacitarán y anularán ese maldito edicto. Las aljamas han sufrido altercados y abusos otras veces, pero todo volvió a su redil.

Ella dejó escapar un resoplido cargado de escepticismo.

—¡Siempre tan optimista! ¿No ves que los reyes están determinados a ser los defensores de lo que ellos consideran la verdadera fe? Para eso necesitan que todos sus súbditos sean cristianos, y nosotros somos judíos. ¡Si hasta aseguran que pervertimos a los nuevos cristianos! Han dictado sentencia y no hay conmutación posible. Nos quieren bien lejos, Efraím, cuanto más mejor.

—Isaac ben Judah ha pedido a sus amigos, judíos notables que gozan del favor real, que intercedan por nosotros; se han reunido y piensan hablar con los monarcas. Además, se ha formado un grupo de emisarios judíos, entre los que me encuentro, que ya ha solicitado audiencia ante don Fernando y doña Isabel. Mañana mismo seremos recibidos. Como ves, no son tan intransigentes.

—Esa es una buena noticia, padre —intervino su hija.

—No conseguiréis nada —insistió su esposa.

Efraím se levantó de la mesa y comenzó a deambular de un extremo a otro de la estancia.

—¿Por qué te empeñas en ser tan pesimista?

—Sopeso la situación y no encuentro mejor ánimo que la desconfianza.

—Nuestro pueblo, a pesar de las dificultades, nunca se ha dejado vencer. Siempre ha mantenido viva la esperanza. Ahora, también.

—Efraím, ¿has pensado acaso lo que ocurrirá cuando tengamos que dejarlo todo atrás? Y cuando me refiero a todo, quiero decir «todo».

Él se detuvo y la miró fijamente. No había pensado en ello hasta ahora, pero desde luego aquel «asunto» era realmente importante, más que su supervivencia o lo que les fuera a deparar el futuro.

—¿Y bien? ¿Qué haremos? —quiso saber Dana.

Efraím sacudió la cabeza y se sentó de nuevo a la mesa.

—Preocuparse por si la lluvia de mañana llevará piedra es una inquietud absurda, pues puede que no llueva.

—Aun así, no está de más buscar un techo donde poder cobijarse. No pienso dejar mi herencia atrás, y mucho menos permitir que sea destruida. Ha permanecido en nuestra familia durante siglos; la hemos defendido incluso a riesgo de perder la vida. Ha pasado de padres a hijos, y así debe continuar.

—Y así será. Te doy mi palabra —sentenció Efraím.

—¿De qué habláis? —se interesó Ilana.

Su madre le acarició el cabello con infinita ternura.

—De nuestro legado, hija mía. Del mayor tesoro que un judío puede poseer…

—Dana…, no —le pidió su marido.

—Tiene derecho a saber. Y más en estos días difíciles e inciertos que estamos viviendo. Ella será la próxima custodia.

—Lo sabrá, pero en el momento oportuno, no antes.

Ilana los miró, intrigada. Su familia parecía esconder un gran secreto, y su naturaleza curiosa se negaba a que siguiera en la oscuridad. Estaba decidida a que se lo contaran, así que, haciendo uso de todas las artimañas que siendo niña le funcionaban con su padre, comenzó a decir:

—Padre, creo que madre tiene razón. Pueden surgir dificultades, y no debéis tenerme en la ignorancia. Además, ya no soy ninguna niña. Pronto seré una mujer casada, tendré responsabilidades, y… —calló ante el rostro severo de su progenitor.

—Mientras sea el cabeza de familia, yo seré quien tome las decisiones.

—No eres razonable, Efraím —intervino Dana—. La niña habla acertadamente. Ahora más que nunca debemos permanecer unidos, y si hemos de hacer una excepción a las reglas…

—Nunca se han quebrantado, y no seremos nosotros los primeros en hacerlo.

—¡Pero porque jamás nos hemos visto en apuros!

—Todavía no, no lo olvides. En todo caso, es mejor que aguardemos para contárselo, así no la pondremos en peligro.

—¿En peligro? ¡Esto no es justo! Deberíais prevenirme. ¿No os parece? ¡Nadie puede defenderse con la ignorancia! —protestó Ilana.

—Todo lo contrario, hija. Hay cuestiones sobre las que es mejor no saber.

—Testarudo como una mula —bufó Dana.

Efraím alzó la mano con gesto autoritario.

—Olvidemos este asunto, ¿de acuerdo? Ahora, alejad los temores y vayamos a acostarnos. Mañana conoceremos la verdad de nuestro destino.